Alejandro Arroyo Granizo esperaba
al Guerri de cuclillas frente a la casa de Luis Uzcudun. Su espalda descansaba
en el cerco de malla y, colocados sobre el andén, la cuerda de nylon enrollada
en un pedazo de palo, un tarro con chacalines, un saquito con sus aperos de
pesca y una bolsita con panes dulces que había comprado en la ventecita de la
Machú y que, desde su posición, miraba de frente.
Allí, Martín, hijo de José Sanles
y nieto de la Machú, salía al corredor para correr con panadas de agua a los
perros que se aglomeraban frente a la ventana, atraídos por el olor de la carne
que colgaba de unos ganchos de hierro y escuchaba los gritos: ¡Elena, Elena,
este chavalo no hace caso! Se reía al ver las travesuras del mimado de los Sanles
y el corre corre de la Machú detrás del nieto. Escuchó un grito a sus espaldas,
¡joder, joder!, el tirón de la puerta del cerco y vio al renco Luis Uzcudun,
así le decían al vasco malhumorado, dar un paso raro, cuasi falso, para tomar
el andén. ¡Me cago en la ostia!, ¡busca otro lugar para tus fechorías, anda,
anda, vete, vete a la puta madre!, le gritó Uzcudun. Se levantó con el ceño fruncido,
se acomodó la gorra, tomó sus cosas y caminó hacia la esquina de Miss Lilian
maldiciendo al renco.
Al pasar por la pulpería de Toño Real y doña Carmelita se
encontró con Kalilita que salía con una bolsa de compras. ¿Con quién vas?,
preguntó Kalilita. Con el Guerri pero ya se retardó, le dijo mostrando el tarro
con la carnada. Si querés yo me apunto, voy a dejar esto y llego, dijo Kalilita
y caminó apurado hacia su casa mientras se detuvo en la esquina de Miss Lilian.
¿Qué le habrá pasado al Guerri?,
se dijo observando hacia todos lados. Desde allí dominaba el trayecto del andén
hasta la entrada al segundo piso de la aduana y las gradas del parque de la
loma de El Bluff. Abajo, a su derecha, dos guardacostas, el siete y el cinco,
estaban atracados en el extremo este del muelle de la aduana donde los guardias
tenían su cuartel y con el tiempo pasó a llamarse el muelle de los guardacostas.
Más allá, sobre el techo de zinc pintado de rojo y los mástiles de los barcos,
navegaban varios pesqueros por el canal en dirección a Pescanica en Schooney
Cay. A su espalda sentía el viento marino que le llegaba desde el Tortuguero,
escuchaba la música que desprendía la roconola de la cantina de Miss Lilian y
el ajetreo de varias parejas que bailaban al ritmo del chachachá haciendo
temblar el puente casi colgante de madera que unía la casa con el andén. Bajo
el tambo, Míster Herrera, el marido de Miss Lilian, preparaba con paciencia su bote
de canaletes y la vela para zarpar hacia la isla de Miss Lilian. Lo festivo de
la cantina le dibujó en el rostro una sonrisa de malpensado y le creció aún más
cuando vio al Guerri doblar por la cantina de Miss Pet cargando un saquito de
bramante en dirección hacia él.
¿Estamos listos?, preguntó despreocupado
el Guerri, tratando de identificar a los que bailaban en la cantina.
Desde hace rato te estoy
esperando. Kalilita nos va a acompañar, respondió y siguió al Guerri que se adelantó
en el descenso.
La bajada hacia el muelle de los
pescadores era de tierra roja, se mantenía chirre todo el tiempo por la lluvia
y la pendiente, con peldaños hechos por el uso y avanzaban con cuidado de no resbalar
bajo un sol de Octubre que calentaba sobre los árboles de Almendra sembrados
por doña Juana Angulo frente a su casa. A su derecha vio a la Melá que reparaba
una tarraya en las gradas de su casa, un anexo por encima del tambo de la casa
de Miss Lilian.
Están picando bastante, en la
mañana estuve pescando, le comentó la Melá y notó que el Guerri se perdía a su
derecha al doblar la casona del muelle.
