El hombre pidió pasada con un
gesto de tristeza en su rostro, deslizó suavemente su cuerpo corpulento y ocupó
el asiento pegado a la ventana. Eran las ocho de la mañana con diez minutos. Me
encontraba sentado en el asiento del pasillo por orientación del conductor, a
la espera de los pasajeros que aprovechaban la parada de quince minutos para ir
al baño y desayunar en el comedor La Choza de Nueva Guinea. El ayudante, un
hombre joven, moreno y con el pelo chirizo cubierto de gel, tomó mi maleta y la
colocó en el portaequipaje ubicado encima de los asientos. El estrecho pasillo
dividía el bus en dos secciones de veinte asientos a cada lado, y al fondo, en
la última fila de asientos, permanecía una pareja de enamorados.
Cinco minutos después, unos
quince pasajeros abordaron el bus expreso entre Bluefields y Managua, el
ayudante cerró la puerta corrediza, el conductor aceleró el motor para
continuar el viaje, y con la sacudida, sentí el roce del cuerpo del hombre que
se había sentado al lado.
“¿Usted es de Bluefields?”, pregunté.
“Sí”, respondió y volteó el rostro.
Fue un sí desganado, uno de esos
sí que se dicen para salir del paso y evadir la conversación con un desconocido
que se ha sentado al lado interrumpiendo la holgura de espacio, la privacidad
del viaje y los pensamientos.
“¿A qué hora salieron de Bluefields?”
Me observó con detenimiento y noté el color
moreno de su piel, las facciones finas de su rostro envejecido, sus ojos color
café claros, las paperas de su cuello y sus manos grandes y arrugadas que se
aferraban con firmeza a la cabecera del asiento de enfrente. “Antes de las seis de la mañana”, dijo.
“Siempre que viajo a Managua trato de tomar el bus de esa
hora”, comenté.
No hizo comentarios. Reclinó su
cabeza en el asiento y miró hacia la ventanilla empañada por la lluvia desde la
que pasaban árboles, cercas de alambre, casas y vehículos intermitentes.
Traté de estirar las piernas pero
mi rodilla izquierda asimiló la estrechez del espacio existente con el asiento
delantero. Miré hacia atrás y noté a los pasajeros ocupándose de sus cosas,
unos con el teléfono móvil en las manos mensajeando, otros escuchando música
con los auriculares puestos y la mayoría tratando se dormir. Tomé mi tableta de
la mochila para leer, entonces me di cuenta del sonido estridente de la música,
ranchera y de banda, que el ayudante del bus seleccionaba de una memoria
externa conectada a un pequeño equipo de sonido colgado del techo detrás del
asiento del conductor.
Rechinaron los frenos, crujió la
carrocería sobre un reductor de velocidad y por unos segundos el bus se detuvo.
La puerta se abrió dándole paso a un vendedor que ofrecía bolsitas de maní
tostado cubiertos de azúcar. El vendedor me ofreció un semilla para probarlo
pero le dije que no, muchas gracias, mientras la gran mano del hombre de al
lado se extendía para tomarlo, llevárselo a la boca de prisa y pedir una bolsa.
Bueno, a los bluefileños les encanta el maní, pensé al verlo masticar y
degustarlo como un niño a punto de tener un empacho. Al regresar del fondo de
bus, el vendedor depositó una bolsa en el tablero del bus, frente al conductor
y el ayudante. Un tributo por la entrada a vender, pensé y unos minutos después
se bajó del bus.
Traté de concentrarme en la
lectura pero fue imposible, recliné la cabeza, cerré los ojos para tratar de
dormir pero tampoco pude hacerlo. El teléfono móvil fue mi distracción hasta la
parada de Juigalpa donde se detuvo el bus por quince minutos. Allí fui al
servicio, pedí una gaseosa y un pico de piña. El hombre del asiento de al lado pidió
cigarrillos pero le dijeron que no vendían. Fuera del local, los caracoles
negros, lo vi tomarse una gaseosa acompañada de pan dulce y me pareció mucho
más alto, casi llegando a los seis pies pero un poco encorvado. La edad no
perdona, pensé y entró de primero al bus.
Luego del arrancón levantó su
mano derecha para llamar la atención del ayudante y al tenerla le dijo:
“Recuerde que me voy a bajar en el aeropuerto”.
“¿Va a tomar un avión?”.
“Si”.
¿Hacia los Estados Unidos?
“A Miami, pero primero a Fort
Lauderdale, allí me esperan”.
“¿Allá tiene familia?”
“Sí, mis hijos”.
“¿Y en Bluefields?”
“Solamente un hijo”.
“¿Va de vacaciones?”
“No, no. Vivo en Miami desde hace
42 años”.
“Wow, desde hace mucho tiempo”,
dije. No respondió pero noté que en su rostro una sonrisa esquiva. ¿Qué le parece Bluefields, el
Bluefields de estos tiempos?
Se quedó pensativo, parpadeando
uno segundos como tratando de ubicarse en un sitio oscuro. Respiró
profundamente, estrechó sus manos y regresó la mirada. “Bluefields es otra
ciudad con mucha gente de afuera que busca sobrevivir de cualquier manera y eso
provoca delincuencia, violencia y crimen. La gente tiene miedo y vive encerrada
en sus casas como en una jaula, con las ventanas cubiertas de hierro esperando
un milagro para salvarse”.
