El Presagio
Doña Juana se anticipó al repique de la alarma
del reloj despertador que programaba a las 4:30 a.m. Faltaban diez
minutos para que sonara. Desperezó su cuerpo en la cama de estructura de bronce
y crujieron los resortes de alambre. Se levantó sin prisa, trató de despejar su
mente y desactivó la alarma, evitando que don Octavio, su marido, despertara.
De una de las gavetas del tocador, hecho de caoba y con un amplio
espejo al centro, tomó su bata de estar en casa y cubrió su camisón de seda.
Tomó una jarra aguamanil, echó agua en una palangana
de latón esmaltado y limpió su rostro viéndose en el espejeo. A sus cuarenta
años de vida, las arrugas aún no hacían presencia en su frente ni en las
comisuras de sus ojos claros. Con su pierna derecha empujó debajo de la cama la
bacinilla de peltre. Suspiró profundamente y se dirigió a la antesala del comedor, un espacio
amplio en el que se almacenaban cajas de cartón, barriles de alcohol graduado
de la industria fiscal, sacos de harina, azúcar y otras provisiones.
Una rata irrumpió ante su presencia y, rasgando
bajo la puerta, escapó desesperada hacia el patio. Miró en los alrededores y notó que la
trampa atrapa ratas estaba sin el cebo que había colocado por la noche. Te toca el veintidós, dijo.
Abrió la puerta de dos hojas que daba acceso al
corredor posterior de la casa de madera. Lo traspasó, subió tres gradas y abrió
la puerta de la cocina. Con la mirada comprobó que todo estaba en orden. Desde la ventana y la puerta izquierda, notó que el cielo estaba cubierto de nubes
negras y el ambiente húmedo en esa mañana del mes de noviembre del año 1970, con intensas rachas de viento provenientes desde El Tortuguero.
Va a caer un temporal, pensó y puso a calentar agua en una olla para hacer el café
importado desde Nueva Orleans.
De regreso en su habitación se dirigió a
despertar a Rodolfo, popularmente llamado Kalilita. “Ya es hora”, dijo sacudiéndolo tres veces. “Apúrate
que se hace tarde, es hora de bañarse”, agregó y se dirigió a despertar a María
Teresa. “Mi niña ya es hora”, dijo acariciándole el cabello largo. Por unos
instantes se quedó observándola, recordando sus años de chavala, pero se deshizo
de recuerdos y volvió a la cocina. Desde allí escuchó las panadas de agua que
Rodolfo se echaba encima, tomándolas de los barriles que mantenía llenos de
agua en el corredor posterior, cercanos al lavandero, a un lado del pasillo que
daba acceso a la cocina.
Freía rodajas de jamón importado, huevos
enteros y calentaba el gallo pinto en su cocina de kerosín. Ya había servido en
el comedor la cafetera humeante, bollitos de pan simple, horneados el día
anterior y recalentados en un caldero tapado, y la mantequillera bien suplida
junto a la azucarera y las tazas. Al terminar de freír regresó al comedor. Allí la esperaban María Teresa y Rodolfo. Sirvió los
desayunos y se sentó en su lugar de siempre, al lado derecho de la cabeza de
mesa que ocupaba son Octavio. Dio un bocado y dirigiéndose a Rodolfo preguntó.
¿Te
aprendiste los temas para el examen de religión? Sí, respondió, sin volverle la
mirada. Y vos Teresita, volvió a preguntar, ¿practicaste para la prueba de matemáticas?
Sí, mamá, hice todos los ejercicios, respondió tocándole el antebrazo con la mano
desde el otro lado de la mesa. La veo preocupada, mamá, agregó.
Algo la mantenía inquieta, cierta incertidumbre
había en su rostro desde que vio el cielo oscuro y sintió la brisa
húmeda que llegaba desde la playa de El Tortuguero, pero la caricia de su hija le
dio cierto grado de calma y seguridad. No se preocupen, es solo que cada día me pongo más vieja, dijo y sonrió.
Yo llené los tanques de agua, no salí a ningún lado,
así que nadie puede venir a ponerle quejas de mí, dijo Rodolfo. No se preocupe,
hoy regresamos temprano porque estamos en exámenes finales, agregó María
Teresa. Bueno, apúrense, lleven los paraguas y capotes que se avecina un
temporal, dijo doña Juana Angulo cuando comenzaba a llover y las gotas de agua
se escurrían por la solera de la ventana del comedor.
Faltando 15 minutos para las 6 de la mañana los
despidió desde el corredor de la inmensa casa de madera. Los vio bajar las 25 gradas
de concreto, encapotados y cubriéndose con el paraguas, en dirección al muelle,
atravesando el cuartel de la guardia y el lado este del edificio de la aduana,
y al doblar en dirección al atracadero de las pangas, desaparecieron de su
vista.
La Rastra
El panguero, llamado Félix, conocido con la
Rastra, los esperaba en el atracadero de las pangas, situado en el extremo
oeste del muelle de la aduana. Allí se congregaban los estudiantes para abordar
los botes pos pos o las pangas que los transportaban hacia clases
en Bluefields. La lluvia salpicaba los zapatos nuevos de cuero que calzaba
Kalilita, que aun así no dejaban de brillar porque pasó lustrándolos por más de
una hora la noche anterior. La panga tenía cubiertos los asientos con plástico negro
y con ellos se llenaba el cupo de pasajeros del primer viaje, el
viaje de los estudiantes.