Toda su vida había visto esa
casona y, como chavalo metido en las pláticas de sus amigos mayores, entre
ellos Pinolillo, Chico Brenes, Zamba Larga y el Macho Silvio, escuchó que fue
construida por el entusiasmo de unos extranjeros en conjunto con locales para
echar a funcionar la primer factoría se mariscos de El Bluff, pero con la
llegada de la empresa Casa Cruz en los años 50 el proyecto no prosperó. Por esa
razón, aunque nunca se construyó el muelle ni funcionó la empresa, en el puerto
todos le llamaban el muelle de los pescadores. Los cimientos de la casona
fueron ocupados por diferentes familias que con el tiempo terminaron de
construirla poco a poco, cada quien agregando puertas, ventanas, biombos como
divisiones internas y parte del techo para hacerla habitable.
Giró por el pasillo del frente de
la casona, vio al Guerri de pie en el centro, justo en el borde del murito, un gran corredor de concreto sin techo, donde el oleaje provocado por el viento
proveniente de la playa del Tortuguero lo salpicaba.
Pásame la carnada, dijo el Guerri
mientras sacaba del saquito su cuerda de nylon, anzuelos de diferentes tamaños
y varias barritas de plomo.
Le entregó el tarro, desenrolló
una parte de su cuerda, escogió una barrita de plomo y la amarró del extremo de
la cuerda y, unas tres cuartas hacia arriba, colocó el anzuelo, un anzuelo
mediano propio para atrapar la variedad de peces que predominaban en ese sector
de El Bluff: bagres, palometas, roncadores y róbalos.
Escuchó el sonido de la cuerda
—jui, jui, jui— que El Guerri hacía girar y girar con la mano derecha por encima
de la cabeza para tomar mayor fuerza de impulso y tirarla lo más lejos posible
del borde del muelle. Buen lance, se dijo desde el extremo del muelle más cercano
al sector de los guardacostas. Hizo su lance y apareció Kalilita cargando un carrete
de cuerda negra de nylon, de las que se usaba para hacer redes.
¿Está picando?, preguntó Kalilita
y se acomodó en el extremo derecho del muelle.
Es el primer lance que hacemos,
respondió El Guerri.
Ustedes son salados, dijo
Kalilita al mismo tiempo que tiraba su cuerda.
Sonrió. De reojo los miraba en el
borde de la línea del muelle, distantes lo suficiente para que sus cuerdas no
se enredaran ni ocurrieran accidentes como los que se daban entre inexpertos,
golpes en el cuerpo con el plomo o, peor aún, anzuelos ensartados en los brazos
y espaldas. Son prevenidos y duchos a la pesca, pensó al recordar sus andanzas
con ellos, desde arponear róbalos iluminados por la luz de las lámparas en las
noches de verano bajo el muelle de tablones de la Texaco, cucharear Jacks en una
panga de aluminio impulsada por un motor fuera de borda de 9 caballos de fuerza
en la barra del puerto y tarrayar con el agua hasta la cintura en la ensenada
durante la temporada de chacalines.
El Guerri dio un grito, ¡lo
tengo, lo tengo!, que lo sacó de sus pensamientos. Miró la cuerda tensa que se
movía en zigzag sobre las olas y la fuerza que hacía con sus brazos al jalarla.
¡Dale cuerda, dale cuerda!, gritó
Kalilita.
No hizo caso, jaló y jaló con
todas sus fuerza hasta que la cuerda quedó volando al viento, al garete en el
oleaje.
¡Se me fue!, gritó El Guerri.
¡Por caballo!, respondió
Kalilita.
¡Por querer ser el primero!, le
gritó al Guerri. Jaló la cuerda, la enrolló y revisó la carnada mientras el
Guerri volvía a colocar pesa y anzuelo a su cuerda.
¡Están salados, ya les dije,
están salados!, comentó Kalilita riendo a carcajadas y enrollando la cuerda negra
en el carrete para revisar la carnada y volver a lanzarla cerca de la rueda de
un barco de vapor que junto a un mástil oxidado yacían en el fondo de la bahía desde
antaño pero se dejaban ver con la marea baja o por el reviente de las olas.
¡Cálmate, deja de joder!, ripostó
El Guerri con sus ojos gatos furiosos.