“Yo soy de El Bluff, pero desde
hace 23 años vivo en Nueva Guinea”, dije.
“¡De El Bluff!”, dijo.
“Sí de El Bluff”, respondí y dije
mi nombre.
Me quedó viendo con detenimiento,
escudriñándome con desconfianza.
“Yo trabajé en el muelle de El
Bluff como estibador cuando era joven”, dijo con satisfacción en el rostro.
“Yo recuerdo, cuando estaba
chavalo, quizás de unos diez años, que casi enfrente de la agencia aduanera de
don Octavio Bustamante, los estibadores que trabajaban en el muelle instalaban
su cocina en una casa vieja de madera. Al pasar por allí el ambiente se llenaba
del aroma de las comidas que preparaban los cuques, aroma de la comida creole”,
dije.
“¡Oh, sí!, dijo. Eran verdaderos
cocineros, nos trataban bien, hasta nos preparaban el pan porque un hombre que
trabaja hasta tarde en la noche, cargando un barco mientras dos o tres estaban
anclados en la bahía esperando su turno para ser descargados, debe de comer su
comida caliente”, dijo y noté su entusiasmo en la conversación.
Fue inevitable mencionarle a
Felipe Álvarez, quien trabajó muchísimos años, casi toda su vida, como jefe de
la bodega de la aduana. “Es mi abuelo materno, ¿lo
recuerda?”
“Claro que sí, lo conocí muy
bien. Estaba pendiente de nuestro trabajo dentro de la bodega y junto a los
agentes aduaneros nos indicaban donde acomodar la mercadería que descargábamos.
Tocaba una campana que indicaba la hora de entrada y de salida a los
trabajadores”, dijo.
Uno de los pasajeros de enfrente
abrió la ventanilla y el aire fresco se esparció entre nosotros. El bus volvió
a frenar, se detuvo y se abrió la puerta. Una mujer subió mostrando una gran
sonrisa y hablaba con el ayudante y el conductor como viejos amigos. Cargaba
una pana de plástico y una cubeta. Comenzó a caminar por el pasillo ofreciendo
rosquillas, bollo dulce y otras cosas de horno. Ni él ni yo le compramos.
Busqué en el teléfono una foto
del muelle de El Bluff. Es una foto tomada en los años 40, en blanco y negro, y
se la mostré. Miré, le dije acercándole el teléfono,
un barco a vapor, se ven los estibadores en su labor, el edificio de la aduana
cuando aún no tenía un segundo piso, una lancha o “pos pos” que viaja a
Bluefields, la isla del Venado, Half Way Cay y al fondo el cerro Aberdeen.
“Es el mismo muelle”, respondió.
“Entonces usted conoció a mi tío
Felipe, el cajero de la aduana”, dije.
“Sí, claro que sí y también a
Jorge y a Pablo”, dijo.
“Ellos eran mis tíos”, dije.
“A tu mamá la conocí cuando era jovencita
y luego se casó con tu papá, Mr. Hill”.
“¿También conoció a mi papá?”
“Sí, fui marino en uno de sus
barcos camaroneros, en el Nilska Lorena, lo conocí muy bien, siempre estaba
hablando y dando bromas a la tripulación”.
“Ellos fallecieron, están
sepultados en Utila, una isla de Honduras, están juntos como siempre lo
estuvieron”, dije y sentí una pesadez en la garganta.
“El Bluff de esa época no volverá”,
dijo. “Pobre gente, tanta pobreza”.
“¿Usted conoció a Mr. Allen?
“Por supuesto, el watchman,
siempre estaba alrededor de nosotros cuando estábamos cargando o descargando. También
recuerdo a Bortey, a Pilito, a Chaguito Bermúdez, Juan Ramón Acosta y a otros
que por ahora olvido”.
“Si menciono a los que yo
recuerdo, estoy seguro que usted los conoció”, dije.
Se carcajeó, al fin, fue una risa
que estremeció todo su cuerpo y luego hubo un momento de silencio entre ambos.
El ayudante se acercó para pedirme el pago del transporte. Noté que pasábamos San
Benito. El hombre volvió a recordarle al ayudante que se bajaba en el aeropuerto.
“¿A qué hora sale su avión?”
“Por la noche, a las nueve de la
noche”, dijo.
“Va a pasar bastante tiempo en
espera del vuelo”.
“Si, pero tiempo tengo
suficiente, no tengo ninguna prisa”, respondió.
“Discúlpeme, ¿cuál es su nombre?”,
pregunté.
“Mr. McElroy”, dijo sin mencionar
su nombre.
El bus se detuvo frente a la primera
entrada del aeropuerto, salí al pasillo para darle pasada. Le di mis deseos de
un buen viaje y, al bajar las gradas del bus, se giró para decirme adiós con
las manos mostrando una sonrisa en su rostro.
Lo vi alejarse desde la ventana.
Cruzó la calle y se adentró en el predio del aeropuerto con sus pasos cortos y
pesados, cargando una pequeña maleta. Luego lo perdí de vista. A mi lado
quedaba el espacio vacío de este hombre que vivió una de las mejores épocas de
Bluefields y El Bluff, un testigo de la grandeza de esos años. Que buen viaje
he tenido, pensé al bajarme en la parada de buses de Atlántico. Ni cuenta me di
del tiempo transcurrido, pensé al ver la hora.
Domingo, 4 de agosto de 2019.