Casi salí corriendo por
el ritmo de trabajo que tenía. Trabajaba en la formulación, ejecución,
seguimiento, monitoreo y evaluación de proyectos; coordinaba acciones con
organismos y el gobierno local; me reunía con muchas personas y visitaba más de
treinta comunidades de Nueva Guinea y otras del resto del país. Estaba agotado;
tenía muchos años de no tomar un buen descanso. Necesitaba respirar aire fresco y relajarme. Utila era el lugar ideal para
disfrutarlo con mi padre, mi hermana, mis sobrinas y amigos de siempre.
Llevaba varios días
haciendo buceo de superficie en los bancos de arrecife de coral
que hay en los alrededores. Siempre lo hacía; además, es uno de los atractivos
turísticos de la isla. Su belleza es inigualable: están protegidos, hay varias
escuelas de buceo cuyos precios son accesibles, lo que atrae a muchos turistas
y genera ingresos en toda la cadena de servicios que ofrecen los Utileños.
El día anterior mi hermana había viajado en avioneta a La Ceiba con su familia para hacer compras y pasar el fin de semana. Solamente él y yo estábamos en casa. Era un día de verano, soleado, caluroso, de cielo azul despejado y mar calmo, ideal para bucear, pero me había quedado acompañándolo.
Salí al corredor del frente de la casa, y a lo
lejos, en el horizonte azul, sobre la copa del manglar que crece abundante en
la laguna de arriba, vi una nube gris pequeña entre las altas nubes blancas que
pincelaban el cielo. Era una nube perdida en el camino del Caribe hondureño, en
la inmensidad del cielo de las Islas de la Bahía. Estaba a la deriva, sin
ninguna racha de viento que la empujara para hacerla avanzar. Era una nubecita
gris insignificante que no provocaba ninguna preocupación porque no cambiaría
las condiciones climáticas, ni traería lluvias, mucho menos una tormenta, y
calculé que pasaría sobre el arrecife y el faro ubicado en la punta sureste de
la isla, mucho más allá del muelle de la casa donde estaba atracado el barco
pesquero de Mike, mi cuñado.
Así que entré a la sala
para seguir disfrutando del concierto que estaba viendo en la televisión. Mi
padre hacía su siesta y solo se escuchaba la música, sus ronquidos y el ruido
de las motocicletas y carritos de golf que pasaban por la calle en dirección al
puente para acceder a la antigua pista de aterrizaje o dirigirse al centro del
pueblo.
El concierto de Clapton
estaba de moda, principalmente por la canción Tears in Heaven, una
balada acústica escrita en 1991. En ella habla de su dolor por el duelo y su
lucha interna por superar la muerte de su hijo de cuatro años, donde se
pregunta si en el cielo las cosas seguirían siendo iguales. Es la historia de
un padre que está destrozado, roto en mil pedazos por la muerte de su hijo. Es
realmente una gran canción, ganadora de varios premios Grammy y un éxito
mundial.
Después de diez minutos, fui al refrigerador de la cocina para tomar un poco de agua. Salí al corredor de madera ubicado detrás de la casa. Vi el faro y, más allá, los Cayitos de Utila. El oleaje descansaba; la bahía se mostraba majestuosa, con cayucos surcándola, y miraba con claridad la estela de espuma blanca que dejaban en su trayecto, con el verdor de Sandy Bay, Blue Bayou y toda la costa oeste de la isla al fondo, hasta alcanzar los Cayitos entre el brillo parpadeante del calor en el agua.
Es un día espléndido, pensé. Regresé a la sala con el vaso de agua. Al
pasar por la habitación donde papá hacía su siesta, escuché sus ronquidos
altisonantes.
La música estaba en
pausa y, al sentarme, seguí con el concierto. Repentinamente, un estruendo
seco, breve y violento, sacudió la casa desde sus cimientos. Fue un sonido
similar a una explosión intensa de corta duración, tan fuerte que mis oídos quedaron con un zumbido y no
escuchaba nada. Me levanté desconcertado y vi que mi padre salió asustado a la
sala. Con el movimiento de sus labios me di cuenta de que preguntaba: ¿qué
pasó?
No sabía qué había pasado, así que respondí con la expresión de mis brazos. De prisa, desesperado, caminó hacia la cocina y luego al corredor, mientras yo lo seguía. Volvía a escucharlo y, de inmediato, dijo, mirando hacia la torre de madera, el mirador de la casa, construida sobre el corredor donde estaba la antena de radiocomunicación: ¡Fue un rayo! ¡Ha caído un rayo! Vi que la antena ya no estaba; la parte alta de la torre y sus bancas estaban chamuscadas por el impacto del rayo. Un poco a la izquierda, en el cielo azul, la nubecita insignificante iba en dirección al faro.
Poco a poco, nos dimos cuenta de los daños ocasionados, además de la destrucción de la antena, cuyos trozos estaban esparcidos en el patio trasero. Las luces no funcionaban debido a que todo el sistema eléctrico quedó destrozado, y se quemaron los electrodomésticos que estaban enchufados. La televisión no volvió a funcionar y la radio de comunicación que Mike tenía instalada para hablar con mi hermana cuando andaba pescando se quemó totalmente.
Tuvimos la suerte de no sufrir ningún daño personal, solo el susto del impacto y el estruendo del rayo. El sistema de protección nos salvó la vida, desviando la descarga eléctrica a tierra.
Cuando mi padre le dio
la noticia a Indiana y a Mike, no podían creerlo, mucho menos
imaginárselo, al igual que los vecinos, que hicieron correr la voz sobre el
incidente a la velocidad de un rayo por todos los rincones de Utila.
Terminaron las vacaciones y regresé al trabajo con un poco más de energía. Mi papá viajó meses
después a Nueva Guinea de visita, siempre con el corazón roto. Me di cuenta, después de ese incidente provocado por la nubecita gris
despistada, de que la vida, a pesar de las múltiples fracturas que nos provoca,
vale la pena vivirla y hay que seguir adelante.
Meses después, el seguro que Mike había contratado pagó los daños que el rayo ocasionó en la casa, una de las que estuvo expuesta a la probabilidad de riesgo, que es de menos de uno en un millón por año para las casas que pueden ser alcanzadas por un rayo.
5 de septiembre de 2024.
Foto: Tormenta en el paraíso (Sergio Orozco Carazo).