Después de hacer su segundo lance
los notó calmados, cada quien en lo suyo, guardando silencio a la espera de que
picaran los peces. A su izquierda podía observar a los guardias en sus
quehaceres: lavando la cubierta de los guardacostas, dándole brillo a los
cañones y ametralladoras por el desuso y limpiando el casco de madera para
luego volver a pintarlos de un color plomizo. Desde la cocina de la covacha,
contiguo a los barcos, escuchaba voces de la tropa que siempre estaba
encuartelada limpiando su armamento, haciendo arme y desarme de los fusiles
Garand, lustrando sus botas, jugando naipes y dominó, colgados en hamacas o
simplemente escuchando radio Atlántico desde la comodidad de sus catres de dos
niveles. Desde arriba le llegaban las carcajadas de los danzantes y el traqueteo
del piso de madera de la cantina de Miss Lilian y su puente colgante.
En silencio aseguró la cuerda
bajo una piedra, bajó del muelle y
caminó hacia la orilla de la bahía; recogió un trozo de tronco de madera de
balsa de unas tres cuartas y regresó a su sitio. Tomó una navaja del saquito y
comenzó a moldearla con los cortes. Siempre que necesitaba sosegarse hacia lo
mismo, cortar la balsa y descubrir, poco a poco, hasta dónde lo llevaban esos
cortes guiados por la imaginación, pero atento siempre a la cuerda que sostenía
con un lazo en su mano izquierda.
¡Ahora sí, este no se me va!,
gritó El Guerri, tirando de la cuerda con velocidad. Mostró con orgullo un
hermoso roncador, haciéndole mofas a Kalilita.
Volvió a sonreír cortando la madera,
imaginando un velero por la redondez alargada que iba tomando corte tras corte,
viruta a viruta: la proa, la popa, la caseta con ventanas a los lados, un
mástil, vela mayor, la orza, el timón, la caña de timón, popa, proa, hasta
verlo pintado, reluciente, navegándolo en las islas del Caribe, menores y
mayores, en un ir y venir interminable. Sintió el alivio de la tarde en su
cuerpo y observó el brillo del sol sobre la playa de El Tortuguero y su
vegetación, compuesta de mangle rojo, arbustos de icacos y uvas de mar. Arriba,
en el cielo y aproximándose al muelle, vio el revoloteo de gaviotas y
tijeretas.
¡Pica con fuerza!, ¡es grande!,
escuchó gritar a Kalilita que hizo dos tirones para ensartar el anzuelo y la
cuerda quedó tensa, sin movimientos bajo el agua y sin ganar un centímetro en
sus manos.
¡Está pegada!, ¡te fijas, sos caballo
por tirarla cerca de la chatarra!, gritó El Guerri.
¡Nada, nada, sentí el jalón!,
respondió Kalilita.
Su cuerda se tensó y dejó de prestarles
atención. Tiró a un lado el velero y esperó el siguiente jale con la paciencia
que los caracterizaba. El Guerri y Kalilita volvieron a verlo. La línea, la
pesa y el anzuelo que había escogido eran los ideales para pescar en el muelle
y poder capturar los peces que más picaban. Una mordida más y tiró de manera
continua, rápidamente, si resistencia, pero al tenerlo de frente, a unos seis
metros del muelle, vio la cuerda moverse en zigzag. Se ha tragado todo el
anzuelo, pensó y comenzó a jugarlo. Le dio cuerda, dos, cuatro, seis, ocho
metros y cobró de un jalón que hizo con las dos manos. Es grande se dijo al
sentir la resistencia. Recogió la cuerda con rapidez ganando todo lo que el
largo de sus brazos le permitía y, al tenerlo al pie del muelle, lo levantó con
toda su fuerza y lo tiró al piso. Tras los aletazos y colazos de desesperación
le quitó el anzuelo y lo calmó de un golpe en la cabeza.
Hermoso róbalo, dijo el Guerri.
Levantó la mirada con una gran
sonrisa en el rostro y, más allá del extremo donde se encontraba Kalilita, vio
pasar detrás de la casona a míster Herrera que se preparaba para izar vela en
su bote de canaletes. Le hizo señas a Kalilita para que lo notara.
¡Míster Herrera, míster Herrera!,
¡por favor despegue mi cuerda!, gritó varias veces Kalilita hasta que el marido
de Miss Lilian lo escuchó.
