Desde la mitad del cerro La
Pedrera, a unos 225 metros de altura, Miguelito domina con la vista la ciudad.
Todo a su alrededor es de un intenso verdor, a excepción de los troncos de los
árboles que siempre son blancos por la biodiversidad que acogen. Su casa es de
madera y nunca la pinta, por eso siempre está de color natural y porque tiene a
su disposición el bosque de su ladera.
Es un hombre platicón, sus ojos color
café son refulgentes y vivaces, siempre está sonriente y al hablar lo hace
bajito como si tratara de escupir al mismo tiempo.
Desde el corredor de mi casa veo
la suya en la mitad del cerro. La lluvia azota
su casa de madera, le da con furia a un costado y de frente. En días lluviosos
no asoma la cabeza, pasa encerrado, disfruta colgado en su hamaca del sonido de
la lluvia y el viento que tratan de estrujarlo como papel y dejarlo tirado en
las faldas del cerro, empapado y temblando de frío.
Miguelito no se deja, está bien
resguardado: la casa tiene arranques de concreto, buena madera, buenos
ventanales, buenos aleros, un corredor envidiable y el techo de zinc bien
entramado.
La encanta la música. Desde aquí abajo
no puedo dejar de escuchar el amor que siente por las rancheras. Sus cantantes
preferidos son Antonio Aguilar y Vicente Fernández. Casi siempre pone las
mismas canciones: Un puño de tierra, Gabino Barrera, Caballo Prieto Azabache,
Qué de raro tiene, A mi manera, La muerte de un gallero y El Rey, la que más
repite.
Escucho los gritos que da, ¡ajuuuaa!,
cuando toma ron y se pone hasta la pata. Se reúne con varios de sus amigos y le
sube todo el volumen al equipo de sonido para pasar alegrísimo. Veo el humo que
se eleva y me imagino que está asando carne para agasajarlos. Al bajar, después
de la parranda, se vienen de rodada como haciendo tumbos y dando grandes alaridos.
Miguelito vive feliz, se
entretiene casi siempre con una motosierra que hace charchalear entre el verdor
del cerro. Su mayor afición es mantener bien cercada su propiedad, se la pasa
poniendo postes y alambres de púas para dividirla en lotes que luego vende como
pan caliente, a plazos, en abonos suaves, mediante permuta o cualquier arreglo
que le favorezca. Ha vendido tantos que cada vez son más y más las casas
construidas en las faldas del cerro, con vistas al antojo del cliente. Tienen acceso a energía eléctrica y agua potable, y las empresas de Cable se pelean entre ellas para
instalar sus servicios y hacer la vida más placentera.
Una vez subí hasta la cumbre del
cerro. Lo hice en zigzag porque no hay de otra, agarrándome de árboles y
arbustos. En la cima hay regadas un montón de piedras alargadas. Con ellas, en
la época de los años 80 del siglo pasado, hacían las siglas del FSLN que
entonces se miraban desde la pista y los cuatro barrios de la pequeña y
convulsionada ciudad de Nueva Guinea.
Viendo hacia el Sur y al Oeste,
se aprecia una inmensa llanura, no hay puntos elevados, y a lo lejos se divisan
las últimas copas de los árboles de Ceiba que se mantienen aún en pie. Al
Noreste están la ciudad y el cerro Brujo como si pudieras agarrarlo con las
manos. La cordillera de Yolaina se mira majestuosa al Sureste y se pierde en lo
azulado de las montañas.
Traté de bajar por la ladera Sur
del cerro pero no pude. Toda esa falda está pelona, no hay árboles, hace más de
veinte años que los talaron y lo hicieron como a escondidas, tratando de que no
se dieran cuenta desde la ciudad porque de allí ese lado no se ve, aunque suceda
allá en lo alto.
Al anochecer, la casa se ilumina en
el corredor con un bombillo como estrella del Sur que parpadea en la
oscuridad del firmamento. Los perros ladran, un ternero berrea. Miguelito sale
al corredor machete en mano y alumbra con un foco, no ve nada, pega cuatro
gritos y todo vuelve a estar en calma.
Foto: El campo de Nueva Guinea. Ronald Hill.