Sueños del Caribe es un blog sobre la Costa Caribe y el sureste de Nicaragua. Lo componen relatos, crónicas, personajes, poesía y otros temas.
lunes, 16 de abril de 2018
jueves, 5 de abril de 2018
HUMANOS DE NUEVA GUINEA: EL HOMBRE CON MÁS SUERTE DE NUEVA GUINEA
Tenía más de
doce años de trabajar en San Rafael del Sur como ayudante en una vulcanizadora.
Su jefe le dijo que su hermano, Vicente, necesitaba con urgencia un ayudante
para reparar llantas en Nueva Guinea. Sin pensarla dos veces se decidió. “Me voy
para allá, le ayudo a tu hermano y me regreso después de quince días”, le dijo
Pablo Emilio Guerrero. Pasó por Diriamba dándoles la noticia a sus familiares y
el 10 de agosto de 1978 se bajó del bus en Nueva Guinea.
Regresó a buscar a su mujer, Salvadora Ortega Reyes, y
volvió para quedarse definitivamente. “Me gustó. Había más trabajo que
descanso, poca diversión y era bastante sano. En esa época llovía trece meses
al año, no habían adoquines, ni luz eléctrica, ni agua potable. Pocas casas
tenían energía eléctrica: el hospital le vendía luz a don Jesús Valle, el dueño
de la única gasolinera existente, y el banco le suministraba a las casas de la
ciudadela”, recuerda Pablo Guerrero.
Comenzó a
trabajar con entusiasmo día y noche, ahorrando en el banco lo más que podía y
cambió de trabajo. Lo que le favoreció fue el paro nacional. “El paro es
peligroso, ya no vamos a seguir trabajando, si acaso hay algo que hacer me van
a ayudar mis muchachitos”, le dijo don Jesús Valle, su jefe. Después del
triunfo de la revolución se presentó en el Banco Nacional de Desarrollo a
retirar los quince mil córdobas que tenía ahorrados pero le hicieron un
préstamo por la misma cantidad. Compró una planta eléctrica, unas planchas, una
camionada de tucas que las dio a aserrar e hizo un chinamito donde puso el
taller. Darío Chamorro le prestó el lugar y comenzó a trabajar. Vendía gaseosas
que el camión se las ponía en el taller, la gente de las colonias las llegaba a
retirar y así armó su negocio.
Siempre ha
jugado la lotería. “En una ocasión, estando en Managua, la vende-lotería me
pasaba dejando el billete, lo ponía detrás de un espejo, yo lo retiraba y allí
dejaba los reales. Ese día, cuando llegue de mañana a retirarlo, una hija de la
vendedora me dijo que habían llevado grave a su mamá al hospital y que lo
vendieron en una parada de buses. Se lo sacó un busero que le decían Tinajón,
se me llevó el billete 5185 con el premio mayor”, recuerda a carcajadas. Siguió
jugando y siempre sacaba premios de mil, dos mil y cincuenta mil córdobas.
Un día encontró
en la gasolinera vieja de Nueva Guinea al vendedor de lotería, le hizo un
abanico con los billetes y escogió uno al azar. Le pagó la mitad del valor y lo
guardó en una repisa sin saber qué número era. Al día siguiente le pagó la
diferencia y siguió en su trabajo. Días después otro vende lotería de Santo
Tomás pasó por su taller y le dijo que en Nueva Guinea había caído el premio
mayor. “Saqué el billete, se lo enseñé y casi se muere el hombre, no podía ni
hablar, ni respirar, ni nada. ¿Qué fue?, le pregunté. ¡Ay hermanito!, ¡te
sacaste el billete completo!, me dijo todo desesperado. Agarré el billete y lo
volví a poner en la repisa y me gritó: ¡No lo ponga allí!, ¡se le puede
perder!, recuerda Pablo.
Fue el 12 de
agosto de 1991 cuando la suerte le cambió.
Con el billete premiado número 11402 se sacó noventa y cinco mil
dólares. Se dirigió al banco, mostró el billete al gerente y le solicitó que se
lo cambiaran. “Me hicieron un recibo y dos días después me mandaron a llamar
para entregármelos. ¿Qué va a hacer con los reales?, me preguntaron. Por ahora
no necesito comprar nada, les respondí y dejé los reales allí en mi cuentecita.
Con calma me puse a pensar en qué podía hacer y comencé a comprar propiedades.
Compré el terreno donde estaba antes la Coca Cola en seis mil dólares y ahora
me han ofrecido 220 mil dólares; compre aquí donde tengo el taller, mi casa,
donde vive mi mamá y una finca de 250 manzanas”, explica con orgullo.
La suerte no lo
volvió a abandonar. Seis veces se ha sacado premios grandes. Cuando le pregunté
cómo es que hace, si se sabe algún “sontín” para sacársela, se puso a reír y
respondió: “es cuestión de estar en la jugada, estoy pendiente de los números
que caen y no caen. Todo número es bueno antes de jugarlo. A veces me retiro
una o dos semanas y después sigo jugando, pero la suerte no es para cualquiera.
Enrique, el que vive allí, indica con sus manos en dirección al frente de su
casa, se sacó los 20 millones que rifaba la Cruz Roja. No compró nada,
solamente una gran mesa donde pasó jugando desmoche y bebiendo guaro hasta que
se le acabaron los reales. Una mañana vi a la vendedora de lotería que bajaba
las gradas del parque y seguí trabajando. Cuando la busqué ya no estaba, había
doblado para el lado de la gasolinera que puso Lolo Rocha y le vendió mi
billete a Severiano Lumbí: el enano se sacó el premio mayor y ya ves, por esos
realitos lo mataron en su casa, por eso te digo que la suerte no es para
cualquiera”.
Pablo Emilio
Guerrero siempre sigue jugando la lotería, está pendiente de los números y se
entretiene en su taller de vulcanización donde, además de reparar llantas,
construye bombas de mecate, fogones y cocinas industriales. Sus hijos, ya
mayores, le ayudan y no lo dejan hacer casi nada. ¿En cuánto estima su
patrimonio?, le pregunté; después de
hacer cálculos en el aire respondió “creo que tengo más de un millón y medio de
dólares”.
martes, 27 de marzo de 2018
BILWASKARMA
Ninguno de los
dos conocíamos Bilwaskarma pero sabíamos que ellas, Karen y Melania, lo dijeron
esa tarde en el estadio, estudiaban enfermería en esa localidad cercana a Waspán.
Los invitamos a Bilwaskarma, dijo Melania con una sonrisa seductora que
intercambiaba con Karen. Volví la mirada hacia Glass, ambos llevábamos puesto
el uniforme de la selección de béisbol de Bluefields diseñado para los juegos
de la serie del Atlántico que se jugaba en Waspan en 1975 ó 1976, no lo recuerdo
muy bien pero fue por esos años. Glass no titubeó y, sin consultarme, dijo que llegaríamos
a visitarlas antes del juego porque nos tocaba jugar contra Puerto Cabezas al
día siguiente por la tarde.
Glass era mayor
que yo, unos tres o cuatro años mayor, y más corpulento. Se había conocido con
Melania en Bluefields y ella lo miraba con esos ojos color de miel deslumbrados
que tiene como tratando de atrapar una estrella fugaz que se desvanece en su
recorrido. Por él fue la invitación, y me sentí como un aderezo en el plato
principal que habían preparado porque Karen se mostraba un poco distante,
nerviosa e indiferente conmigo.
Perfecto, dijo
Melania, los estaremos esperando y le dio un beso a Glass. Por la mañana sale
un bus de Waspán hacia Bilwaskarma, pueden abordarlo en el parque, el recorrido
es corto porque apenas hay diez kilómetros hasta allá. Karen por su parte me
extendió la mano, una mano un poco grande para su altura, suave y fría, pero la
expresión de sus ojos al tomarla me dejaron pensando que algo misterioso en ella quedaba expuesto al contacto con mi piel.