Herrera soltó la vela, la acomodó
a lo largo del bote y remó para aproximarse con sumo cuidado al punto donde la
rueda del barco de vapor y el mástil reposaban en el fondo de la bahía. Al
regresar o salir hacia la isla de Miss Lilian, esos fierros viejos eran sus puntos
referentes más importantes para navegar y, para evitarlos, izaba la vela al pasarlos
en su viaje de ida y la arriaba cuando se acercaba a ellos de retorno. La
corriente y el oleaje le complicaban la maniobra, acercándose despacio, remando
para adelantarse, ladeando el bote con el canalete hasta posicionarse
lateralmente a la cuerda de Kalilita. Tomó la cuerda, la sacudió con su mano
derecha varias veces para despegarla y repentinamente sintió un jalón que le
quemó la mano.
¡Dame cuerda, dame cuerda!, gritó
míster Herrera.
Kalilita desenrolló lo que más
pudo su carrete de cuerda de nylon negro hasta que se le terminó y míster
Herrera la aseguró del asiento del bote. Comenzó a jugar con el pez que aún no
identificaba dándole cuerda hasta que en un momento la jaló con todas sus
fuerzas. Desde el muelle vieron que la cuerda se puso tilinte chorreando agua a
lo largo, míster Herrera la soltó y el bote de canaletes comenzó a ser arrastrado
por el pez en dirección a la punta del muelle de los guardacostas.
¡Te fijás, te fijás!, ¡no estaba
pegada!, gritó Kalilita dando brincos de alegría.
¡Se lo lleva, va de viaje!,
respondió El Guerri.
Le indicó a los dos que guardarán
las cosas, cuerdas, carnada, sacos, y que siguieran el bote de canaletes de
míster Herrera. Kalilita iba adelante, después el Guerri y él atrás. Subieron las
gradas de tierra, salieron a la esquina de Miss Lilian velozmente, corrieron
hasta las gradas que daban acceso al cuartel de los guardias, llegaron al
muelle y desde allí vieron el bote de canaletes de míster Herrera que se
desplazaba velozmente a favor de la corriente en dirección a la barra. Corrieron
por todo el muelle de la aduana, dando gritos para que los estibadores se
dieran cuenta de que Herrera era arrastrado por un pez desconocido y que, por
favor, por favor, salgan a rescatarlo porque se lo lleva, se lo lleva a las
profundidades del mar.
En el sector del muelle llamado
el muelle de las pangas, los pangueros prestaron atención a los gritos de
desesperación. Entre el grupo vio a su amigo mayor llamado el Macho Silvio y
Kalilita le pidió que por lo que más quiera señor, don Macho, Machito, por la virgencita del
Carmen, salga a rescatar a míster Herrera porque lo arrastra un pescado
endemoniado, por favor don Macho, sálvelo.
Entre la isla de Miss Lilian y el
muelle de los barcos camaroneros de la Booth, el Macho Silvio y otros dos
dispuestos a cumplir los ruegos de Kalilita, alcanzaron con una panga el bote de
canaletes de míster Herrera y lo arrastraron hasta un pequeño muelle de la
ensenada del puerto. Ansioso estaba Kalilita al ver que se acercaban.
¡Algo traen!, dijo El Guerri.
Después de la panga, míster
Herrera, ahora dominando el bote, maniobró para atracar. Dentro del bote vieron
grandes trozos de pescado.
Era un Mero, un Mero gigante,
dijo el Macho Silvio.
¡Te fijás, te fijás!, gritó
Kalilita. ¡Yo lo agarré, yo lo agarré!
Debe pesar más de 500 libras, agregó
el Macho Silvio.
Kalilita y El Guerri sacaban los
trozos del mero entre la sanguaza que casi llenaba el bote de canaletes y él
los acomodaba en el pequeño muelle.
Mínimo, tenía más de cuatro
metros de largo, dijo Herrera con un machete filoso en sus manos y la ropa
ensangrentada. Me costó pero cuando se cansó lo sacamos, agregó.
Le dieron su parte del Mero y
zarpó hacia la isla de Miss Lilian al caer el sol en la isla del Venado. El
Macho Silvio con sus ayudantes tomaron su parte y dieron la vuelta con el motor
rugiendo hacia el muelle de las pangas.
¿Y ahora qué hacemos?, preguntó
El Guerri.
Nos dividimos en partes iguales,
buscamos en que llevarnos el Mero y regresamos por nuestras cosas, dijo
Alejandro Arroyo Granizo.
Los tres se miraron en silencio,
se carcajearon y chocaron las manos. En el trayecto por el andén la gente salía
de sus casas para curiosear qué era la carga que llevaban sobre los hombros, incrédulos
de que en el muelle de los pescadores atraparan semejante Mero.
27/9/19