Comprendió, al fin, que toda la vida lo había acompañado.
Sus amigos de siempre, de él, se acercaron cuando el cura pronunció “vayan con Dios”. Bajaron la tapa que mostraba su rostro demacrado, tomaron las manijas del ataúd y lo elevaron sobre sus hombros para cargarlo, iniciando la marcha silenciosa hacia su destino final.
Grace lo vio con la cuerda en sus manos, haciéndola girar en círculos, levantando polvo en el suelo y se encontró saltando, gritando, sonriendo a carcajadas junto a sus amigas de infancia, las mismas que ahora la acompañaban, en ese juego infantil que ocupaba sus tardes sin preocupaciones, amarguras ni pesares.
¡Grace, ya, es suficiente!, ¡Tienes que hacer las tareas!, escuchó el llamado de su madre y notó en él su rostro entristecido al verla alejarse hacia la casa.
“Caminemos”, escuchó decir a una de sus amigas para iniciar la marcha detrás del cuerpo aislado en el cajón de madera. El lúgubre tañir de las campanas marcaba el paso de los concurrentes con disfraces de luto hacia el atrio de la iglesia.
El atuendo que la rodeaba le recordó el cielo gris y las tormentas, la lluvia intensa, el chorro de agua que se derramaba en el canal de su casa y lo vio bajo el torrente salpicando agua, brincando de alegría. ¡Grace!, ¡Grace!, lo escuchó, gritándole, invitándola con sus manos a salir del corredor y acompañarlo en ese disfrute, sin temor a los relámpagos y truenos.
En la marcha, antes de salir al atrio, notó las coronas de flores a su alrededor y recordó la primer rosa que le regaló camino a la escuela: “Para vos, Grace”.
El albor de la tarde inundó el pórtico y, al bajar las gradas, el brillo del cajón resplandeció en su rostro. Desde lo alto del campanario, el tan-tan de las campanas caía sobre sus hombros ante la mirada de los parroquianos que se detenían para darle paso al cortejo fúnebre.
“Cásate conmigo, Grace”, “te amaré toda la vida”, recordó su petición; sintió sus manos trémulas mostrándole el anillo y se vio vestida de blanco, cubierta por la magia de ilusiones tejidas en su entorno. “No encontrarás mejor pretendiente”, “es educado, culto y de buena posición”, “tendrás un futuro seguro”, “formarás una familia estable, sin limitaciones”, frases susurradas a sus oídos, la expectativa ambicionada fundiendo su destino.
Al doblar la esquina de la iglesia se dio una sucesión de hombros para cargarlo, provocando una pausa en el trayecto. Grace respiró profundamente y sintió el roce de las manos que la rodeaban de la cintura, intentando aligerar el peso marchito de su cuerpo y sus recuerdos.
Florecieron infidelidades, apariencias, engaños, abandonada en su lecho sin encontrar motivos que lo provocaran. “No me esperes, llegaré tarde”, “son puras falsedades”, “me tienes harto, no te aguanto más” y rodaron lágrimas al sentir su cuerpo estremecerse por los golpes. Complació sus gustos culinarios, cuidó su vestuario, atendió a sus amigos que lo acompañaban en el corredor sin dar muestras de sus penas, ahogándose en un mar de resentimientos. En lo profundo de su ser buscó momentos de dicha, destellos de felicidad y regresaba a saltar la cuerda.
Su mente quedó en blanco frente al cementerio. El tránsito entre el portón y la fosa aconteció en imágenes confusas. Al bajar el cuerpo, el eco de las campanas se mezcló en armonía con lamentos, vio flores rodar, escuchó caer la tierra sobre la madera y derramó lágrimas liberadoras hasta que la bóveda fue sellada.
En soledad, descolgó las fotos, guardó el anillo y volvió a sentirse niña.
Nueva Guinea, RAAS.
Viernes, 07 de septiembre de 2012