Y se marcharon,
caminaron juntas y nos volvían la mirada con una sonrisa de complicidad. Ahora
si, dijo Glass, la partimos. Se van a dar cuenta, Smith se va a dar cuenta y
nos van a sancionar, respondí. No te preocupes, el juego es hasta las dos de la
tarde, después que desayunemos nos vamos para Bilwaskarma.
El vehículo se
detuvo frente a la entrada del hospital – escuela de Bilwaskarma. Al bajar
ellas nos estaban esperando. El hospital se encontraba cubierto de un bosque
denso de pinares y estaba pintado de color blanco con verde. Caminemos, dijo
Melania, y la seguimos. Pensé que nos iban a mostrar el hospital pero en lugar
de caminar hacia las instalaciones tomaron un camino arenoso hacia la izquierda
del edificio. Sigan caminando sin detenerse, ya los alcanzamos, dijo Melania y,
siempre con sus sonrisas cómplices, regresaron al hospital.
Caminamos quizás
unos quince minutos y nos detuvimos en un promontorio de grandes rocas, piedras
azules regadas, esparcidas en un radio de unos quinientos metros en los alrededores.
Glass estaba ansioso y me decía que ahora sí, la partimos, estas chavalas no
andan con cuentos. Talvez Melania con vos pero a Karen la veo muy misteriosa,
le dije y subí al promontorio de rocas. Desde el borde de una gran roca vi una
laguna azul cubierta de árboles de pino, a una altura de unos diez metros desde
las rocas que la protegían. Volví la mirada hacia Glass y vi llegar a Melania
con Karen. Llevaban puestas sus batas de enfermeras, calzaban chinelas y ambas
cargaban bolsos. Desde allí me saludaron y vi a Melania tomar de la mano a
Glass, lo jaló hacia otro punto de la laguna mientras Karen se quedaba inerte,
sin moverse del lugar. La llamé y subió el promontorio.
Mientras Melania
y Glass se acomodaban en una de las piedras, al otro lado de donde me
encontraba, Karen llegó a mi lado. Ahora siempre pienso en Karen, dos o tres
veces al día, quizás más, talvez diez, siempre vuelve su recuerdo para estos
días de semana santa. Al llegar a mi lado dijo, no tardé ni cinco minutos en
subir, sí, eso dijo. Nos sentamos en una de las piedras y a su lado la laguna
me pareció mucho más bella. Vi a Melania en el otro lado quitándose la bata de
enfermera, a Glass quitándose la ropa, y tomados de la mano, se tiraron a la
laguna. Karen sonreía, siempre sonreía, sus labios carnosos mostraban al hacerlo
su blanquecina dentadura. ¿Cómo es tu vida en el hospital?, le pregunté. Ella
no dejaba de mirar a Glass y a Melania que nadaban con sus cuerpos sincronizados
en las aguas de la laguna azul.
Es triste, dijo.
Y no sé de donde diablos se me ocurrió
decirle, que conmigo la tristeza había llegado a su final, que estaba allí para
alegrarla, para hacerle el amor, que quería que fuera mía en ese paraíso norteño
caribeño, en esas aguas azules rodeadas de pinos en abundancia. Karen se quedó
pensativa, dos, tres, cinco segundos. Se levantó, se quitó la bata blanca,
quedó desnuda ante mis ojos. ¡Madre santa, que mujer más hermosa!, me dije.
Toda ella, su cuerpo caneloso, su cintura generosa, su vientre tenso, su sexo
depilado, sus piernas acentuando su disposición, y su sonrisa, esa sonrisa blanca
en esos labios carnosos que me invitaban a descubrir lo desconocido me dejaron ensimismado,
mirándola, saboreándola, ella allí con el sol de la mañana a sus espaldas, el
verdor de los pinos de fondo, exhorto, soñándola. Primero debes bañarte
conmigo, dijo y me libró del ensueño.
Me tendió su
mano y la sensación del misterio volvió a atraparme, me jaló y caminamos al
borde de una roca. Sin dudarlo, estoy seguro que la laguna era su espacio de
diversión preferido, dio un salto que duró toda la eternidad, uno, tres, cinco,
siete segundos, hasta que su cuerpo color canela se sumergió en el manto azul
de la laguna dejándome expectante de la explosión del agua en espera de verla
resurgir con su sonrisa. Uno, tres, cinco, siete segundos, no lo sé, pero tardó
más que un orgasmo en volver para invitarme, llamándome con esa misma sonrisa
para que me precipitara en ese abismo a descubrir el secreto.
Y viéndola,
sensual, con su cuerpo bañado de azul, sus piernas en movimiento esparciendo el
agua, di un salto sin dejar de verla. Al contacto con el agua mi cuerpo se
cubrió de las gélidas aguas. Al salir del azul profundo ella se me acercó como
adivinando que necesitaba el calor de su cuerpo. Madre Santa, que agua más
helada, alcancé a decir y mi cuerpo dejó de responder a los intentos de nadar.
Ella se dio cuenta que estaba tiritando de frío y me abrazó, su cuerpo se
acercó al mío, tocó mis brazos y mi espalda y descubrió que temblaba. Sentí que
unas manos pegajosas que me jalaban desde el fondo de la laguna y entré en pánico,
traté de gritar y no pude hacerlo. No recuerdo nada más, creo que me quedé en
blanco.
La volví a ver
en la orilla, junto a una piedra, rodeado por sus brazos, con una toalla
cubriendo mi espalda y sus piernas enmarañadas con las mías. “Pensé que te
ahogabas”, dijo. Me tomó nuevamente con sus manos de misterio, me ayudó a
levantarme, subimos el promontorio, busqué con la mirada a Melania y a Glass
pero no logré verlos. “Aquí, siéntate aquí, respira, respira profundo”, dijo.
Unos minutos después
había salido del shock, pero el frío que sentía no había desaparecido. ¿Qué te
pasó?, pregunto Karen. Primero sentí un frío terrible, me quedé como congelado
y sentí que unas manos me jalaban desde lo profundo de la laguna, respondí.
Pensé que se iba a reír, pero no, no lo hizo, más bien se quedó pensativa, sin
hablar por uno, tres, cinco, siete segundos.
¿Me dices la
verdad?, preguntó. Sí, sí, no te miento, respondí. Volvió a sonreír, sus manos
buscaron las mías. Mírate los pies, dijo. Vi en pies, arriba de los tobillos,
una marca azul. ¿Y esto?, ¿Qué es esto?, pregunté. Es la marca de la reina de
la laguna, se enamoró de vos, le llaman Liwa Mairen, y te ha hecho un hechizo
de amor, dijo. ¿Cómo?, ¿Y ahora que va a sucederme? Nada, no te preocupes, dijo
y me dio un beso con sus labios carnosos y su cálida lengua. No logré contar
los segundos que duró el beso, no sé cuántos fueron, me sentí dentro de la
laguna, nadando, enmarañado con la Liwa Mairen, haciéndole el amor en círculos,
escuchando sus quejidos como cantos de sirena, con mi sexo atrapado en éxtasis
y teniendo uno, tres, cinco, siete orgasmos. Cuando Karen dejó de besarme,
Melania y Glass estaban a nuestro lado y mi cuerpo volvió a responderme.
Nunca más volví
a ver a Karen. Siempre recuerdo su sonrisa y el misterio que la cubría. No sé
si está viva ni donde vive, pero siempre pienso en ella para los días de semana
santa. Siempre vuelve a mí, vuelvo a vivir, a sentir, a disfrutar el beso que
me dio y los siete orgasmos que tuve dentro de las aguas de la laguna de
Bilwaskarma.
27/03/2018
Semana Santa
Nueva Guinea
RACCS.
viernes, 16 de marzo de 2018
EL CINE RENITH DE EL BLUFF
En los
primeros años de la década de los años 70 se construyó el cine RENITH de
El Bluff. Ubicado en la bajada de la capilla de la iglesia católica, en
dirección al campo de béisbol, el edificio era un galerón de madera a dos
aguas, forrado por láminas de zinc y orientado de Norte a Sur. Su parte frontal
estaba dividida en dos áreas, una para la boletería y otra para venta de chiverías
y, el área de acceso era un pasillo que conducía a luneta y palco.
