Cuando la vi en la distancia, desde el
taller de Julio Villachica, pensé que era un chavalo. Llevaba puesta una
camisa, pantalón azulón, botas de hule y una gorra. Su figura finita,
delgadita, como las astillas que desprende de los troncos al dejar caer el
hacha, ¡tac!, ¡tac!, con todas sus fuerzas, las musculares y las que se le
desgarran del corazón, cambió cuando me acerque a hablarle.
“Hola, cómo se llama”, pregunté.
Se detuvo, posó sus manos sobre el mango
del hacha, un ligero descanso, aire para sus cansados pulmones y respondió con
una voz fuerte, ronca y profunda como la labor que realiza: ¡Jacoba!
Es leñadora, así se gana la vida, rajando
troncos con un hacha. La tarea que saca al día son cuatrocientas rajas, desde
las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde sin importarle la lluvia ni
el sol. La paga que recibe son cien córdobas, “para el arroz y los frijoles”,
dijo con orgullo sin parpadear, “pero cuando son troncos de guayaba o de acacia
amarilla, como estos, me va mal, sólo saco media tarea”, expresó con cierto
desconsuelo y siguió en su labor.
“Es Jacoba, la leñadora”, dijo Julio
cuando se lo comenté. “Se la gana a cualquiera de esos que se las dan de
huevones, que no les gusta trabajar y que viven de sus padres o de aquellos que
prefieren andar de sapos y viviendo como parásitos de los partidos políticos”,
agregó.
8/2/18