El hombre se mecía
placenteramente en el swing que colgaba en el corredor. Tomaba su taza de café bien
cargado como todos los días después de retirarse y disfrutar de sus años
pasivos. Una brisa placentera le daba en el rostro y los árboles de mango lo
protegían del sol que se colaba entre el techo y el alero del corredor de la
casa de madera pintada de verde y amarillo.
Miraba de frente hacia las gradas
de la escalera que daba acceso al corredor, hacia la grama recién podada y, más
allá de la puerta del cerco, a la gente que circulaba por la calle. Desde allí,
el hombre gritó mi nombre y con sus
manos hizo señas para que me aproximara.
Lo vi tal como he dicho y entré a
su propiedad; un rótulo adherido en la pared de la casa prevenía con cierto
sentido de humor a los que se atrevían a traspasarla: “Tenga cuidado, el perro
muerde pero el dueño mata”. Abajo, en el piso del tambo, una mujer corpulenta lavaba ropa
y se escuchaba su esfuerzo materializado en las costillas de la batea que apoyaba
con su abdomen en una enorme tina. El hombre me ofreció una mecedora y me
acomodé placenteramente a escucharlo.
He estado pensando, dijo y se
quedó callado por unos segundos, en el esfuerzo que esa mujer hace para lavar
la ropa, agregó señalando con sus dedos hacia abajo. Alrededor de 1850, las labores de lavandería se
menospreciaban hasta tal punto que en las casas grandes se castigaba a los criados
con lavar la ropa. Era un trabajo agotador. En muchas casas se lavaba a la
semana entre seiscientas a setecientas prendas, toallas y sábanas.
En esa época no había detergente
y la ropa tenía que dejarse en remojo en agua jabonosa durante horas, después aporrearse
y fregarse con energía, hervirse durante una hora o más, aclararse
repetidamente, escurrirse a mano o con la ayuda de un rodillo y sacarse a
tender sobre un cerco de palo o varas entretejidas o extenderse sobre la grama
para secarla. Y uno de los delitos más comunes en el campo era el robo de la
ropa puesta a secar, por lo que siempre tenía que haber alguien vigilando la
ropa hasta que se secaba.
El día que se lavaba la ropa
tocaba levantarse a las tres de la mañana. En muchas casas que tenían una única
criada, se hacía necesario contratar a una lavandera externa para ese día. En
otras casas mandaban la ropa a lavarse afuera pero con miedo de que la ropa
regresara infestada con alguna terrible enfermedad y tenían mucha incertidumbre
debido a que no sabían con la ropa de quién la lavaban.
Ahora, continuó contando, son
pocos los que dan a lavar la ropa como nosotros porque en casi todas las casas
tienen una lavadora y una secadora de ropa. Pero conozco a una mujer de un
amigo que vive por aquí cerca que acumula y acumula grandes cantidades de ropa
en toda la casa. Lo descubrí una tarde que fui a visitarlo sin anunciarme y me
llevé una de las mayores sorpresas de mi vida.
Desde que puse mis pies en la
escalera de unos veinte peldaños inhalé un aroma entre húmedo y rancio, y a
medida que subía, una picazón cada vez más intensa afectaba mis fosas nasales a
tal grado que estornudé varias veces con el mayor disimulo posible. Al culminar,
vi a ambos lados del corredor ropa regada a mi izquierda y a mi derecha:
calcetines, pantalones cortos y camisas. Allí, frente a la puerta principal, dudé
en continuar avanzando, pero un rumor que provenía desde adentro me motivó a seguir.
Di varios golpes en la puerta
pero no tuve respuesta, así que la empujé y noté que la cerradura no estaba
puesta. Abrí y entré a la sala en silencio. Sobre el sofá, los sillones y la
mesita de sala había ropa tirada: sábanas y toallas, manteles, mosquiteros,
calzones, calzoncillos y otras prendas. Avancé en silencio. Los murmullos se
intensificaban, eran palabras de las que no identificaba claramente su
significado, pero entre las paredes, el piso y el cielo raso de madera machihembrada,
me sentí atraído con una fuerza indescriptible de curiosidad sin importarme
ahora el agridulce aroma contenido dentro de la casa.
Avance hacia un pasillo y entre
pasos seguí viendo ropa tirada sin distinguir las prendas porque desde una
habitación cercana una fuerza de atracción poderosa me mantenía atrapado. Escuché
voces intensas en discrepancia, enredadas, y vi sombras en movimiento que se proyectaban
desde adentro a través de la puerta. Volví a llamar a mi amigo pero nadie
respondía así que me asomé a la habitación.
En el centro, bajo una lámpara encendida,
mi amigo estaba acostado desnudo, boca arriba sobre un inmenso motete de ropa
sucia, y la mujer, montada sobre él, lo cabalgaba, agarraba las distintas
piezas que encontraba a su alrededor a manotazos, y sin detenerse, cada vez con
movimientos más intensos y ondulantes de cadera, le restregaba el pecho y la
cara con la ropa sucia mientras él la tomaba de la cintura, suspirando como si
se le cortara la respiración, balbuceando palabras ensalivadas, ¡enlódame!, ¡lléname!,
¡embadúrname!, ¡chorréame!, ¡babéame!, mientras ella a su vez decía con voz sublime
¡mi sugar daddy!, ¡chancho!, ¡chanchito!, ¡sapo!, ¡sapito!, ¡malito!, ¡asquerosito!,
elevándose, sin detenerse un segundo en su afán de restregarle la ropa a
manotazos, en un enredo e intensidad de voces peleadas, entusiasmadas cada una
a su antojo y ritmo hasta que rendidos y con sus corazones palpitantes se estiraron
abrazados y sudorosos entre la ropa sucia.
Tan impresionado estaba que así
los dejé. Volví por los mismos pasos en que entré a la casa en silencio, pero no vi
ropa sucia regada ni en el pasillo, ni en la sala ni en el corredor y, a medida
que bajaba cada una de las gradas de la casa de madera, el ambiente antes húmedo
y rancio desapareció con la luz del atardecer.
Varios días después me visitaron.
Fue un día de fin de año. Aquí, en este mismo lugar donde estamos, me
encontraba sentado. Cuando subieron las gradas los vi bien vestidos, inhale el
aroma de los perfumes festivos que llevaban impregnados en sus ropas y cuerpos
y me reí en mis adentros de la fuerza poderosa de las apariencias y el poder
que connota con ellas la ropa.
Ya terminó, agregó el hombre
señalando hacia abajo y vi salir a la mujer corpulenta y sonriente desde el
tambo de la casa hacia el patio, en dirección a la puerta del cerco.
Luego me despedí del hombre
acordando que lo seguiría visitando. Salí de su propiedad sin dejar de volver a
ver el letrero pegado en la pared de la casa y pensé en la primera impresión que
debe causar en un desconocido así como en ciertos aspectos de la ropa que pasan desapercibidos:
trabajo, dinero, apariencia y diversos usos que le damos, además de vestirnos.
Llegué
a mi casa. Recogí en una esquina toda la ropa sucia que iba encontrando en las canastas y formé
mi motete para tenerlo listo antes de que finalice el año.
30/12/2019