En el palco los
espectadores eran acogidos por bancas de madera con respaldar, mientras que las
de luneta eran sencillas, bancas peladas. Detrás del palco quedaba la cabina de
proyección y, entre el palco y luneta, un desnivel bien marcado separaba ambos
espacios de tal forma que los chavalos más irredentos no pudieran escalarlo
para pasarse al palco. De igual manera el precio de los boletos eran
diferenciados. En el fondo, varias láminas de plywood pintadas en blanco hacían
de pantalla, la casa de doña Marianita, la mamá del Cabe y el Flaco García,
quedaba pegada a la pared sur del cine.
La construcción
del cine se hizo mediante una empresa que conformó mi papá con Elías Jureidini.
En esos años se me encomendaban varias tareas en función de ello. Una de las
primeras fue la de escribir los carteles de las películas. En un pizarrón
escribía con tiza la fecha y hora, el nombre de la película, los actores
principales, si era a technicolor y cinemascope y/o en blanco y negro. Hacía
tres carteles, uno se ubicaba en el corredor de la casa de doña Juana Angulo,
propiamente frente a la subida de las gradas del cuartel de los guardias, otro
en la casa de don José Sanles, al pie de la ventecita de la Machú y el otro en
el frontis del cine. Era algo más o menos así:
CINE RENITH
Hoy, sábado 14 de Agosto
Gran Estreno a las 7:00 p.m.
CLEOPATRA
Con Elizabeth Taylor y Richard Burton
En technicolor y cinemascope
Entrada: Palco 5 córdobas y luneta 3.
¡No te la pierdas!
Todos
los días había función menos los martes. Los lunes se pasaba la mejor película de
la semana anterior. Los rollos de películas llegaban los martes desde Managua
en el avión de La Nica.
Recuerdo
que cuando preparaba el cartel en la casa de doña Juana Angulo, los trabajadores
de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, entre ellos Zoilo
Carrasco, Jimmy Wilson y Pablo Alvarez, siempre estaban pendientes de las
películas que se anunciaban, y al cometer un error ortográfico estaban listos
para corregirme. “No jodas Catracho, se te olvidó ponerle el acento al sábado”,
decía Zoilo y todos se carcajeaban. Hacían parte de la mañana conmigo, mientras
sus inmensas máquinas de escribir con las que preparaban las pólizas de
importación y exportación tenían unos minutos de silencio. Otro que estaba
pendiente era Kalilita. “Ya sabes, por poner ese rótulo aquí, mi entrada es
gratis”, decía.
Antes
de comenzar la función, la gente se aglomeraba frente al cine, frente a la
capilla de la iglesia católica y en la cancha donde jugábamos basquetbol y
volibol. Para ambientar la espera del público se ponía música en un tocadiscos
que inundaba los alrededores mediante un megáfono adaptado. La gente llegaba a
pedir la música de su preferencia, para dedicársela a alguna chavala de la que estaban
enamorados o porque simplemente estaba de moda. Cinco minutos antes de las
siete de la noche sonaba la canción El Borriquito de Peret, “el borriquito es
como tú, turururuu, que no sabe ni la u, yo sé más que tú”, que daba el aviso
del inicio de la película y la gente comenzaba a inundar el cine.
Con mi
hermano Tony nos turnábamos para recibir los boletos de entrada. Se preparaban
con cartulinas de distintos colores firmadas para diferenciar las de palco y
las de luneta, pero nuestros amigos, los broderes, los de la gallada, siempre
entraban gratis: estiraban la mano sin nada en ella y recibíamos el boleto
invisible. Otros en cambio comenzaron a falsificar las entradas. Enviaban a uno
de su grupo a comprar boletos, cortaban con tijeras los pedazos del mismo
tamaño y falsificaban la firma. Al contar los boletos y el valor de los
ingresos se llegó a notar la diferencia, por ello desde entonces los boletos
fueron firmados y sellados.
Los
Blofeños se divertían en el cine. Sus películas preferidas eran las de cowboys,
de terror, de guerra, de marcianos y amorosas. Y, por supuesto, las mexicanas
eran las que más les gustaban. Muchos llegaban al cine a platicar, a verse, a
pasar el rato, otros en el plan serio de ver la película, pero los más nefastos
ponían chicles en las bancas, le tiraban cosas a la cabeza de los que estaban
delante de ellos, razón por la cual se armaron varios pleitos a tal grado que
se encendían las luces y se detenía la película para calmar los ánimos. Los
mayorcitos iban al cine a cortejar a las chavalas; se sentaban a su lado, se
acercaban escurridizos apenas se apagaban las luces, le tomaban la mano, le
tocaban las piernas, la abrazaban y trataban de besarla. A una muchacha, no
recuerdo su nombre, la apodaron “La Cómoda” porque Federico Chapop insistía en
que se sentara a su lado y ella le respondió: “no, no, gracias, aquí estoy
cómoda”.
Henry
Pineda fue el operador de los dos proyectores de películas por muchos años. En
ocasiones se cortaban las películas y cuando ocurría la gente pegaba gritos,
silbaba y le daba golpes a las láminas de zinc formando un escándalo, mientras
Pineda se esforzaba en arreglarla. Muchas veces se presentó con sus tragos
entre pecho y espalda, todo hiposo, y mal pegaba la cinta, escamoteándose varias
escenas. En otras, confundía los rollos y se perdía la secuencia de la película
porque proyectaba el final por la mitad. Los alaridos de la gente no se hacían
esperar y cuando se dormía lo despertaban por el escándalo que armaban. En los
momentos culminantes de las películas, esos de mayor tensión, desde afuera del
cine, desde la calle, varios desalmados tiraban enormes piedras contra las
láminas de zinc o les daban garrotazos provocando, primero un susto colectivo y
posteriormente grandes risotadas en los espectadores.
En
varias ocasiones se organizaron veladas de boxeo en el cine. Chingorro vs.
Zamba Larga, El Guerri vs. Mau Mau, y así entre varios que se habían enemistado
y frente al público que pagaba la entrada, se agarraban a guantazos.
El
cine fue un espacio de entretenimiento para los habitantes de El Bluff. Varios
años después hice un viaje de vacaciones desde Managua donde me encontraba
estudiando y encontré que el área de luneta del cine se había convertido en una
fábrica de nasas, nasas de madera para la captura de langosta, y en el área de
boletería y venta de chiverías funcionaba una carnicería.
No
recuerdo por qué dejó de funcionar el cine RENITH. Quizás fue debido al costo
del traslado de las películas o simplemente dejó de ser rentable, talvez fue
porque las empresas distribuidoras de películas fueron desapareciendo por la
influencia de la televisión, las películas en Betamax y en VHS.
Después
del huracán Juana regresé al puerto. No encontré ni los cimientos del cine,
solamente el recuerdo de la algarabía de la gente dentro del cine, sus gritos y
alaridos cuando se cortaba la película. Eso fue lo que quedó del RENITH. ¿Qué
por qué ese nombre de RENITH? Varias semanas antes de la inauguración se
organizó un concurso que consistía en acertar el nombre del cine y el que lo
hiciera tendría entrada gratis por un año. La gente participó con entusiasmo y
se recibían sobres cerrados de la persona que participaba con el nombre del
cine. Entre estos nombres figuraban Hollywood, El Bluff, Ofelia, Espectacular, Mágico,
Estrella, pero solamente Lesbia Brenes, hija del coronel Brenes, atinó. Y
resulta que RENITH es el acrónimo de los nombres Ronald, Elías, Norma, Indiana,
Tony, Hill,
Ahora
me detengo frente a la capilla de la iglesia católica, en la pequeña explanada
de la escuela de El Bluff, y miro hacia el sitio donde estaba ubicado el cine
RENITH, el cine de El Bluff. Escucho la canción de El Borriquito llamándome, un
haz luminoso inunda la pantalla en technicolor y cinemascope, escucho los
gritos de la gente y, como si la película se cortara, vuelvo a la realidad. El
silencio se expande, la calle actual está vacía, la gente y los amigos de entonces
se han ido para no volver. La misma realidad, la misma película de siempre, repetida en diferentes
lugares donde la pobreza y la desesperanza se viven a diario.
