Estaban al pie de la ventana todavía en pijamas,
de rodillas sobre el colchón de la cama de bronce que su abuelo mandó a traer junto
con otros muebles de la casa en un barco desde lugares lejanos que nombraba,
pero ellos aún no tenían el mapa dibujado en sus mentes y, aun así, al oír los
nombres, intuían que eran sitios maravillosos.
Desde allí asomaban sus cabezas por turnos,
evitando la brisa que azotaba el corredor para ver hacia el lado del muelle de
los barcos camaroneros, la isla del Venado, la isla de Miss Lilian y Half Way
Cay con el fin de divisar si algún barco mercante, pequero, pos pos o panga se
atrevía a navegar por la bahía en el temporal.
“Nada a la vista, Almirante”, le dijo el mayor,
el flaco de pelo negro liso, al más pequeño de pelo chirizo y amarillento,
luego de hacer con sus puños un telescopio que movía de izquierda a derecha en
un ángulo de ciento ochenta grados para visibilizar alguna nave en la
inmensidad del paisaje.
“Atento Capitán, manténgase alerta por la
tempestad”, respondió el más pequeño y volvió a acostarse en la cama con
confianza, con el oído puesto en el retumbo de los truenos, en la intensidad de
lluvia que caía en el techo de zinc y en las rachas de viento que azotaban el
corredor y las paredes de la casa de madera.
Al Capitán se le hacía difícil ver entre la
cortina gris de lluvia y la chispa enceguecedora de los relámpagos que
reventaban más allá de la isla del Venado, en dirección a Punta Gorda, pero
mantenía con firmeza su puesto de observación.
Eran las siete de la mañana y la tempestad
había iniciado a las cuatro, por tal motivo, le decía el Capitán al Almirante,
las naves de Bluefields han sido retenidas en los muelles para evitar una
tragedia en la bahía enfurecida por el viento y la lluvia, y la corriente
furiosa que baja desde el río Escondido arrastrando todo los que encuentra a su
paso: ramas, troncos y árboles.
A su izquierda, en el fondo de sus manos, su
visor telescópico, el Capitán trataba de ver lo que acontecía en la fábrica de
barcos de fibra de vidrio, ubicada en el extremo sur del puerto y en las
orillas de la barra. La corriente de las aguas de la bahía se encontraba con la
furia del oleaje del mar y, en su encuentro, salpicaba con explosiones de más
de tres metros de agua que inundaba la explanada donde se exponían los barcos
construidos para equiparlos, previo a ser echados al mar, mientras los
trabajadores, en un va y viene, los fijaban con amarras.
“Almirante, se inunda el astillero”, dijo.
No tuvo respuesta. Deshizo su telescopio y
metió la cabeza. El Almirante se había dormido. Tomó la colcha y lo cubrió.
Desde el fondo de la casa escuchó un murmullo de voces. Era su abuela que
hablaba con la empleada del hogar y preparaban el desayuno. El aroma del café y
jamón frito inundaba la antesala y la cocina. En la habitación, a su derecha,
escuchó los movimientos de su abuelo.
Volvió a su puesto de observación. Reguló el
visor telescópico. Por un instante vio a sus padres que regresaban de
vacaciones. Sopló el visor y la imagen despareció. Los extrañaba, pero estaba
seguro que volverían pronto, según su abuela. “Faltan diez días para que
regresen”, les había dicho y mostraba el calendario marcado que mantenía
colgado en la pared de la cocina, a un lado del comedor.
Nuevamente movió el telescopio regulando la
imagen en dirección a la isla de Miss Lilian. Las olas reventaban en su orilla
pedregosa y los cocoteros se movían en un vaivén intenso por la fuerza del
viento. Más allá no tenía visión, era imposible, no miraba Half Way Cay ni el
cerro azulado de Bluefields.
