Entre los años 1996 y 1998, en
los meses de verano, la neblina cubría la ciudad de Nueva Guinea desde altas
horas de la noche hasta el amanecer. Es abril el mes más seco y el más caluroso
del año. En esos años vivía en la casa de Allan Forbes, ubicada a un lado de la
pista de aterrizaje, la que estaba habilitada para recibir vuelos desde
Managua, principalmente de las avionetas Grand Caravan de la empresa La
Costeña.
Esa pista fue construida entre los años de 1966 a 1972. Tenía un poco más de 1,000 metros de largo y 100 de ancho. "Al inicio comenzaron a trabajar con un tractor D6 que era conducido por Donald Ríos Obando y, posteriormente, se complementó con un tornapool que era operado por Luis Morán. Iniciaron la construcción por el sector de la actual catedral y fue funcional cuando alcanzaron los 600 metros de largo", señala Víctor Barrera.
Todos los años le brindaban mantenimiento y hacían mejoras. Nunca se dio un
accidente, pero en una ocasión, una ventolera del noreste suspendió una
avioneta que estaba estacionada y la tiró al lado de la casa de Allan. La gente
corrió hacia ella y, a empujones, la volvieron a poner donde estaba sin mayores
consecuencias.
"En esos años, la población de las
primeras colonias (Nueva Guinea, Río Plata, El Verdún y Jerusalén) contribuían
con trabajo voluntario que le llamaban cooperación, exigido por el Instituto
Agrario Nacional (IAN)", dijo Miguel Barrera. En el extremo oeste de la pista existía un árbol de
Ceiba inmenso, el más grande en esa época, que no permitía un aterrizaje
seguro. Por ello, cuatro hombres de cada una de esas colonias pasaron
trabajando más de quince días para cortarlo desde las raíces. De igual manera,
participaban en la construcción de la pista trabajando con pico, palas, barras,
carretas de mano y otros equipos. Después que cortaron el Ceibón, los aviones
hércules podían aterrizar ya que antes de ello solo lo hacían avionetas.
En la década de los años ochenta la
pista estuvo al servicio del Banco Nacional de Desarrollo (BND) para trasladar personal
y dinero, y del Ejército para transporte de tropas mediante helicópteros y
aviones.
Con los vuelos frecuentes de la Costeña (1994 - 1998), era todo un espectáculo ver a Carlos Vindel, responsable de la agencia en Nueva Guinea, y a Tomás Rivas Bucardo, su asistente, en un constante movimiento, atravesando la pista para ahuyentar burros, caballos, vacas, cerdos y hasta a personas despistadas a la hora en que la avioneta hacía la maniobra de aterrizaje, en la que muchas veces debía volver a tomar vuelo y dar varias vueltas alrededor de la ciudad hasta que quedaba despejada. La clientela era abundante porque el personal de varios proyectos de cooperación, empresarios y personas enfermas hacían uso de sus servicios para viajar entre Managua y Nueva Guinea y viceversa.
La casa estaba ubicada en el
costado sur de la pista. Era de concreto, tenía tres habitaciones, una cocina
aparte, letrina y un baño sin techo cubierto a sus lados con plástico negro.
Entre el mobiliario que llevé cuando la alquilé figuraban una cama de madera
con una colchoneta gruesa, un estante que adherí a la pared donde ubicaba
algunos libros y un equipo de sonido, una hamaca y una mesa pequeña de madera
con cuatro sillas y algunos utensilios de cocina.
La camioneta de la organización
en que laboraba, la parqueaba dentro del solar de la casa, a un lado de la
cocina, y accedía por la puerta posterior mediante unas gradas. En el frente
tenía un pequeño porche corredor enverjado y la puerta de acceso principal.
Frente a la casa estaba la pista de aterrizaje a la que se podía acceder por un
camino de tierra que hoy ha desaparecido.
En esa época trabajaba con el fin
de contribuir a fortalecer la paz y la reconciliación entre la población,
apoyando los servicios básicos (agua y saneamiento, educación, salud),
organización comunitaria, proyectos productivos, financiamiento, asistencia
técnica y capacitación. En ello se focalizaban más de 40 organismos, entre
proyectos de cooperación bilateral y ONG’s. Casi todos trabajaban en las mismas
comunidades, haciendo lo mismo y con poca o sin ninguna coordinación. Producto
de eso es que, entre varios amigos que laboraban en la Alcaldía Municipal y
otros organismos, nos dimos a la tarea de que coordinaran sus acciones para
evitar la duplicación de esfuerzos y recursos. Para ello convocamos a varios
talleres, encuentros y fortalecimiento de las comisiones municipales,
principalmente la del medio ambiente.
