A la Selena la amenazaron de
muerte y tuve que trasladarla a vivir a mi casa. Vivía en la oficina donde
trabajaba y, con una cadena puesta en su collar de cuero, se mantenía en un
frondoso árbol de Acacia mangium que marcaba como poste el área del terreno.
Era alegre y juguetona. Siempre
que llegaba por las mañanas le daba bananos o cualquier otra fruta de
temporada. Era una mona grande, mona araña, y no sé o no me acuerdo por qué se
llamaba Selena. Creo que era su nombre desde mucho tiempo antes de que me la
regalaran.
Le encantaba que mis compañeros
de trabajo la llevaran a pasear por las calles de Nueva Guinea. A veces la
montaban en la parrilla de las motocicletas y se iba quietecita a vagar por la
calle central, el mercado, el parque y hasta en la pista de aterrizaje que en
ese entonces era funcional. Cada tres días por semana aterrizaba la avioneta
Cessna Grand Caravan de La Costeña. Era un espectáculo ver el aterrizaje, a
veces la nave tenía que dar varias vueltas por el cielo de la ciudad para que
los encargados en tierra, entre ellos José Tomás Bucardo y Carlos Vindel,
pudieran sacar a los chachos, caballos, bueyes y gente despistada que en esos
momentos se encontraban en la pista.
A veces el chofer de la camioneta
la subía a la tina, asegurada con la cadena al igual que en
las motos, y la Selena se acomodaba encima de la cabina con la cola enrollada
en la baranda protectora del vidrio trasero. Iba alegrísima, dando chillidos sin volver a ver a nadie en su paseo. A la Selena le encantaba
que la brisa fresca le acariciara la cara.
Después, el problema era bajarla
de la moto o de la camioneta porque se enojaba y armaba grandes berrinches como
un zipote malcriado. Hasta que se le ofrecía algo de comer se bajaba, comía de
todo, frutas, meneítos, pan y cualquier chivería de esas que le encantan a los
chavalos, y que se compraban en la pulpería de Salomón que quedaba al otro lado
de la calle, propiamente frente al árbol de Acacia.
Cuando se soltaba de la cadena,
con mucha frecuencia lo hacía, entraba en la oficina e iba directo a tomar las
sandalias o los zapatos de alguna de las compañeras que se los había quitado
para estar más cómoda en su escritorio o en la sala de reuniones. Los tomaba y
salía corriendo con su larga cola prensil hacia el árbol y la mujer detrás de
ella dando gritos. Y para que los regresara
tenía que recibir su premio.
Rápidamente se hizo amiga de los
chavalos y chavalas que pasaban por la calle en dirección al colegio. Desde mi
despacho escuchaba los gritos, las risas y el alboroto que hacían cuando jugaban
con la Selena en una sola algarabía.
Los chavalos le daban de comer de
todo, pero algunos le tiraban palos y piedras. Entonces la Selena se enojaba,
se ponía histérica dando unos chillidos escandalosos de arrechura. Los chavalos
la jochaban, ella se subía al árbol, le ofrecían comida y al bajar se la
retiraban, la engañaban. La Selena se encachimbaba, y con sus dos manos y su
larga cola, comenzó a quitarles la mochila que cargaban con sus útiles
escolares. Las abría, sacaba todos los cuadernos y lápices, los mordía, los
desbarataba y los tiraba en pedazos al suelo. Después dejaba caer la mochila
toda rota. Mientras hacía todo eso, los dueños de la mochilas gritaban como
enloquecidos y los otros se reían a grandes carcajadas.
Una mañana un hombre llegó
enojado diciendo que si esa mona seguía jodiendo a los zipotes, él la iba a
matar. Por eso la llevé a vivir a mi
casa.
Le construí una caseta sobre tres
alfajillas de cinco varas de largo enterradas en V. La caseta tenía piso de
madera y techo de zinc, forrada en tres lados, con una abertura frontal por la
que entraba a dormir.
Entre los árboles de Acacia tendí
un alambre acerado que inserté en una argolla de bronce. De esa argolla se
sujetaba la cadena que se prensaba en su collar de cuello. Así la Selena se
desplazaba libremente entre los árboles. Allí vivía tranquila y siempre la
sacaba a pasear, en moto o en camioneta, por el pueblo.
Un día Emilce me llamó por teléfono al trabajo,
su voz estaba alterada y nerviosa. “La Selena se soltó, corrió al restaurante
jalado la cadena y entró a la cocina. Al verla, las cocineras salieron desesperadas
al patio y la mona hizo un festín de mal gusto con todo lo que se encontraba:
plátanos, tomates, chayotes, frutas, ollas con carne, con arroz, con frijoles, todo,
todo, hizo zanganadas. Vení o manda a alguien que la agarre”, dijo.
La Selena no se dejaba agarrar de
las mujeres, sólo de los hombres. Además le tenían miedo cuando la miraban enfurecida
y pelar sus colmillos. Así que la mona agarró esa maña y Emilce no se la
aguantó. A veces yo llegaba, a veces Ronalito y a veces Marvin, el Machín. “Vení
Selena mi amor, vení, vámonos para tu casa”, le decía dándole la mano hasta que
la aceptaba y la regresaba a los árboles y si no, si no hacía caso, le daba una
Rojita y así accedía.