Enfocó el muelle de la Texaco. A pesar de la
lluvia torrencial, desde el barco cisterna que estaba atracado, bombeaban
combustible hacia los tanques ubicados a un lado de la carretera en dirección
al comedor de las chinitas y las oficinas de la empresa Booth de Nicaragua. En
la cubierta del barco la tripulación se cubría con capotes de color amarillo y
calzaba botas de hule, tomándose con fuerza de las barandas y sogas de
seguridad que les permitían moverse. Arriba, en la cabina, el capitán del barco
con bandera panameña, supervisaba el bombeo y daba orientaciones mediante
gritos y señales. En el muelle de tablones caminaban varios operarios que
estaban atentos de las bombas y las llaves de pase del combustible.
Miró hacia la ensenada. El manglar y las tucas
de madera que se amontonaban en la orilla están agitados por el oleaje. La
islita mostraba únicamente el verdor del mangle y, un poco más allá, vio el
muelle de los barcos camaroneros. No había movimiento, la flota estaba amarrada
en varios grupos de cuarta andana. En el muelle no se miraba el trajín de
marineros ni personal de tierra, solamente el viento azotando el casco de los
barcos y el oleaje reventando en ellos.
“Ya está el desayuno”, escuchó el grito de la
abuela entre el intenso plic plac de la lluvia sobre el techo de zinc.
Se prestaba a dejar de observar, pero el sonido
de un barco lo hizo concentrarse en la bahía. El guardacostas G7 navegaba a
toda velocidad hacia la barra con los marineros en posición de alerta sobre la
cubierta.
“El desayuno”, volvió a llamar la abuela.
Dejó de observar, deshizo el telescopio de sus manos
y metió la cabeza. Se bajó de la cama y despertó a su hermano tocándole los
brazos.
“¡¿Ya vienen?!, ¡¿Ya vienen?!”, dijo el Almirante al despertar.
“No, no, es hora de desayunar", le respondió.
“Mira, mira, el guardacostas va papeleado hacia la barra”, agregó.
El Almirante se asomó por la ventana en el
mismo instante en que el abuelo salía ya vestido de la habitación.
“¿Qué pasa?”, preguntó el abuelo.
“Abuelo, abuelo, el guardacostas va hacia la
barra”, respondió el Capitán.
Desde la puerta de la habitación, el abuelo
avanza diez pasos hacia ellos, hacia el puesto de observación.
Es de estatura mediana. Su cabello cano lo
peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café claro, piel mestiza.
Sus ojos son pequeños, de color café oscuro, el izquierdo es más pequeño que el
derecho. Su nariz se desplaza un poco a la derecha. Sus cejas son bien pobladas
y las pestañas de sus ojos son tan largas que da la impresión que le dificultan
ver. De su cuello cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho lleva el
anillo de matrimonio.
Va bien vestido. Lleva puestos pantalones de
color caqui de paletones, planchados con almidón, con una camisa de color
blanco que las usa por dentro mostrando su alto talle a la altura del ombligo.
De su faja café, cuelga la cadena de su reloj que guarda en la bolsa derecha
del pantalón. Calza botines color café.
Al llegar al pie de la cama de bronce se
inclina sobre ella para asomarse en la ventana y poder ver el paso del guardacostas
que navega entre el muelle de la Texaco y el de los barcos camaroneros.
“Va rápido, muy rápido, debe haber alguna
emergencia”, dijo el abuelo. “Pero vamos, la abuela tiene servido el desayuno,
vamos a desayunar”, agregó.
Cruzan la antesala que separa la sala y los
aposentos con la cocina. El abuelo toma su lugar en la mesa redonda ubicada en
un extremo izquierdo de la cocina, a las 6 en punto con orientación norte, tal
como gustaba decir el tío Pablo.
El Almirante se sienta a su derecha y el Capitán
a la izquierda. La abuela ya ha servido una jarra con leche caliente, pan hecho
en casa en una fuente con tapa, mantequilla, el jamón frito, la azucarera y el
plato del abuelo con dos huevos fritos enteros, y a ellos, un huevo cada uno
con una rodaja de jamón. Son huevos frescos, recolectados la tarde anterior en
el gallinero de la abuela. La abuela lleva una jarra de café hirviendo y le
sirve al abuelo en su taza, luego a ellos.