Los amigos que trabajábamos en
ese contexto, luego de nuestras labores, casi siempre después de las seis de la
tarde, nos encontrábamos en la casa de Guillermo (Wim) Coenen, ubicada
exactamente donde es el supermercado Pali en la actualidad, para jugar el juego
llamado Risk (riesgo) cuyo objetivo es simple: los jugadores tienen que conquistar
territorios “enemigos” creando un ejército, moviendo sus tropas, haciendo
alianzas y luchando en batallas. Dependiendo del resultado de los dados, ¡un
jugador vencerá al “enemigo” o será vencido! En ello pasábamos jugando hasta
altas horas de la noche y, en la mayoría de las veces, había cervezas y tragos.
En otras ocasiones nos mirábamos
en el restaurante Kung Fu. “Vamos donde la Mencha después de las siete”, nos
avisábamos de boca en boca, porque en esa época no había comunicación de
telefonía móvil para enviarnos mensajes de wasap. Casi siempre éramos los
mismos clientes: Guillermo, Oscar Sánchez, Francisco García, Walter Mejía,
llamado con cariño “El Buey”, Toño Vargas, el Chele Solís, entre otros. Allí
cenábamos y bebíamos, ron principalmente, y trasladábamos a la conversación la
problemática del municipio con mucho entusiasmo.
Cuando la Mencha se aburría o le
daba sueño, nos llamaba a la barra para que cada uno firmara en un cuaderno su
cuenta. Ese cuaderno era nuestra tarjeta de crédito de esa época y el pago lo
hacíamos de manera puntual. Decía que iba a dormir y que Harry Chow, su hijo,
en esa época adolescente, nos atendería. Harry, acompañado por su perro “el
Rambo”, un pastor alemán, siempre esperaba hasta que hacíamos viaje a nuestras
casas en altas horas de la noche.
Así, en una de esas noches de
verano, del mes de abril, habíamos acordado reunirnos en la casa que alquilaba
frente a la pista de aterrizaje. “Es de traje”, dijo Walter, y ello significaba
que cada uno llevaría ingredientes para pasar una noche amena. Los
sobresalientes eran hielo, el ron, cervezas, soda, agua, limones, sal, maní y
ganas de compartir.
A las ocho de la noche el grupo
estaba completo y conversábamos de diferentes temas. Guillermo salió al patio y
al regresar dijo.
—Esa luna está preciosa,
radiante.
—Es luna llena, luna de abril
—respondió el Chele Solís, sentado en una de las sillas y con la pierna
cruzada. En su mano humeaba un cigarrillo.
El ambiente de la casa, además de
nuestras voces, lo llenaba la música de Maná que sonada en el equipo de sonido.
—Saquemos la mesa a la pista
—propuso Guillermo.
—Cada uno lleva lo que va a
ocupar y lo regresa a su lugar —dije. Me miraba cargando mesa y sillas después.
—¿Qué estamos esperando?
—preguntó el Buey. Tomó la silla y el vaso que ocupaba y salió en dirección
hacia el porche—. Después vengo por la mesa—indicó señalándola.
Cruzamos la calle de macadán y
subimos a la pista por el camino de cruce que hoy no existe. Con la mesa
acomodada a unos veinte metros de la calle, evitando el centro de la pista, nos
sentamos a compartir bajo la luz de la luna llena. No había lodo y la grama
estaba recién cortada. Desde allí escuchábamos la música de Maná, teníamos el
termo y todos los ingredientes de los que se había convertido en una lunada
entre amigos. La luna iluminaba la ciudad que dormitaba en silencio.
Conversábamos sobre una Nueva
Guinea mejor, próspera, con una ciudad que crecería de manera ordenada
siguiendo un plan de desarrollo urbano, sobre el cuido del medio ambiente,
servicios básicos de calidad y un sector productivo respetable con el medio
ambiente. Por supuesto que nos reíamos, hacíamos bromas entre nosotros y
hablábamos sobre los planes de trabajo y avances de cada una de nuestras
organizaciones.