Viernes, 8 de Marzo de 2018.
lunes, 5 de marzo de 2018
NUEVA GUINEA: FLUJO DE ESPERANZA
Nueva Guinea, abundancia de árboles,
ríos y praderas,
suficiente para sustentar una
familia,
comprobado por fundadores y
miles deseosos de un pedazo de tierra.
Un lugar inicialmente habitado
por nativos Ulwas
y huleros, que también confiaron
en la madera y el agua,
un juego salvaje floreciente; huellas, cascos, pezuñas y alas.
Pradera, donde la hierba es capaz
de crecer
más alta que el ser humano,
sustentado por el calor,
el frío, la lluvia y la sequía, por
raíces de hondura inimaginable.
Hoy, vidas y raíces se han
alterado por siempre,
asentamientos, concentración de
tierras, monocultivo y ganadería,
nos empujan a su vaivén hacia el Sur-Este,
caminos hacia el litoral.
El prado del Caribe central fue
arado,
sus suelos han producido en
abundancia, fundaron
colonias, parcelas y fincas que
sostienen miles de familias.
Aquí, en los senderos de las
fincas, se toca a miles de familias,
cabezas de semillas, que respiran
azul y verde, oyen la música
del insecto-hoja-pájaro, puente en el arroyo que fluye y nos conecta
Con el pasado, donde meditamos inmersos
en el flujo de la esperanza,
por la adversidad, alegría y tristeza
en estas parcelas que poseemos,
y de los que deambularon y fueron
hechizados al pasar por ellas.
5 de marzo
58 aniversario
Foto propia.
martes, 27 de febrero de 2018
LAS PRIMERAS FIESTAS DE NUEVA GUINEA
En los primeros años de la
fundación de Nueva Guinea, todos los colonos hacían la fiesta el mero día del 5
de Marzo.
Desde Managua venía gente del
gobierno a celebrar con los colonos, entre ellos: el doctor Rodolfo Mejía
Ubilla, presidente del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua); don Oscar Montes,
subdirector del IAN; ingeniero Arpidio Tijerino, encargado de la carretera;
ingeniero Padilla Cubas, supervisor; ingeniero Pompilio Baca, encargado de
ganadería; ingeniero Saravia, encargado de cooperativismo y el doctor Arturo
Parajón, presidente de la comunidad Bautista y médico del hospital Bautista.
Se hacían grandes comelonas ese día, los evangélicos
iban a rendir cultos y los colonos católicos hacían fiestas de montaderas de
toros, cada colono daba su toro y hacían las barreras de caña de bambú al igual
que el palco. Para poder entrar al palco se pagaban 2 córdobas y el fondo que
se reunía era para pagar a los chicheros, a los toreros y para comprar los
galones de cususa. El resto de la barrera era bastante abierto para que miraran
la montadera los que no podían pagar la entrada.
Se organizaba una junta directiva
de fiesta. Ramiro Luna era el presidente de la fiesta; Pablo Urbina el
presidente de los toros; Santiago Leiva era el encargado de los campistos; Emérito
Arroliga y Felipe Arroliga eran los encargados de traer los toros y
controlarlos dentro de la barrera. Carlos López se destacó como el mejor
campisto y Julio Leiva como el mejor montado.
En ese tiempo nadie pagaba
impuestos, todas las mujeres vendían con alegría sopa de gallina y nacatamales.
No existía alcalde en esos primeros años, solamente un Consejo Agrario y un
administrador quienes eran las máximas autoridades de la comunidad. Con la
división política administrativa se nombran los alcaldes mediante los procesos
electorales con lo que la cultura y tradición de la algarabía que antes se hacía
se van perdiendo de forma paulatina; la actividad de las fiestas de aniversario
de fundación se sigue celebrando el 5 de marzo pero se han vuelto
mercantilistas, puros negocios y los colonos no son tomados en cuenta.
Fuente: Manuscritos de Víctor Ríos Obando, fundador de
Nueva Guinea.
sábado, 24 de febrero de 2018
LA CHAMPA INCONCLUSA
La carretera de
macadán hacia Nueva Guinea partía en dos la finca Mokorón que albergaba a
cincuenta familias evacuadas desde las profundidades de la montaña y, donde
antes predominaba el verdor de los pastos, el plástico negro sobresalía desde
la distancia. Mi labor consistía en realizar una inspección de los
asentamientos porque en los medios internacionales eran denunciados como campos
de concentración.
A tempranas
horas sostuve una reunión con el responsable del asentamiento. Me facilitó los
nombres y apellidos de los evacuados, el nombre de sus comunidades de origen y
los bienes que habían logrado salvar; unos tenían cerdos y gallinas, otros unas
pocas vacas pero la mayoría llegó sin nada más que su propia vida. Luego hice
el inventario de los alimentos y enseres domésticos que tenían para
garantizarles alimentación así como sus requerimientos para tres meses y, al
concluir, salí a constatar las condiciones en que se encontraban las familias.
Los hombres y
las mujeres estaban atareados; armaban la estructura de las champas con madera
rolliza, clavándola hasta formar dos triángulos unidos de sus ángulos
superiores por largos troncos que enlazaban con otros de menor tamaño de sus
lados laterales para cubrirlos con el plástico negro. En el recorrido encontré
a un anciano sentado en un tronco frente a una champa inconclusa.
—¿De dónde viene?
—De El Delirio —respondió con una
sonrisa.
Era su comarca,
su lugar, su hogar y por sólo el hecho de nombrarlo su rostro se iluminó.
Simplemente por eso.
—Estaba cuidando cerdos —explicó.
—¿Cerdos? —pregunté sin ponerle
mucha atención porque la labor de los otros me atraía.
—Sí, los engordaba con yuca y
guineos. Fui el último en salir de El Delirio.
Me fijé en su
barba larga y cabello blanco, sus ojos eran azules como los de un norteño, sus
cejas gruesas y plomizas, calzaba botas de guardia y vestía de jeans con camisa
manga larga.
—¿Qué tipo de cerdos?
—De varios —dijo acariciándose la
barba con su mano izquierda—. Tuve que dejarlos en la parcela.
Observaba a los
hombres de los lados afanados en la construcción de las champas con ayuda de
las mujeres. El responsable del asentamiento estaba a mi lado. Al fondo, en lo
alto de un cerro, los milicianos hacían excavaciones para atrincherarse de día
y noche en sus horas de posta.
—La contra nos anda merodeando
—dijo el responsable cuando notó que los observaba.
Debía dormir esa
noche en el asentamiento y partir al día siguiente hacia otro ubicado cerca de
Nueva Guinea.
—¿Cuántos cerdos eran? —pregunté.
—Nueve, tres curros y seis
chapiollos, de esos que son picudos y no se sabe qué sangre tienen —contestó
mirando fijamente al responsable.
—¿Y tuvo que dejarlos en la
parcela?
—Sí, por la artillería, por los
cohetes que caían haciendo grandes huecos el teniente me dijo que no había
tiempo, que debía apurarme para alcanzar el camión.
Los niños y las
niñas corrían en los alrededores, jugaban y gritaban en ese mundo gris que los
mantenía a salvo.
—¿Y no tiene familia? —le pregunté
mientras observaba a cinco campesinos que arreaban varias vacas en dirección
contraria al cerro donde estaban los milicianos.
—No —dijo —, a nadie, soy sólo, mi
patrona ya falleció.
—¿Y qué bando le gusta?
—Ninguno, no me interesa la
política, vea a lo que nos han llevado. He andado largos caminos, tengo setenta
años y creo que ya no puedo seguir más.