La abuela se sienta al lado del abuelo, entre
el Capitán y él. El Capitán está atento al abuelo. Le gusta observar el ritual
que realiza para comer. Primero endulza el café y luego se sirve leche. Lo
prueba y casi nunca le agrega más azúcar. Luego toma una rodaja de pan aún
caliente y con el cuchillo de mesa lo cubre de mantequilla. Da un mordisco y un
trago de café con leche.
El Capitán sigue atento, espera lo que más le
gusta de la forma de comer del abuelo mientras el Almirante embarra su pan con
mantequilla sin prestarle mucha atención al abuelo. La abuela endulza su café
de leche y espera el cuchillo que ha usado el abuelo para servirse mantequilla.
El abuelo golpea el plato con el cuchillo y
sostiene con el tenedor los huevos enteros. Corta de manera horizontal, de una
orilla del plato a la otra y luego de manera vertical, desde el punto más
lejano hasta la cercanía de su pecho. El golpeteo del cuchillo en el plato es
intenso y se difunde por la cocina con el de la lluvia que cae sobre el zinc,
chorreándose en un canal para luego correr en un zanjón que la encausa fuera
del terreno de la casa. Una vez que ha cortado los huevos en trocitos
irregulares, procede a regarles salsa inglesa Lea and Perrings y los cubre con
una pizca de sal. Los revuelve, una, dos, tres veces y se dispone a cortar el
jamón en rodajas pequeñas. Una vez finalizado comienza a saborear su desayuno.
El Capitán lo ha visto con detalle y se presta
a repetir el ritual del abuelo. El abuelo sonríe, sabe que lo imita y la abuela
lo incentiva a ello. El Almirante deja de tomar su café con leche y corta el
jamón.
“¿Por qué esta tormenta?", pregunta la abuela.
“Es la envestida de la cola del huracán Irene”,
responde el abuelo. La cadena de radio Nacional ha comunicado que impactó al
sur de Bluefields, pero ya está aminorando su fuerza y se dirige hacia el
Pacifico. No tarda en bajar de intensidad.
“Hoy no se seca la ropa”, comentó la abuela.
“¿Cuándo viene mi mamá y mi papá?”, pregunta el
Almirante.
“Veamos el calendario”, dice la abuela y señala
la pared. “Hoy es domingo, 19 de septiembre de 1971. Dentro de siete días, es
decir, el próximo domingo estarán de regreso”, agrega.
Ambos se quedan viendo y sonríen entre ellos.
La abuela también sonríe al ver la felicidad dibujada en sus rostros. El abuelo
termina su desayuno, se levanta de la mesa y camina en dirección al baño. La
abuela retira los platos y cubiertos de la mesa y se los entrega a la empleada
de la casa para ser lavados.
El Almirante y el Capitán han regresado a su
puesto de vigía. La abuela le entrega un capote al abuelo que se lo pone sobre
la chaqueta de cuero que usa cuando llueve.
“Abuelo, abuelo, ya regresa el guardacostas”,
dice el Capitán.
El abuelo sale al corredor, abre la puerta de
hierro que da acceso al andén y el Capitán le señala el guardacostas que
remolca un barco pesquero hacia el muelle.
“Nos vemos al medio día, tengo que hacer una
revisión en la bodega”, dice el abuelo y camina por el andén en dirección al
muelle de la aduana.
La abuela cierra la puerta. Se arrodilla en la
cama. Con ellos a los lados observa la lluvia sobre la bahía, el avance del
guardacostas con el barco que remolca y el cielo gris que cubre desde la isla
del Venado hasta el cerro Aberdeen de Bluefields y más allá.
“Cierren la ventana, ya es hora”, dice la
abuela. “No vaya a ser que esa tal Irene nos dé un coletazo”, agrega. Los ha
tomado de la mano y se dirigen hacia la seguridad que les brinda el calor de su
cocina.
15 de julio del 2021.
Foto: Darling Thomas.