I
¡Pasajeros del vuelo 453 de American Airlines con destino a la ciudad de Miami, por favor pasar a chequeo en la sala de migración! ¡Se les recuerda llevar a mano su pasaporte y boleto de embarque! ¡Este es el primer llamado! Esa voz de mujer, oculta tras los altoparlantes, sosegadora de angustias, hace que Joseph Norton se levante, abandone los pensamientos nostálgicos y se dirija a una vida nueva, a la aventura esperada por años, al trabajo de navegante. Ha logrado su sueño de ser un ship out man.
Se encuentra solitario, sus familiares están reunidos en Bluefields, tan anhelantes como él. Minutos antes ha conversado con su madre por teléfono. Le ha dicho que siempre se encomiende a Dios, que estará en sus plegarias y que nunca olvide su gente, sus raíces y su historia. Por su parte, Benjamín, su padre, le ha dicho: “no te preocupes, cuidaré a tus hermanos menores y a tu madre, disfruta el trabajo, descubrirás el mundo, la vida es corta y pronto volveremos a estar juntos, no tienes nada de qué avergonzarte, debes ser fuerte y evitar problemas”. Al abordar el avión y acomodarse en la sección 24C su ansiedad disminuye. Está nervioso, es su primer vuelo. Al elevarse la aeronave, sus recuerdos retroceden en el tiempo, vuelan hacia su barrio y al callejón donde ha crecido.
— ¿Vas a llamarme por teléfono? —pregunta Ivy con lágrimas que transitan amargas por sus mejillas.
— ¡Sí, mi amor, no habrá un día en que deje de hacerlo! —responde Joseph al mismo instante que se levanta de la cama en busca de su ropa. La observa frágil, dolida por la despedida.
— ¡Prometo esperarte toda la vida si es necesario! ¡Nada ni nadie podrá evitar que te siga amando! ¡Mi amor es sólo tuyo y para siempre! —concluye Ivy mientras Joseph se acerca a ella, toma su mano y le pone un anillo de compromiso en el dedo anular izquierdo.
— ¡Mi amor, mi vida!, ¡siempre he esperado este momento! —dice Ivy y se aferra a él como una niña con el corazón palpitante de emoción, con la alegría que le brinda la confirmación del anillo. Lo conoce bien, desde que eran niños y jugaban por todos los rincones del callejón de Beholden. Está segura que cumplirá la promesa.
Joseph recuerda este momento con dolor por la separación de su novia, amiga y cómplice de penas y sueños. Regresan a su mente los primeros besos que a escondidas se dieron bajo el viejo cocotero plantado en una de las esquinas, testigo de su amor y de la vida tormentosa y desesperada que se filtra desvaneciéndose en el callejón. Su padre le ha dicho que de nada debe avergonzarse y esas palabras inhiben lo más profundo de su existencia.
Se encuentra en la entrada principal del callejón, entre la esquina que lleva a la casa de Stubbs y la calle en dirección a la iglesia San Martín. Aún no cumple los dieciséis años. Asiste a clases en el colegio de Breda Wine por la mañanas y por las tardes ejerce las funciones de enlace entre los asiduos visitantes y extraños que recurren en busca de lo prohibido. Todos lo conocen, es el que media entre la ansiedad y la felicidad, entre la realidad y la fantasía, es la conexión con el mercader de la droga: cocaína, crack y la yerba que exalta sonrisas y pensamientos profundos. Sin él nadie logra lo deseado. Conoce a todos y le es fiel a Zangó, el hombre, el rey del callejón, el mercader invisible.
— ¡Nunca te atrevas llevar a mi casa a una de esas almas en pena! —dice Zangó. Ni que se trate del presidente del consejo regional, ni el alcalde. Ninguna persona puede conocer mi casa.
— No te preocupes, ninguna persona cruzará el callejón en tu búsqueda —le asegura Joseph. Inquieto le pregunta: ¿cómo haces cuando te buscan por las mañanas, cuando estoy en clases?
— Eso no es asunto tuyo. Tu puesto está cubierto por otra persona que no conoces ni debe interesarte —responde el mercader mientras asoma la cabeza a través de la ventana que está contigua al andén principal del callejón.
Zangó es misterioso, cauteloso y desconfiado como una fiera herida. Por las mañanas, mientras Joseph acude a la escuela, Dorothy, una muchacha de quince años que estudia por las tardes, ocupa su puesto. Durante su turno de enlace pasa inadvertida pelando cocos secos con un machete corto y filoso, acomodada en un banco de madera bajo la sombra de un árbol de pera de agua. Ese es su señuelo, pelar cocos, así es identificada por los tránsfugas de la realidad, evasores de penas y por los que se prestan a adquirir el boleto a ello.