—¿Y la champa?, ¿cuándo la termina?
—Ellos me van a ayudar cuando se
desocupen —dijo señalando a los vecinos.
Me despedí del
anciano y seguí recorriendo el asentamiento. Por la noche se realizó una
reunión con los representantes de cada comunidad evacuada para conocer la
problemática que enfrentaban. Dormí en una hamaca colgada en el corredor de la
casa hacienda y a las tres de la mañana me despertó el sonido de las ráfagas de
los fusiles que escuchaba en los alrededores, más allá del cerro.
Cuando aclaró el
día me dijeron que no había bajas que lamentar, pero al recorrer el
asentamiento constaté que el anciano de barba blanca y cabello largo había
desaparecido con las dos familias que estaban ubicadas a los lados de su
champa. “Se fue con la contra, lo vinieron a buscar”, dijo el responsable
cuando pregunté por él.
Era un día
soleado, el resplandor del sol sobre la copa de los
árboles se filtraba a ambos lados de la carretera y, en el trayecto hacia “El
Níspero”, no dejaba de pensar en la suerte del anciano y sus nueve cerdos.
jueves, 15 de febrero de 2018
HUMANOS DE NUEVA GUINEA: PAYÍN, EL ARADOR.
Crecí en el
Valle El Edén de Ticuantepe, libre como las criaturas del campo, dice José
Efraín Martínez Fonseca, conocido popularmente como Payín. Se encuentra a un
lado de camino con su yunta de bueyes y he salido a su encuentro. Mi mamá se
llamaba Soledad Fonseca, originaria de Ticuantepe. Embarazada viajó a San
Rafael del Sur donde trabajaba mi papá, José Tomás Martínez Morales, y allí
nací, agrega al preguntarle por sus orígenes.
Desde chavalo
anduve de guiador con mi tío Eudijes Martínez, nunca fui a la escuela porque no
me pusieron a estudiar. Viajaba a Managua guiando a los bueyes de una carreta
que cargábamos con leña, repollos, guineos y tomates para venderlos en el
mercado. En ese tiempo no se cultivaba piña en Ticuantepe y el gancho de camino
de Santo Domingo era puro zanjones; pasábamos a la orilla de la iglesia y nos
costaba coronar una subida de barrizales pero nos ayudábamos emparejando varias
yuntas de bueyes.
¿Cómo se
trasladó a vivir a Nueva Guinea?, pregunto al acariciarle la frente a uno de
los bueyes.
Mire, yo
trabajaba con Rodolfo Mejía Ubilla, el que era director del IAN (Instituto
Agrario de Nicaragua), en su finca ubicada en Barrio Nuevo, cerca de Sabana
Grande. Él era muy amigo de mi familia y cuando repartieron la Borgoña, le pedí
un pedacito de tierra. Espérate, vamos a ver cómo hacemos, me dijo. Luego, con
el paso del tiempo, se apareció y nos dijo que tenía un buen lugar para
nosotros. Vine en 1965, con el segundo grupo, junto a mi mamá, un cuñado
llamado Samuria, su mujer y tres chavalos, uno mío y dos de él. Mi mujer no me
acompaño, se quedó allá.
Le ofrezco un
refresco y le digo que me acompañe. Les da órdenes a los bueyes, se quedan
inmóviles pero no deja las varas. Nos sentamos en el corredor, le sirvo jugo
de guanábana y lo saborea sin prisa. A la orilla de un pilar ha acomodado las varas.
Hice carriles al
lado de lo que don Miguel Torres llamada la Reserva, por todo ese lado —señala
hacia el oeste y suroeste— hasta llegar a lo que hoy es la colonia Los Ángeles,
fueron más de 20 parcelas de 50 hectáreas las que dejé encarriladas, responde luego
de preguntarle sobre las primeras cosas
que hizo al llegar y seguí preguntándole sobre el después.
Luego de cinco
meses de trabajo duro me regresé a buscar al resto de la familia. Vendí mis
bueyes y otras cositas que allá tenía pero no me quisieron acompañar, más bien me
pidieron reales prestados, unos ocho mil pesos de esos tiempos, para pagármelos
cuando se vinieran para acá. Yo andaba 70 pesos en el pantalón, se lo di a
lavar a mi hermana pero se le olvidó dármelos. Hice viaje de regreso y una
señora me pagó 7 pesos por un trabajo que le hice, con esos realitos me vine.
El IAN estaba dando parcelas para ese tiempo. Me dio una de 50 hectáreas al lado
de la Pedrera y, en la zona 3, me dieron un solar de una hectárea.
¿Qué hacía en la
parcela?
Lo que podía.
Sembraba maíz, frijoles, arroz, yuca y guineos. Con lo que vendía me compré una
bestia, guarde unos realitos y me fui a buscar a mi mujer. Ya estando conmigo
quedó embarazada y uno noche, acostados en la cama, le pasó por la barriga una
terciopelo de esas que ya no crecían. Al pasarle la cola por los dedos gritó:
¡la culebra!, y me suspendí para matarla. Poco a poco le fue entrando cabanga
por su mamá y eso, más el susto por la terciopelo, hicieron que se regresara.
Se quedó
solitario en la montaña, dije.
Por poco tiempo,
responde con una sonrisa en su rostro quemado por el sol. Dos veces la fui a
buscar, le rogué y le rogué. La segunda vez mi tío me dijo que otro hombre
andaba detrás de ella. En esa ocasión me lo dijo claro, no, no, ya no me voy
con vos. Qué iba a hacer, me vine y me junté con la Jacinta. Tuvimos 6 hijos, 2
se murieron y me quedaron 4.
Soy un hombre de
campo, desde chavalo trabajo con los bueyes, con ellos he sacado madera de la
montaña, he desatorado vacas de los charcos y de los suampos, he acarreado leña
y he arado los campos. Soy arador.
Cuando me di
cuenta llegue a tener 3 yuntas de bueyes. Para entonces araba hasta 100
manzanas en un año, todas las tierras de los alrededores de Nueva Guinea, en
San Juan, Jerusalén, El Silencio, la Guinea Vieja, Río Plata, El Verdun, Yolaina, Los Ángeles
y hasta en La Gallina. Mire cómo han cambiado las cosas de entonces para acá, este
año solamente he arado 8 manzanas porque solo quieren preparar las tierras con
tractor. Así es la situación aunque mi trabajo sea más barato. Por una manzana
para sembrar frijoles cobro 1200 córdobas, 600 para sembrar yuca y ahorita
vengo de rayar media manzana donde me gané 300.
Vivo con
la Francisca al lado del Estadio. Acarreo leña para la casa, ya no le vendo al
pueblo. El gato, un chavalo que es mi entenado, me ayuda con lo que necesito
para poder vivir porque mis hijos, los hijos que me tuvo la Jacinta, me
quitaron la parcela y no me dejan poner un pie en mis tierras.
¿Qué edad tiene
don Payín?
Voy a ajustar
los 85 años según la cédula de identidad, pero mi mamá dice que me asentaron
cuando tenía 7 años.
Se ve entero,
con mucha energía, le digo. Ya quisiera llegar a su edad, agrego y me observa con mucho cuidado.
Eso mismo me
dicen todos cuando preguntan por mi edad. Así como me ve me la juego siempre,
no dejo de trabajar con mis bueyes para tener frijolitos en la casa.
Nos despedimos,
tomó las varas, y se dirigió a los bueyes que seguían en la misma posición que
quedaron al lado del camino. Les dio instrucciones y comenzaron a moverse al
ritmo que él les indica. Allá va un
hombre octogenario, quemado por el sol en el campo que labra, un luchador de
toda la vida que resiente la modernización de las labores con maquinaria agrícola que usan en la preparación de las tierras en la próspera Nueva Guinea de estos tiempos y que sustituyen el oficio del
arador de la misma forma en que sus hijos lo han desplazado de su parcela, pensé al verlo alejarse con su yunta de bueyes.
