A esta hora de la tarde, este espacio, un
pequeño bulevar con islas ornamentales, fuentes de agua y cómodas bancas, te
socorren del bochornoso calor que golpea la ciudad en los meses de verano y,
por ello, muchos lo frecuentan. “El parque de las palomas muertas”,
escuché llamarlo muchas veces a mujeres juigalpinas entre risitas irónicas y,
ahora que veo alrededor, descubro el por qué. Hombres de la tercera edad están
en las bancas y observo pocos jóvenes.
Alrededor de una mesa, bajo la sombra de un
árbol de Laurel, hay una aglomeración de hombres, me levanto y voy hacia ellos.
Están jugando dominó y, otros en la mesa contigua, desmoche. Los que esperan
están expectantes porque serán los que le den continuidad al juego cuando surja
un equipo ganador, y cuando sucede, sus gritos estremecen los cuatro costados
del parque a tal extremo que la gente vuelve la mirada hacia ellos. Pocos usan
mascarillas.
Camino y me dirijo a la glorieta. Es increíble,
las mesas están llenas y no es un día de fiesta, no hay montadera de toros, es
un día cualquiera en la ciudad. Tengo que esperar que atiendan a los clientes,
hago fila y allí, mirando aquí y allá, voy reconociendo a varios amigos de
antaño, a Fulvio, a Chanina, a Juan José, los saludo y los invito a una gaseosa
o una botellita de agua.
Nos sentamos en una de las bancas, sin hablar
mucho. Estoy exasperado por el calor, pero admiro las torres que de
tanto verlas parece que me van a caer encima, partiendo el parque en dos
pedazos, levantando por los aires al gentío que disfruta la sombra de sus
árboles o que caminan por los andenes, soterrando las palomas muertas, desbaratando
el kiosco, los monumentos en honor a las madres y a los lustradores.
Todas las plantas del parque están florecidas,
el calor hace que exploten en flores, desde sus raíces saben que de ello
depende su supervivencia, su continuidad y eso mismo pienso que sucede en la
vida cotidiana en la ciudad, atestada de pequeños negocios, de emprendimientos,
de tramos que ahogan sus andenes como expresión de la pobreza de la gente
ante una crisis que está elevando el riesgo de su propia vida, sin medidas, sin
un orden que los dirija en su actuar por el bien de todos.
El sol va muriendo a mis espaldas, el bochorno
del ambiente va cediendo. Se ve más movimiento en los alrededores por la gente que
ingresa y surge del parque por diferentes puntos. Son empleados públicos y
privados que salen del trabajo y quizás el relevo del personal de los tramos
para el turno de la noche. El cielo se va pintando de naranja, el sol centella
en las torres, los fogones de carbón se encienden, los amigos de despiden, va
llegando la hora de la cena, nos vemos dicen y camino hacia la calle central.
Me encuentro en la esquina norte de la catedral. A mi
derecha están los murales en relieve de piedras que aún recuerdo cuando eran
construidos en el muro de la catedral. Varios trameros ocupan la acera. Voy
hacia Palo Solo pero frente a mi hay un pequeño bar, propiamente donde era el
Club Social de Juigalpa, y me apetece una cerveza bien helada. Espero cruzar
con seguridad porque hace veinte años o quizás más lo era, pero ahora hay que estar alerta frente al tráfico de motocicletas, taxis,
vehículos particulares y de todo.
Estas piernas siguen siendo veloces, pienso
luego de cruzar casi corriendo y sentarme en una mesa. De frente está el
costado de la catedral, hay mesas distantes pero ocupadas a mis lados, por la acera
hay un movimiento acelerado de transeúntes que van y vienen, el tráfico de vehículos
se ha intensificado y juntos dan la impresión de ser un río desbordado con
ellos a la deriva.
Me parece estar en un refugio que brinda
seguridad. ¿Va a tomar algo?, el mesero me saca de mis pensamientos, es un
chavalo joven que lleva puesta una mascarilla. Sí, sí, una cerveza bien helada,
le respondo y desde la mesa que tengo a la izquierda un hombre se levanta y me
saluda. ¡Ideay Maestro!, ¿ya no se acuerda de mí?
Lo observo con detenimiento. Es un hombre
delgado, su altura puede llegarme a los hombros, lleva puesto pantalones jeans
y una camisa manga larga por dentro. Usa zapatillas negras como su cabello,
pero este va cediendo a su color por las canas que lo invaden desde las sienes
como manchas de plata. Muestra los estragos iniciales de las arrugas en su
rostro, pasajeras, sin marcarse a fondo y sus ojos son amielados, pero muestran
un rojo brillante por efectos del alcohol que rebota en mi al acercarse.
Digo que sí, que lo recuerdo por cortesía.
Evito las manos y le ofrezco el codo. “Usted me dio clases, yo me
acuerdo que sus compañeros eran Traña y Cárdenas, yo era militar, lo miraba pasar cuando iba para el trabajo, yo trataba de estar puntual
en su clase, era difícil, eran tiempos de guerra, me mantenían movilizado en
misiones…”.
Sí, sí, lo recuerdo, digo. Cómo no voy a recordar a Miguel Traña (qepd) y a Carlos Cárdenas si juntos caminábamos todos los días desde el trabajo hasta el INAP para impartir clases, pienso. “Siempre he sido revolucionario, combativo, dispuesto a todo”, dice el hombre. “Aquí hemos vencido en la guerra, hemos vencido el analfabetismo, y seguimos de frente…”. Una mujer se levanta y lo toma de un brazo para trasladarlo a su mesa. “Vamos a ganar, vamos a vencer”, dice el hombre tambaleándose.
Desde el parque y del costado de la catedral se
escucha un silbido que va creciendo, elevándose en entonación. Miro hacia el
frente, al costado de la catedral y observo que son decenas, centenas, miles de
zanates organizados en una bandada creciente que emiten un silbido agudo en su afán por ocupar un lugar entre las ramas de los
árboles. Es un coro de silbidos, chirridos y sonidos como de ametralladoras que va
creciendo hasta que abarca todos los espacios; el corredor donde estoy, la
acera, la calle, los tramos, la catedral y sus torres, y el parque.
Ya no oigo lo que dice el hombre, el que
sigue moviendo los labios, tirando salivazos y tambaleándose en su monologo
político, ni a la mujer que le habla, sólo veo sus ademanes de enojo por
hacerla pasar este ridículo momento y lo jala en un forcejeo que se va tornando
violento para que regrese a su mesa. Solamente oigo el graznido desesperado de los zanates que han pausado las voces y los gritos de la gente, la música del
bar, el ruido de los autos, el pito de las motos y el voceo de los trameros. Ahora sólo miro los gestos como en el cine mudo, pero el sonido de los zanates es la música de fondo.
Estoy fascinado, mi mente quiere mantenerse en esa
pausa, pero reacciono, vuelvo la mirada hacia el mesero, me atiende, le muestro
cincuenta córdobas que coloco bajo la botella y salgo a la acera apresurado,
huyendo del borracho y admirando a los zanates que se han tomado el centro de
la ciudad en un instante.
En Juigalpa es la hora de los zanates que buscan refugio en
las ramas de los árboles y, cuando lo han logrado, poco a poco regresa el sonido
de la ciudad que percibo nuevamente al caminar por la acera de la biblioteca
municipal. Si los humanos actuáramos unidos frente a las desgracias que nos
someten eternamente, como los zanates en su hora, podríamos detener y cambiar toda
la podredumbre de este mundo injusto, pienso al pasar por el museo arqueológico en mi
camino hacia Palo Solo.
27 de marzo
de 2021.