Nos vamos, dijo la Rastra, sosteniendo con una
mano el mecate amarrado de la proa y con la otra brindándosela a los pasajeros
para abordar la panga, que, al vaivén de las olas, golpeaba con un costado las
llantas que estaban adheridas al muelle por mecates gruesos. Así abordaron las chinitas
Asunción y Angelita, Blanca Sandino, Chapman, Teresita, dos pasajeros mayores y
Kalilita, los que se cubrieron con el plástico al ocupar sus asientos.
La Rastra encendió el motor Yamaha de 45
caballos de fuerza. De un fuerte empujón apartó la panga del muelle y
aceleró, maniobrando con el brazo del motor para salir del albergue que le daba
el costado oeste del muelle y entró a la corriente, donde el oleaje
era más intenso y de mayor fuerza.
La visibilidad que tenía era escasa por la
intensa lluvia, desde ese punto no divisaba la playa de El Tortuguero y maniobró
hacia el oeste, siguiendo la corriente, con el oleaje a su favor. Unos minutos después
viró a estribor sin aminorar la velocidad. La panga se elevó por el oleaje
y siguió bajando y subiendo olas encrestadas hasta que chocó con el mástil de
un barco camaronero hundido, llamado Miss Linda, propiamente a unos 200 metros
de la isla de Miss Lilian, en dirección a Half Way Cay, y a unos 1000 metros del
muelle de la Booth.
La panga comenzó a hacer aguas. Un orificio de
tres pies cuadrados se abría en el casco, entre la proa y el primer asiento,
debido al impacto con el mástil del camaronero.
La Rata
Luego de regresar de clases, el naufragio de
los estudiantes se volvió la noticia del día. Al anochecer, en el cielo tiritaban las estrellas y el corredor de la
casa estaba atestado de estudiantes y curiosos que pasaban por el andén en dirección
a la esquina de Miss Lilian. Unos estaban sentados en sillas mecedoras de
madera y junco, otros en el suelo, y la mayoría en las gradas de acceso al corredor.
En el centro de la sala, doña Juana Angulo estaba sentada en una mecedora y a su lado María Teresa. A su derecha, en el mostrador, don Octavio servía guaro lija a sus
clientes y en el centro de los visitantes estaba Kalilita, sentado en un banco
de madera, contando el suceso del naufragio.
“La Rastra la cagó todita. Yo le dije que no
agarrara para el lado de la isla de Miss Lilian, que se fuera en dirección a la playa del Tortuguero, esquivando el oleaje, y que después bajara en dirección
a Bluefields, pero nunca me hizo caso. Fue un solo cachimbazo el que pegó
contra el mástil”.
“Cuando vimos que se metía el agua, yo le
gritaba que acelerara, que siguiera navegando en dirección al muelle de la Booth,
pero el maje se cagó todito, tan cagado estaba que se le apagó el motor y no
pudo volver a encenderlo. Allí fue cuando nos hundimos, pero lo peor es que la
Angelita se refundió entre las olas, más allá de la panga y entonces las
chavalas comenzaron a pegar gritos de desesperación”.
“Se me quitó el miedo y la tembladera. No sé de donde agarré valor, me sumergí y fui detrás de ella. Abajo la corriente estaba encachimbada, pero con una fuerza increíble que me surgió sin saber todavía de dónde, me seguí sumergiendo, la vi allá abajo que caía hacia el fondo y con un sobreesfuerzo pude agarrarla de un pie, jalarla hacia arriba para sacarla y, al salir a la superficie, la subí a la panga salvándole la vida".
"Para imponer el orden en esos momentos de angustia, les gritaba que se calmaran, que no tuvieran miedo y en eso estaba cuando me sentí parado en el ostional, y con los pies puestos en algo firme en que apoyarme, agarré mayor valentía y gritando le dije a la Teresita y a la otra chinita, Asunción, que se subieran en la panga, a la Blanquita que se agarra de un lado con Chapman y, a los otros dos pasajeros juntos con la Rastra, que se agarran de la punta de la panga mientras yo la sostenía de la parte del motor".
Todos estaban atentos al relato de Kalilita,
nadie decía una palabra escuchándolo. Los que compraban guaro lija también se quedaban atentos al relato del naufragio y, cada vez más, los caminantes se
detenían a escucharlo.
“Así estuvimos con semejante lluvia y frío por más
de media hora hasta que llegó Elías Zafrian en una panga a rescatarnos.
Llegamos todos mojados y temblando al muelle. Cuando salí de la panga me di
cuenta que mis zapatos nuevos estaban desbaratados por el fuckin ostional”.
Desde el interior de la casa, más allá de la
sala, al lado del comedor, se escuchó el estruendo de dos disparos: paang, paang.
Kalilita se levantó al instante y, sin decir palabras, salió corriendo hacia el
lado del comedor. Todos los escuchas se quedaron paralizados, petrificados ante la expectativa de lo que sucedía dentro de la casa.
“Le dio, le dio los dos balazos en la cabeza”, gritaba
Kalilita al salir con la rata agarrada de la cola, mostrándola con la cabeza
desbaratada. En el umbral de la puerta ubicada entre la sala
y el comedor, doña Juana Angulo sostenía de su cacha, con firmeza y mucho
orgullo, su viejo rifle calibre 22, aún humeante del cañón.
22 de febrero de 2021.