15/02/18
jueves, 8 de febrero de 2018
HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Jacoba, la leñadora.
Cuando la vi en la distancia, desde el
taller de Julio Villachica, pensé que era un chavalo. Llevaba puesta una
camisa, pantalón azulón, botas de hule y una gorra. Su figura finita,
delgadita, como las astillas que desprende de los troncos al dejar caer el
hacha, ¡tac!, ¡tac!, con todas sus fuerzas, las musculares y las que se le
desgarran del corazón, cambió cuando me acerque a hablarle.
“Hola, cómo se llama”, pregunté.
Se detuvo, posó sus manos sobre el mango
del hacha, un ligero descanso, aire para sus cansados pulmones y respondió con
una voz fuerte, ronca y profunda como la labor que realiza: ¡Jacoba!
Es leñadora, así se gana la vida, rajando
troncos con un hacha. La tarea que saca al día son cuatrocientas rajas, desde
las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde sin importarle la lluvia ni
el sol. La paga que recibe son cien córdobas, “para el arroz y los frijoles”,
dijo con orgullo sin parpadear, “pero cuando son troncos de guayaba o de acacia
amarilla, como estos, me va mal, sólo saco media tarea”, expresó con cierto
desconsuelo y siguió en su labor.
“Es Jacoba, la leñadora”, dijo Julio
cuando se lo comenté. “Se la gana a cualquiera de esos que se las dan de
huevones, que no les gusta trabajar y que viven de sus padres o de aquellos que
prefieren andar de sapos y viviendo como parásitos de los partidos políticos”,
agregó.
8/2/18
jueves, 1 de febrero de 2018
HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Recolectora de leña
Una vaca se
metió al patio del frente de la casa y corrí a arrearla hacia el camino. “Esas
vacas lo tienen entretenido”, dijo, sonriendo, una señora que pasaba en ese
instante cargando leña sobre su cabeza.
Señora, ¿de
dónde viene?
De allá —respondió—,
señalado en dirección al camino que conduce hacia Los Ángeles.
Se llama María
Eufemia Rivas Romero y tiene 78 años de edad. Todas las semanas recorre el
camino en busca de leña. “Siempre busco unos trocitos para la casa”, dijo siempre
sonriente y me quedé viendo los trocitos que son realmente unos trozos gruesos,
pesados. Ni doscientas varas los puedo cargar, pensé al verlos.
Doña María
Eufemia vive en la zona 6 del casco urbano. “Soy una mujer sola, desde hace cinco
años una moto mató a mi marido y desde entonces tengo que arreglármelas sola para
salir adelante”.
Al igual que
ella siempre veo pasar a muchas mujeres cargando leña que recolectan en el
camino, pero ninguna tan mayor, de tan avanzada edad, y sin otra persona que le
ayude.
“Salúdeme a su
esposa, siempre que paso platico con ella, somos amigas”, dijo y siguió
caminando.
Así como Doña María
Eufemia, en el campo hay miles de mujeres de avanzada edad que son solas y
deben sobrevivir con miles de limitaciones sin tener ayuda alguna. Allí, con la
leña, sobre sus hombros, va la gran deuda social que aún, y por muchos años
más, esas miles de mujeres seguirán cargando, pensé al verla alejarse.
martes, 30 de enero de 2018
LA LEISHMANIASIS EN NUEVA GUINEA
En el trayecto conversaba con la doctora de Médicos del
Mundo, Viñet Roses, sobre las dificultades que enfrentaban para controlar el
brote de “lepra de montaña”. Meses antes no me hubiera embarcado en esa
pesadilla, pero testimonios desesperados de los campesinos, hombres, mujeres y
niños, provocaron la reacción de diferentes iglesias denunciando y planteando
la urgente necesidad de que el gobierno local y el Ministerio de Salud actuaran
para aliviar el sufrimiento de las familias asentadas en las profundidades de
la montaña. Luego de participar en una reunión con ellos, surgió el proyecto de
emergencia “control de brote de Leishmaniasis” que planeaba lograrlo en seis meses.
Al llegar a Puerto Príncipe nos dirigimos al antiguo puesto
de salud, custodiado a su alrededor por troncos de madera caídos y conversamos
con el joven médico en servicio social. “Viven lejos, hasta diez horas de viaje
en lomo de bestia”, dijo preocupado. La consecución de la meta trazada no
avanzaba, el tiempo establecido caducaba. En eso estábamos cuando comenzaron a
aparecer las primeras familias para recibir la inyección de glucantime que el
proyecto facilitaba, importándola desde Francia.
Uno a uno entraban los pacientes a la casita de madera; me
acerqué a una señora mayor que esperaba su turno sentada en uno de los troncos.
“¿Cuántas ronchas tiene?”, pregunté. “¡Ay, hijo!”, respondió, “¡ya perdí la
cuenta!, ¿quiere verlas?”. Se arremangó la camisa y dijo “¿cuéntelas?” Cinco
ulceras cutáneas rosáceas entre la mano, el antebrazo y el brazo izquierdo,
tres en el derecho y dos en el rostro. Se volteó y mostró la espalda: una, dos,
cinco, ocho ronchas como cráteres. “También tengo en el vientre”, dijo. Cuatro
más. “Arriba no le muestro, mucho menos más abajo, pero cuente la de las
piernas”, expresó levantando la falda sobre sus rodillas. A medida que las
contaba imaginé mi piel con llagas en erupción, devorándome, sufriendo sin
poder acomodarme en la cama, mientras su mirada palidecía tras cada número que
anunciaba. Cuarenta ronchas en total. “No, no me tome fotos”, expresó y entró a
recibir la dolorosa inyección intramuscular de las veinte que le hacían falta
para completar el tratamiento.
Líderes comunitarios y promotores de salud habían realizado
el diagnóstico de personas afectadas en más de sesenta comunidades ubicadas al
sureste de Nueva Guinea, pertenecientes a Bluefields y Rio San Juan. El
proyecto garantizaba el glucantime, capacitación, complemento de viáticos al
personal del MINSA que entraba en brigadas a las comunidades a tomar muestras
de los afectados mediante frotis en las lesiones para ser remitidas al Centro
Nacional de Dermatología, ubicado en Managua, y confirmar la enfermedad en el
laboratorio. Los resultados, en su mayoría, eran “falsos positivos” por el
tiempo promedio existente entre la toma de la muestra en la montaña y la
llegada al laboratorio que oscilaba entre quince y treinta días. “Mírenlas, es
lepra de montaña”, decían los afectados cuando el resultado era negativo.
Decepcionados regresaban a sus comunidades, tratándose con hierbas, kerosene y
hasta ácido de batería.
Las reuniones de coordinación con el MINSA se volvieron
infructuosas y pesadas por el rígido protocolo establecido para el diagnóstico
y tratamiento de la enfermedad. Estábamos empantanados y la gente presionaba.
Con la Asociación de Promotores de Salud y Parteras de Nueva Guinea
(APROSAPANG) discutíamos, analizábamos la problemática y surgió una nueva propuesta:
era preciso dotar a las brigadas de salud con los equipos de laboratorio
necesarios y una planta eléctrica para que, con el apoyo de los promotores de
salud y líderes comunitarios, diagnosticaran la enfermedad. De igual manera,
capacitar a los promotores de salud en la aplicación del tratamiento.
Inicialmente, las autoridades de salud se mostraron reacias, acostumbradas a la
detección pasiva de afectados en un esquema cerrado: el paciente acude al
centro de salud, le toman la muestra, diagnostican y debe regresar a ser
tratado si resulta positivo con una inyección diaria en un periodo de veinte a
treinta días. En la montaña todo es diferente; debíamos actuar con rapidez y de
manera coordinada.
Convencidos de que era la única manera de controlar el
brote, finalmente el MINSA aprobó la propuesta. Comenzaron a llegar a la
oficina del proyecto cajas llenas con miles de ampolletas de glucantime vacías.