La noche se fue haciendo más
húmeda y la neblina ocultaba por ratos la luna llena.
—Alguien se acerca —dijo el Chele
Solís y buscamos con la mirada la figura de ese alguien andante en los
alrededores de la pista. Al otro lado, en la calle del banco, la que hoy es un
bulevar de dos vías, se observaban las luces parpadeantes de las casas por la
abundancia de árboles de acacia amarilla plantados en ese sector. Luces de
luminarias eran inexistentes y no circulaban vehículos.
A unos 20 metros vimos dos
figuras que se acercaban y escuchamos una voz firme y alta.
—¿Qué están haciendo aquí a estas
horas de la noche?
Nos quedamos callados,
expectantes, viendo avanzar hacia nosotros a dos hombres desde el centro de la
pista. Al acercarse vimos que se trataba de dos policías.
—Nos damos un baño de luna
—respondió Guillermo, con su acento holandés al hablar español —. Es una lunada
y eso no es ningún problema, sólo nos divertimos.
—Yo los conozco a todos ellos
—dijo el otro policía, el acompañante del que habló en alto.
—¿Andan haciendo un rondín?
—preguntó Walter.
—No, no, ya salimos del turno y
vamos para nuestras casas, al lado de la zona 3 —dijo el policía que preguntó
que hacíamos allí en la pista.
—Entonces los invitamos a un
trago —dijo Guillermo.
—Gracias, muchas gracias
—respondieron al unísono.
El chele Solís, muy atento,
sirvió los dos tragos de 30 cc., la dosis ideal según el profesor Octavio
Gallardo de Juigalpa, en sus respectivas copitas y se las ofreció.
—Así pelones —dijo el policía
acompañante del primer policía.
—Tome, tome, aquí hay soda con
hielo —dijo Walter como si fuera un mesero, extendiendo hacia ellos su brazo
con el vaso.
—Un momento —dijo Guillermo al
verlos animados con el trago y el vaso de soda en sus manos. —Me parece que
para tomar ron deben quitarse la camisa de policía. Si no se la quitan no
pueden tomar —agregó con seriedad, sus lentes reflejando la luna y con ese
acento de extranjero al hablar español.
Los policías cruzaron miradas. La
luna llena los iluminaba develando en sus rostros una sonrisa plena.
—Usted tiene toda la razón —dijo
el primer policía.
—¿De dónde es usted, señor?
—pregunto el policía acompañante del primero.
—Soy holandés, soy de Holanda
—respondió el chele Guillermo con su rostro chele y una sonrisa de orgullo.
Los policías se quitaron la
camisa con las insignias y se quedaron la camiseta blanca. Doblaron la camisa
con maestría, uno se la acomodó en el hombro y el otro en su brazo izquierdo
—¡Salud pues! —dijo el chele
Solís y todos degustamos el trago.
La neblina de esa noche de abril
entraba por el noreste enseñoreándose sin prisa sobre la ciudad. La superficie
de la mesa se encontraba húmeda y sentí un poco de frío. Brindamos en dos
ocasiones más con los policías, conversamos con ellos y luego se despidieron.
—No hagan mucha bulla y no se
desvelen —dijo el primer policía al caminar con su acompañante en dirección a
sus casas ubicadas en la zona 3 de la ciudad.
La lunada terminó antes de la
medianoche. Todo el equipamiento fue trasladado a la casa como habíamos
acordado. Cada uno cruzó desde la pista hasta la casa, por el camino ahora
inexistente, su silla, vaso, copa, ayudaron entre ellos con el termo lleno de
botellas de ron y gaseosas y la mesa la cargó Walter.
La platica del día, y los
posteriores, fue sobre los policías y el baño de luna que nos dimos. Los
policías eran atentos y amables en esa época donde cada uno, en su ámbito,
trabajaba por la paz y la reconciliación en el municipio de Nueva Guinea.
En varias ocasiones los volví a
ver por las calles y nos saludábamos con una sonrisa de complicidad diciéndonos
adiós. Terminó el verano. Mayo trajo las lluvias y con el paso del tiempo dejé
de verlos. Mis amigos terminaron sus contratos de trabajo y regresaron a sus
lugares de origen, pero aún conservamos la amistad de siempre.
12 de septiembre de 2023.
Foto propia: luna llena.