Es casi la hora.
Comienza a alistarse, pero algo en el aire no le permite lograr la calma que
brinda la seguridad. Ordena y guarda el legajo de carpetas llenas de papeles;
son encuestas que ha realizado en los barrios criollos de Bluefields para
conocer más a fondo la problemática por la que atraviesan.
Recibe varias
llamadas telefónicas que le pasan desde la centralita, y siempre anota el
número telefónico y el estado de ánimo de la voz que escucha en el auricular. A
veces son voces de mujeres que imagina; otras son hombres apresurados, con
problemas que piden soluciones.
Entre el ajetreo
de la oficina, sus compañeros ya están listos desde las cuatro y media, y la
mayoría ha jugado el quinto partido de solitario en media hora. Sus documentos
los ha guardado en su respectivo mes, y estos en un Ampo ordenado por año que
acomoda en los estantes adheridos en las paredes.
Son muchos años
en lo mismo, una rutina que no declina, pero la soporta. Ha visto de todo,
comienzos y finales; no espera nada de nadie, solo le interesa su trabajo y
ella. Ella le ha durado; su cariño ha crecido, y el secreto que guardan se
manifiesta al verla. Con eso no puede, no podrá, aunque lo mantenga enllavado
en el cementerio donde no alcanza un alma más, y está consciente de ello. Esa
es su manía: ordenar y guardar todo. Guarda bien el secreto, se aleja de
tertulias y habladurías. Evita los problemas, espera su momento; es su vida y
no le interesa la de otros.
La hora se
aproxima. Ya arregló el escritorio. Todo está en su justo lugar: la
engrampadora, un caracol de mar que usa como pisapapeles, el vaso con los
lapiceros, la taza para el café, la lupa, la computadora, la libreta y su sello
de recibido. A esta hora espera una señal, solo para que su vida cambie. Por
ello está tranquilo; sin inquietudes, aunque no esté, hasta ahora, muy seguro. Su
corazón palpita con normalidad, pero a medida que pasan los minutos, siente
cómo se le aceleran los latidos y el fluir de la sangre por sus venas. Está
atento a la puerta; de reojo ve el reloj colgado en la pared cuando de pronto
se abre la puerta, y el asistente de la oficina le entrega un sobre. Lo abre,
mira el contenido, su cara muestra una sonrisa; lo cierra y lo guarda bajo
llave en la gaveta principal.
Su semblante ha
cambiado. Agarra la chaqueta que está colgada del respaldar de la silla
giratoria y se la acomoda sin prisa, al igual que la gorra azul. Con la mano
izquierda sujeta el maletín de cuero y se levanta dichoso. Se dirige hacia la
salida para abandonar la oficina, ubicada en el edificio que sustituyó al
Instituto Cristóbal Colón donde estudió bachillerato con sus amigos. Dice adiós
y les desea buenas tardes a todos los que encuentra en las escaleras. Las
mujeres le sonríen en el pasillo. Aunque imagina sus sospechas, siempre va a
tener esa duda en su mente que hace el cálculo matemático y algebraico en el
aire. A las sonrientes les da besos y abrazos. Va feliz, y ellas quedan
felices.
Atrás deja el
portón después de fichar la tarjeta que ha odiado toda la vida porque siempre
ha dicho que no es un reo, que es libre. ¿Cómo no serlo si siempre ha luchado
por la autonomía, la de su región y la propia? Porque cuando un hombre no tiene
autonomía, no tiene nada más, aunque intente disimular la necesidad de laborar
por una mala paga. Pero aun así, va contento, ilusionado, va seguro; su hora se
acerca y mientras se dirige a su casa, piensa en ella.
Cruza un costado
del parque, mira hacia lo alto, por encima de los centenarios árboles de caoba,
y el cielo gris lo pone en alerta. La gente se dispersa, da dos vueltas por
acá, tres por allá, y sigue rectecito. Le pide al Señor que no llueva, que no
broten charcos, que no se inunden las calles para que a ella no se le mojen los
piecitos. Y si llueve, Señor, no pongas el cielo más oscuro, porque, de lo
contrario, el vendaval hará que se arrepienta y me deje esperándola. Señor,
acompáñala en el trayecto. Y así, entre diciendo adioses a su paso, viendo
hacia lo alto y las plegarias, ha llegado a su casita de alquiler en el barrio
Nueva York.
Después de abrir
el portoncito de hierro del corredor, se quita los zapatos. Abre la puerta de
la sala, entra y la deja sin seguro. Pone el maletín en una repisa ajustada a
la pared, cuelga la gorra en un clavo y a su lado la chaqueta. Enciende la
radio Sony portátil que siempre lleva a todos lados porque la televisión es su
enemiga, y con delicadeza va regulando el dial hasta ajustarlo en la frecuencia
97.5 FM, su estación preferida.
Mira alrededor,
abre la ventana, pero cierra la cortina. Arregla la cama, acomoda las
almohadas, sacude la hamaca y sonríe. Limpia la mesa. Revisa los vasos, el
hielo en el termo, el galón de agua, la botella de ron, la candela, los
fósforos, la galleta de soda y una lata de choricitos de Viena. Cambia de ropa;
se pone un pantalón corto, una camiseta y se calza las chinelas. Se siente
cómodo y se sirve un trago de ron en las rocas. Enciende la candela.
En sus
recuerdos, la ve chavala, en el vecindario, en la matiné del cine Variedades
por las tardes de domingo y con su traje de baño en el Pool, aún casi una niña,
con sus piernas largas de flaca esbelta, su pelo negro en trenzas, sus labios
acorazonados y sus gritos y risa de felicidad en compañía de sus primas y
hermanos. Ahora todos ellos, sus amigos de siempre, han emigrado de la ciudad
puerto que nunca olvidan y la cual permanece en un estado de nostalgia entre
sus pobladores por el esplendor y la gloria de su pasado. De pronto, abandona
el vaso y sale al patio de la casa. Regresa con un balde de agua, una pana y
una jabonera. Del cuarto toma una toalla y los acomoda en el pequeño baño.
Se asoma a la
calle por la ventana, ve la tapia del estadio. No hay mucho movimiento; está
oscureciendo y comienzan a caer gotas de lluvia sobre el techo de zinc. La hora
de los novios se anuncia en la radio y, al sonar la primera canción, abren la
puerta suavemente. Escucha que la cierran con suavidad; la lluvia arrecia, y en
el umbral de la puerta aparece ella.
Apaga las luces.
El mundo exterior desaparece. Ya no es él, y en los brazos de ella, su vida
vuelve a renovarse a la luz de una vela.
8/11/2011
Foto propia.