Los clientes del restaurante
jugaban con la Selena. No sé quién, pero alguien le enseño a beber cerveza. No
le gustaba la Toña, sólo la Victoria. Cuando le ofrecían una Victoria la Selena
se ponía feliz, chillaba encantada sin aún saborearla. Al darle la cerveza
helada, la tomaba con una mano, se echaba en el suelo, con las manos agarraba
el cuello de la botella y con las patas el fondo o base y se la empinaba.
La Selena era la mona más feliz
del mundo cuando bebía cerveza, se escuchaban sus chillidos como si estuviera
riéndose, movía de lado a lado la larga cola, gozando al babearse todo el
cuello y la panza con la espuma. Se bebía una sin descanso, hasta el fondo de
una sola toma, sin respirar como hacen muchos bebedores panzones que conozco.
Una vez un cliente, un
extranjero, con un acento de sureño, quizás chileno o argentino, disfrutaba con
su novia en el restaurante y al escuchar los chillidos de la Selena se
aproximaron a ella. La Selena se enamoró del sureño. Cuando el hombre se acercó
le pasó a la novia la cámara fotográfica para que le tomara fotos y la Selena
se lució: le enrolló la cola en el brazo, le pasó la mano por el cuello y se
acurrucaba en la mejilla del hombre dándole besos y apretándolo. Esa fue la
mejor sesión fotográfica del sureño.
Tanto amor cansa y cuando ya era hora de
dejar de sacar más fotos, la Selena no soltaba al hombre. La novia intentó
quitárselo pero la Selena se puso furiosa y comenzó a chillar pelando los
colmillos. El hombre se reía, seguro por darle celos a la novia, pero cuando
sintió la fuerza de la Selena cambió de colores, dio varios gritos y tuve que
salir en su auxilio.
¿Cómo? Ya sabes, con paciencia y
una Victoria bien helada en mis manos. Desde que vio la cerveza se desprendió
del sureño y subió a la caseta a tomársela. Con una cerveza bastaba para que la
Selena se pusiera hasta el 7 Eleven. Doblaba su cabecita y daba leves chillidos
como si estuviera riéndose, con un aire como de hipo entre chillidos, hasta que
se quedaba dormida.
Cuando volvía por las noches de
mis viajes de trabajo, noches de niebla densa y helada, llamaba a la Selena y
desde su caseta daba chillidos de saludos sin asomar la cabeza. Por la mañana
le daba de comer y jugaba con ella un rato. En uno de esos regresos, la llamé y
respondió con un chillido suave, como sin ganas de hacerlo. Por la mañana la
llamé y bajó de su caseta. Tenía un golpe en la cabeza. El día anterior se
había soltado, hizo fiesta en la cocina, pero Emilce la calmó dándole con una piedra. “No había quién la agarrara, busca que hacer con esa mona que ya
no la aguanto”, dijo.
Un día regresé de trabajar de
Pearl Lagoon. En esos años viajaba a El
Rama, tomaba una panga hacia Bluefields, dormía allí y al día siguiente
abordaba otra panga para Laguna. Un viaje cansado pero placentero, tanto de ida
como de regreso. Era bastante tarde, la llamé y no escuché su chillido de
bienvenida. Por la mañana la llamé y no me contestó, la busqué y no estaba.
Desapareció la Selena para siempre. Emilce no podía con ella y la regaló.
Meses después, al anochecer, un
chavalo se apareció cargando un saco de bramante.
“Le vendo un monito”, dijo.
Un monito, respondí.
“Sí, sí, pero está chiquito y tiene
que cuidarlo bien”, respondió.
Medio vi en la oscuridad dentro
del saco y vi retorcerse al monito, escuché un quejido leve, de un monito
chiquito que estaba allí adentro.
¿Cuánto?, pregunté después de
pensar que la casa de la Selena estaba vacía y que allí podía tener al monito.
“Ciento cincuenta córdobas”,
respondió.
Está caro, pensé. En ese entonces
ciento cincuenta córdobas era una montón de plata y costaba hacerlos. Además
está chiquito el monito, seguí pensando pero me decidí y lo compré. Lo voy a
criar, me dije.
Le pagué al chavalo y le pedí al
vigilante, no me acuerdo si era José o Nando, que le pusiera la cadena y lo
subiera a la caseta. Esa noche recordé a la Selena, todas sus diabluras y la vi
montada en la camioneta vagando por las calles de Nueva Guinea. Me dormí feliz
porque iba a criar al monito.
Me desperté temprano y vi al
vigilante preocupadísimo.
¿Qué pasó?, le pregunté.
“Ese animal no es mono”, dijo.
¿Cómo que no es mono?
“No es como la Selena, es un Mono
Congo, toda la noche pasó pegando gritos y me desveló”, respondió.
Vi al monito, en efecto, era un
monito pero Mono Congo. “Ve que chavalo más bandido ese que me lo vendió”,
pensé. Le quitamos la cadena del cuello. Poco a poco, entre las ramas de los
árboles, el monito Congo se fue desplazando hasta que lo perdí de vista.
Desde entonces no he tenido otra
mona. La Selena es inolvidable por su alegría al jugar con los chavalos, su gusto
de sentir la brisa en su cara al pasear montada en moto o camioneta, sus
chillidos al llegar a casa por la noche, sus arrechuras y las que le daba a
Emilce al entrar a la cocina del restaurante y, mucho menos olvidar, que le
encantaba tomarse una cerveza Victoria.
14 de Febrero de 2020
Foto: Emilce con la
Selena.