Ambos han sido reclutados a través de familiares cercanos necesitados de la misma mercancía y por la carencia del dinero en el hogar familiar. Son los tiempos en que el trabajo ha abandonado Bluefields y únicamente pueden adquirirlo los que se han involucrado en actividades políticas y partidistas. La chamba es escasa y acarrear maletas de turistas en los muelles o salir a pescar a la bahía no alcanza para las necesidades crecientes de las familias. Zangó, de manera cumplida le entrega semanalmente a Joseph un sobre con la suma de mil quinientos córdobas y nunca se le ha ocurrido ni interesado preguntar por la cantidad que recibe Dorothy.
Además del turno que ejercía por las tardes, Joseph se encargaba de la misión más importante asignada por Zangó. En la madrugada de todos los jueves, entre las tres y cuatro de la mañana, después que ha terminado la fiesta en Four Brothers y Sima Club, debe esperar en su puesto de enlace una camioneta Toyota Prado color blanco. A las tres de la mañana en punto, Zangó le entrega un maletín “samsonite” con llave de combinación y al detenerse la camioneta abre la puerta trasera, coloca el maletín al fondo, junto al respaldar del asiento, y retira un saco de bramante con veinte kilogramos de peso. Sin revisar el contenido y mirar la cara de los ocupantes camina de prisa por el callejón hasta la casa de Zangó y lo entrega. Horas antes, el mismo día de todas las semanas, una camioneta Toyota Hilux de color celeste con plomo y luces intermitentes, recorre el barrio ahuyentando a los transeúntes, despejando el camino para consumar la operación; igual al campesino que labra la tierra para luego plantar la semilla que deberá dar sus frutos.
Los fines de semana son los más alegres en la vida de la gente del callejón. Salen de compra, se dirigen al mercado y visitan las principales tiendas de abarrotes. Zangó comparte con sus vecinos una parte de las ganancias de su próspero negocio. Se han convertido en sus cómplices, servidores y guardianes. Es el líder del callejón, la autoridad real, el que dicta lo que debe hacerse y lo prohibido. Antes lo fue Kahló, Janté y Zambá. Todos ellos ocupantes del trono por sucesión, un reinado no mayor a los quince años, una herencia real ganada por la confianza depositada en ellos por los habitantes del callejón, pero consagrada por la mano y el rostro invisible del poder. Ninguno de ellos, reyes sin corona, ostentan su riqueza; todo lo contrario, viven en las penumbras, en la casa de madera y techo de zinc más vieja, la casa que desprende un olor a madera en estado de descomposición por la invasión de las termitas y el pasar de los años sin que sus inquilinos se percaten de ello. El mismo olor que Zangó desprende de su aliento, sudor y orina.
Joseph conoció desde niño las normas establecidas en el callejón. Sin cuestionarse ni preguntar el por qué de ese particular modo de vivir, aceptó con naturalidad el trabajo de enlace, un trabajo de prestigio que garantizaba la continuidad de la vida de ancianos abandonados, de mujeres con hijos sin padres a cargo, de jóvenes drogadictos ambulantes y de hombres maduros sin sueños, esperanzas ni anhelos. También comprendió porque la mercancía de Zangó era la de mejor calidad, garantía de su alta demanda y las razones por las que nunca escaseaba, aun cuando en los titulares de los principales periódicos nacionales y en las radios locales anunciaban grandes decomisos de droga a narcotraficantes en alta mar y quiebres de puestos de venta en otros barrios de la ciudad.
La última madrugada del jueves en su puesto de enlace, al estacionarse la camioneta y depositar el maletín, encontró el saco acostumbrado y una bolsa de papel con un contenido enrollado. Una voz desde la cabina le dijo: “haz lo de siempre, pero no entregues la bolsa a Zangó, quédate con ella y guarda su contenido en una cuenta bancaria a nombre de tu padre para que en tu ausencia cubra los gastos de la familia mientras te acomodas y puedas ayudarle”. Zangó le explico a Joseph esta generosa medida como producto del nivel de estima de los seres invisibles de la camioneta, por su constancia y fidelidad. También le dijo que debía hacer exactamente lo que indicaban, luego de tomar una parte para emprender su viaje. Fue con su padre al banco e hizo la apertura de una cuenta de ahorro por la suma de tres mil dólares.
