Iniciando diciembre, he estado escuchando las canciones de la Purísima.
Es inevitable. Se oyen al pasar por el parque, en los barrios y hogares donde
realizan la novena dedicada a la Virgen de la Inmaculada Concepción.
Escucharlas me trae gratos recuerdos, aquellos que siempre regresan en la época
navideña.
Recuerdo a mi querida hermana, Indiana de la Concepción, y mis ojos se
llenan de lágrimas, mi corazón de dolor por haberla perdido hace casi cuatro
años. El 2 de diciembre hubiese cumplido 60 años. Siempre estará en mi
corazón.
En la casa de mi abuela Manuela, en El Bluff, se celebraba la Purísima. Disfruté
ese festejo cada año, junto a mis hermanos, primos y primas, y los amigos de El
Bluff que crecimos juntos en esa época del floreciente puerto.
Un mes antes del evento, mi abuela Manuela iniciaba los preparativos
para la celebración de la novena y la gritería. Familias de Punta Gorda,
principalmente los McRea, la proveían de caña de piña, limones dulces y
naranjas. Desde Masaya le llegaban dulces, gofios, chicha, canastas, bolsas con
imágenes de la Virgen y otros productos que ella distribuía.
Mi abuelo Felipe se encargaba de asegurar la pólvora, toda ella
importada: triquitracas, buscapiés, cohetes comunes y de colores, carga cerrada
y morteros. Llegaban en barcos mercantes para abastecer a los establecimientos
chinos en Bluefields; los descargaban en la bodega de la aduana y luego los
transportaban en barcos pos pos a Bluefields. Mi abuelo realizaba su pedido con
anticipación, y a sus nietos les hacía estallar la pólvora antes de que llegara
a Bluefields. En una de esas ocasiones, sin tener experiencia, un paquete de
triquitracas explotó en mi mano. Imagina el dolor y el ardor, hasta que mi mamá
me aplicó un ungüento y sentí alivio. Sin embargo, nunca más me volví a quemar.
Mi abuela contaba con la colaboración de un grupo de mujeres devotas,
incluyendo a mi mamá, mis tías Magdalena y Merchú, las primas, y otras que la
visitaban para preparar el altar de la Purísima. Realizaban esta tarea con
esmero, prestando especial atención a los detalles.
La sacaban de una vitrina donde la guardaban todo el año, la limpiaban y
le ponían un vestuario nuevo en colores celeste y blanco, preparándola para su
asunción al cielo. De igual manera, se encargaban del altar, situado en una
esquina de la sala. Creaban un cielo con papel blanco y algodón, colocando la
luna, una serpiente y los ángeles a los pies de la Virgen. Estos angelitos los
confeccionaban con mucha paciencia, formando un grupo de caritas bonitas.
Tan grande era mi entusiasmo que estaba listo, a la espera de las siete de la noche, para participar en la novena de la Virgen. Solo tenía que cruzar el patio e ingresar a la casa de mi abuela. Un ambiente festivo me recibía. La alegría se reflejaba en cada rostro: mis primas Zenaida, Melba, Martha, Claudia, el primo Edwin y tía Magdalena; mi madre, Indiana y Tony; mi abuelo con los encargados de tirar la pólvora y los cohetes, más felices que todos porque les repartía tragos de guaro lija; mis primos José Manuel y Javier con mi tía Merchú, encargada de los cantos, y tío Felipe; Ivette, Patty y Cesar con tío Pablo y tía Marina. La gente llegaba con alegría, la sala se llenaba, algunos de pie y otros sentados, con los cantos dedicados a la Virgen.
Mi mayor alegría y emoción explotaban en gritos cuando se cantaba
"Dulces Himnos". "Dulces himnos cantando a María, vencedora del fiero
dragón". En ese ambiente de fe y esperanza, María era mi heroína, mi protectora
contra el fiero dragón. Lo vencía, exterminaba a esa fiera maligna.
Hoy, al recordar esos momentos, pienso en mis seres queridos que están
junto a la Virgen, a la que le dejo todas las noches una lucecita encendida. Le
pido por la familia, que nunca nos falle y que nos de fuerzas para que vencer al fiero
dragón que tanto daño hace.
Actualizado: 6/12/23
Foto Propia.