De los más de dos mil casos identificados por los propios campesinos, mil
ochocientos resultaron positivos y, de ellos, más del noventa por ciento se
curaron, un año después de contarle las ronchas a la señora. En APROSAPANG
todavía guardan con orgullo las ampolletas vacías.
jueves, 25 de enero de 2018
CHOCOLATES CON AMOR
Estoy sentado en
una banca de madera en el parque de la Zona 5 de Nueva Guinea. Es un día de
feria, fresco. De frente hay un monumento sin placa: la figura de una mujer que
carga en sus brazos a un niño, ocupa el centro de la pequeña plazoleta. En los
alrededores corren niños y niñas, entre ellos mi nieto, Ronald Tadashi. Más
allá, a mi izquierda, un pequeño edificio con cinco tramos sin paredes poco a
poco recibe personas que se van aglomerando. En el centro del parque hay un
galerón colorido, recién construido; desde allí suena la música que ameniza la
actividad.
"Vamos a
los chocolates", una niña le dice a un niño y corren detrás de otros
chavalos. Quince años atrás este mismo parque era sombrío: con pocas bancas,
pocos árboles, un andén incompleto, la grama descuidada, montosa, mucha basura
y poca seguridad. Pienso en los chocolates y camino hacia allí.
En uno de los
tramos hay una mesa cubierta por un mantel blanco donde se exhiben chocolates
en cajas de color rojo y café, otros en bolsitas de plástico. Los hay también
en forma de corazones, redondos y similares a una concha de mar. Me apetece
degustarlos.
Pregunto por los
sabores y una chavala se acerca. Dice que hay de varios: chocolate con café,
chocolate amargo, chocolate con pasas, chocolate con maní; muestra cada uno de
ellos. Todos son bombones de chocolate. Noto sus camanances, dos lunares en sus
mejillas y el cabello peinado en una hermosa trenza que cae sobre su hombro
izquierdo.
"Nosotros
los hacemos", dice un muchacho que se arrima a la chavala. Ella se muestra
entusiasmada y sigue sonriendo. Noto que sus ojos color café brillan un poco
más. Él toma una bolsita y ella una cajita roja que tiene una etiqueta con el
nombre: "Chocolates Nicarao".
Debido a que es
la hora del café de la tarde, pido chocolate con café. Me gusta y les digo que
me cuenten cómo es que se les ha ocurrido la idea para emprender el negocio de
los chocolates.
Ella se llama
Heymili Dávila y él Bryan Torrez. Se conocieron cuando cursaban el cuarto año
de Secundaria. Durante el año 2015, en quinto año y como parte de la clase de
orientación técnica y vocacional, presentaron un proyecto con el nombre
"Chocolates GARBIJ". El objetivo consistía en hacer uso de un recurso
local producido por los campesinos (el cacao), darle valor agregado y promover
el consumo de chocolate. Obtuvieron el primer lugar en un concurso a nivel
local y se dieron cuenta que una organización llamada "Red Local"
estaba seleccionado proyectos de jóvenes emprendedores para apoyarlos. Llenaron
los formatos que les pedían y en Managua participaron en un concurso donde
obtuvieron el segundo lugar de nueve proyectos seleccionados.
A partir de ese
momento comenzaron a ser apoyados para obtener su registro de marca y permisos
sanitarios. Elaboran un plan de negocios; optan por llamarle a sus productos
Chocolate Nicarao. La Red Local les dio una donación monetaria con la que
adquirieron dos molinos, moldes de policarbonato, una cocina para tostar y
materia prima (cacao, azúcar y vainilla).
Actualmente han
constituido su propia empresa con el nombre AMERICACAO, S.C.; cada uno posee el
50% de las acciones y, como tal, tienen los permisos legales para funcionar.
Pregunto cómo es que han logrado darle el sabor a sus productos, ella dice que
mediante prueba y error, que no quieren copiar recetas, que buscan siempre el
toque propio, original.
"Ustedes
están enamorados", les digo y se cruzan una mirada de cómplices, como
contestando con ella sin hablar; se les nota la felicidad en el rostro. Amor
con chocolate o chocolate con amor, no importa cómo es ese amor. Y cómo no van
a estarlo, me digo, si el chocolate contiene feniletilamina, una sustancia que
mima la oxitocina, una hormona que se libera en grandes cantidades cuando
estamos enamorados. Además produce buen humor, genera sentimientos afectivos y
reduce las emociones depresivas. Pero ¡ojo!, no es cualquier chocolate el que
da esa dicha: el de color blanco no lo hace, así que consumí el chocolate
oscuro y natural como el que ellos ofrecen para alcanzar esa misma dicha que se
les nota.
Afuera, en la
plazoleta, están organizando una competencia de baile entre los niños y niñas
que han acudido a la feria.
"Y los
planes a futuro, ¿cuáles son?", pregunto.
Él dice que
requieren apoyo para adquirir una tostadora, una trilladora, una refinadora,
moldes, y asesoría en procesamiento y calidad del producto.
"Así que 50
y 50 por ciento, ¿cómo solucionan los problemas, las diferencias?", sigo
preguntando.
Ella dice que
siempre trata de ver el lado positivo de las cosas. Él está pendiente de lo que
ella dice. "Trato de que nos pongamos de acuerdo, siempre dialogamos hasta
lograrlo. Hemos tenido diferencias pero las hemos superado", agrega y
vuelven a cruzar esa mirada que les brilla.
Los espectadores
gritan: la competencia ha comenzado. Ronald Tadashi está bailando y hace unos
movimientos de cintura exóticos. Me despido de los enamorados y me dirijo a ver
el baile de mi nieto.
Ronald Hill A.
25/01/18
lunes, 22 de enero de 2018
HUMANOS DE NUEVA GUINEA
Desde hace
varios años comencé a tomar fotografías de diferentes personas de Nueva Guinea
en sus labores de trabajo. Luego, con el paso de los meses, les hacía una entrevista
para agregar pequeñas citas e historia sobre sus vidas al pie de las fotos que comparto
en las redes sociales con la etiqueta o hashtag #humanosdenuevaguinea.
Son personas sencillas,
de a pie y trabajadoras que se ganan la vida en diferentes actividades, desde
la mujer que recoge la basura que otros —los inhumanos— tiran en la calle, en
el parque, alrededor de los depósitos para ello; el campesino que traslada las
pichingas de leche desde la finca para que los niños y niñas la
disfruten directamente en un vaso o en sus bebidas y comidas preferidas; la mujer
que desde las cuatro de la mañana, con o sin lluvia, cubierta por la neblina que cubre la ciudad, enciende el fuego del
fogón a la orilla de la calle para comenzar a palmear la masa de maíz y
preparar las tortillas que vende para suplir a sus vecinos y el barrio; el
carnicero que se acuesta a las siete de la noche para despertar en la madrugada
y dirigirse al rastro donde inspecciona la labor del matarife, el estado de las
reses y posteriormente vende la carne que nutre al pueblo en su puesto de venta
ubicado en el mercado; el hombre que empuja su carretón y riega las calles con
su sudor al trasladar la carga que muchos necesitan en su domicilio y no tienen
los recursos necesarios para pagar la camioneta de acarreo; la mujer que desde antes
de amanecer acompaña a su marido en las labores de destace de cerdos, enciende el
fuego para hervir agua, hace el frito y vende la carne y los chicharrones; el
hombre que en su carreta jalada por una yunta de bueyes traslada la leña que
aún sigue siendo la principal fuente de combustible para preparar los alimentos
en la ciudad; la mujer que dedica largas horas de trabajo haciendo la masa y
garantizando los ingredientes necesarios para los nacatamales que vende los
fines de semana; el campesino que cabalga largas horas desde su finca hasta el
puerto de montaña con sus mulas cargadas de productos para que la ciudad no
perezca de alimentos; el anciano que frente al monumento de Nueva Guinea limpia
y deja relucientes las botas de vaqueros que calzan los campesinos cuando bajan
desde las colonias y comarcas a la ciudad vestidos como para una fiesta; la
mujer que despierta a las tres de la mañana, revuelve el maíz con trozos de
queso, carga su carretón, se dirige al molino del mercado y a las cuatro y
media está de regreso en la cocina de su casa preparando la masa con crema y
margarina para enrollar las rosquillas, hacer las viejitas y empanadas que han
dado fama a Nueva Guinea.
Todos, ellas y
ellos, son personas que se ganan el sustento de su familia con el trabajo
honrado y extenuante que muchas veces no se valora, volviéndolos invisibles en
las calles de una Nueva Guinea pujante
de negocios que cada vez más la caracterizan como una ciudad dependiente de la
actividad comercial.
Personas
humildes, sin títulos ostentados en paredes, pero son los que con su esfuerzo
mantienen viva la ciudad. Son los humanos de Nueva Guinea, con su propia
historia, sueños, problemas y esperanzas por lograr una vida mejor.
Desde este
espacio, Sueños del Caribe, comenzaré a escribir sobre los humanos de
Nueva Guinea para que sean reconocidos y visibles en una sociedad que se
comporta cada vez más inhumanamente.
Ronald
Hill A.
Lunes,
22 de enero de 2018
Nueva
Guinea
RACCSmiércoles, 17 de enero de 2018
LA HONRADEZ EN UNA LIBRERÍA DE NUEVA GUINEA
La fotocopia del carnet
de jubilado, extendido por el Instituto Nicaragüense de Seguro Social (INSS),
que me solicitaron en Oficina de Catastro Municipal, la obtuve gracias a una
amiga que labora en la alcaldía de Nueva Guinea. Caminaba en dirección a la Oficina
de Administración Tributaria en busca de una fotocopiadora.
—Y ese milagro que usted anda por aquí. Me alegra verlo.
Dijo al verme frente al edifico
de dos plantas. Después de varios meses de no encontrarnos la noté más delgada,
esbelta, reluciente y amena. Se lo dije y sonrió. Le expliqué las gestiones que
hacía. Sin pensarlo dijo que la acompañara y me condujo hacia una oficina donde
hizo una copia del carnet. Le di las gracias y regresé a la oficina de catastro.
En el trayecto pensaba en la cortesía, en el buen trato y en la educación que
debe prevalecer hacia los ciudadanos que hacemos gestiones en las instituciones
por parte de los funcionarios. Sí todos te atendieran de esa manera, la
situación sería diferente, me dije.
En catastro requerían mi carnet
de jubilado para proceder a efectuar los cálculos del valor del Impuesto de
Bienes Inmuebles correspondiente a mi vivienda y tener soporte para ello. Una
vez efectuados los cálculos me entregaron la notificación con una nota al pie
de página que indicaba “cobrar como pensionado”.
Con la nota en la notificación me
dirigí a la oficina de tributación. Me encontraba entusiasmado por la
exoneración de ley para los jubilados ya que todos los años, desde que construí
la vivienda, he pagado puntualmente dicho impuesto, sin recibir cobros por
multas.
—Tiene que darnos una copia de la constancia de jubilado.
Dijo el responsable de
recaudación y amablemente me llevó a una ventanilla que en un papel pegado al
vidrio indicaba que se atendía únicamente a discapacitados, mujeres embarazadas
y personas de la tercera edad. Sentadas
en sillas de plástico pegadas a la pared del recinto, varias personas, unas
veinte entre hombres y mujeres, esperaban su turno para ser atendidos en base a
un número grabado en un papelito que como un tesoro sostenían en sus manos con
otros documentos. En la pared, una pantalla de unas 50 pulgadas, pasaba
imágenes sin sonido de las diferentes obras realizadas y esquemas sobre qué son
los impuestos y para que se utilizan, una sesión de capacitación mientras se
espera el turno para pagar los impuestos.
Dio instrucciones a una muchacha
para que procediera conforme a ley. “Solamente va a pagar 20 córdobas, ese es
el valor del formato”, dijo. “Está será siempre su ventanilla”, agregó al
estrecharme la mano y retirarse.
—Por favor deme la copia de la constancia del INSS.
Dijo la muchacha y me di cuenta
que no tenía copia. Aquí siempre he sacado copias, le dije y contestó que ya no
existe ese servicio. Tiene que ir a una de las librerías que están allá afuera,
señaló con su mano en dirección hacia la calle. Se dio cuenta que no fue de mi
agrado, reconoció la expresión del rostro. No se preocupe, voy a ir llenado el
formato para no atrasarlo, agregó sonriendo.
Salí de la oficina en dirección a
la librería que está ubicada de la alcaldía una cuadra al norte, en el edificio
de la UNAG. Al entrar sentí el calor del sol de la tarde brillando en los
estantes de vidrio que muestran diferentes útiles escolares y artículos de
oficina. Di las buenas tardes y le solicité a la chavala que atiende que
hiciera dos copias de la constancia. Una impresora emitía un zumbido apresurado
al lado de dos computadoras laboriosas. Noté en el la pared del fondo reglas de
diversas dimensiones colgadas, cartulinas de colores y pistolas que se usan
para derretir silicón. En un rincón varios libros sobre leyes se mostraban en
un estante.
—Son seis córdobas.
Dijo la chavala. Saqué un billete
de diez córdobas de la billetera y pague las copias. Salí nuevamente hacia la
oficina de tributación y al llegar tuve que esperar porque atendían a otro
contribuyente.
—Listo, son veinte córdobas. Aquí
tiene su recibo y la declaración de bienes inmuebles.
Dijo la muchacha detrás de la
ventanilla.
Me levanté de la silla para sacar
la billetera del bolsillo. No la encontré. Busqué en los alrededores pensando
que se había caído de la bolsa y no estaba. Demonios, pensé, se me cayó en la
calle, la dejé en la librería, y salí de prisa a buscarla.
Corrí hasta la librería y pensaba
en qué debía hacer en caso de no encontrarla. No andaba mucho dinero, unos
doscientos córdobas, sesenta dólares, tarjetas de crédito y de débito, la
cedula de identidad, el carnet de pensionado y el de portación de arma. ¿Qué
debía hacer?, ir a reportar la pérdida de esos documentos a cada una de las
instancias que los emitieron a mi nombre me llevaría varios días en gestiones.
—Aquí está su billetera, la dejó
encima del mostrador.
Dijo la chavala que me atendió al
sacar las fotocopias y me la entregó. Abrí la billetera y la revisé. Todo su
contenido estaba en ella. Le di las gracias y regresé a la oficina de
tributación.
Al verme la muchacha de
tributación que me esperaba para que cancelara los veinte córdobas me preguntó
si había encontrado la billetera. Si, le dije, la chavala de la librería la
tenía guardada. Le entregué los veinte córdobas y me dio los documentos.
—Hoy es su día de suerte.
Agregó y salí de la oficina.
Pensaba en la suerte que había tenido y me encaminé hacia la librería. Le volví
a dar las gracias a la chavala. Se llama Leydi Ortega Mendoza y no dejaba que
le tomara una fotografía. Le dije que era para escribir sobre la honradez que
todavía existe en Nueva Guinea y al fin accedió a que lo hiciera.
La honradez es una cualidad que
deriva del sentido del honor y que se funda en el respeto a sí mismo y a
los demás. Lleva a las personas a actuar con rectitud, a no robar, ni engañar y
a cumplir sus compromisos. Por ello las personas honradas son dignas de
respeto, confianza y credibilidad. Educar a los hijos o alumnos en la
honradez implica el desarrollo de una conciencia que les conduzca a
apreciar y elegir todo aquello que representa la verdad, la integridad y
el respeto por los demás. Quien es honrado se muestra como una persona recta
y justa, que se guía por aquello considerado como correcto y adecuado a nivel
social.
Por ello Cicerón (106 AC – 43
AC), escritor, orador y político romano, dijo que “la honradez es siempre digna
de elogio, aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho”.
16 de Enero de 2018
Nueva Guinea, RACCS