Nunca probó la droga, ninguna de las extremas, a excepción de un puro de marihuana ocasionalmente. Sus sueños no se lo permitían. Deseaba salir del callejón, dejar esa viciada vida, ver otro mundo. La oportunidad le llegó luego de hacer los trámites en la agencia de reclutamiento de marinos ubicada en su mismo barrio, después de concluir sus estudios de bachillerato. De unos trescientos aspirantes para ser ship out man, fue uno de los cinco elegidos y ahora que volaba hacia Miami en busca de sus sueños, nostálgico por su barrio, por el amor de Ivy y el mismo callejón, se preguntaba si las manos y rostros invisibles de la camioneta de los jueves habían intervenido en su favor.
Sus recuerdos se desvanecieron al escuchar el anuncio de la llegada del vuelo al aeropuerto internacional de Miami. Al salir de aduanas un empleado de la empresa naviera que lo empleaba sostenía una hoja impresa con su nombre: Joseph Norton. Se sintió libre, importante, comprendió que su vida cambiaria para siempre.
La empresa Majestic Sea le brindó la oportunidad esperada. Inicialmente tuvo que pasar un curso a bordo de un crucero para especializarse como asistente de camarotes. El dominio del inglés y del español fue una ventaja que supo aprovechar para ganarse el puesto y la confianza de su jefe inmediato. Después de quince días en alta mar firmó su primer contrato por un año con la posibilidad de renovarlo. Una vez firmado llamó entusiasmado a Ivy dándole la noticia y preguntando sobre su familia. Su sueldo básico mensual era de mil quinientos dólares, sin incluir las propinas generosas que los turistas entregan voluntariamente a los empleados que por su esmero se las merecen. En sus viajes como asistente de camarote tenía garantiza la alimentación, el vestuario y una buena cama donde descansar. Ese ambiente limpio y reluciente, con olor a nuevo y ordenado, le parecía un espejismo cuando los recuerdos del callejón regresaban a él.
Siempre fue amistoso con sus compañeros, lo que le permitió ganarse el cariño y respeto de ellos. Estaba a cargo de varios camarotes y suites. En su labor se esforzó al máximo, asegurándose que estuviera siempre en orden, garantizando a los turistas unas vacaciones placenteras. Cambiaba la ropa de cama y limpiaba totalmente las habitaciones y, al concluir su labor, antes de cerrar la puerta, revisaba cada rincón del camarote dos o tres veces. No descuidaba ningún detalle. Si un huésped usaba espejo de mano, lo limpiaba. Si encontraba abierta una computadora portátil, le quitaba el polvo. Esos detalles lo hacían merecedor de jugosas propinas y el primer mes de trabajo logró juntar setecientos dólares.
Además del salario y las propinas, lo que más le gustaba a Joseph del trabajo en el crucero eran los viajes. En su primer año conoció las Bermudas, Cozumel, Gran Caimán, Puerto Rico, República Dominicana, Panamá y varias islas de las antillas menores. En cada uno de estos destinos aprovechaba para salir junto con sus compañeros de trabajo y llamaba a Ivy para contarle las maravillas de esos mundos y recordarle su promesa de amor. Ivy, por su parte, le comentaba la situación de su casa, del barrio y el callejón, así como la confirmación de la transferencia mensual de trescientos dólares que hacia a su nombre para entregárselos a su padre.
Al concluir el primer año como asistente de camarotes en la naviera Majestic Sea le comunicaron que debía tomar un mes de vacaciones y le extendieron el contrato por tres años renovables. Al regresar a Fort Lauderdale, proveniente de Martinica para tomar sus vacaciones, el boleto de regreso a Bluefields lo esperaba.
Ivy fue a su encuentro en el aeropuerto que cambia de nombre según el partido político que ostenta el poder: para los de derecha Las Mercedes y para los cristianos, socialistas y solidarios, Augusto Cesar Sandino. Desde que lo vio a través de los ventanales de vidrio se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. Vestía con pantalones jeans color azul, camiseta de cuello color celeste, tenis blanco marca Adidas, chaqueta de cuero color café y sobre su pecho colgaba una gruesa cadena de oro. El cabello lo llevaba bien corto y en su cara sobresalía un exuberante bigote que terminaba afinado en las comisuras labiales. Su cuerpo había cambiado, lo notaba robusto, con varias libras de peso de más y esa nueva apariencia hacia palpitar de entusiasmo su enamorado corazón.
Al salir con sus maletas (tres, más su bolso de mano), Ivy corrió a sus brazos. Se abrazaron, se besaron, dejaban de hacerlo, se miraban a los ojos y volvían a besarse como dos locos enamorados mientras robaban las miradas de otros que esperaban a sus seres queridos sin atreverse a demostrar su amor y cariño como ellos. Tomaron un taxi y se hospedaron en el hotel Camino Real por su cercanía al aeropuerto para partir en el primer vuelo del siguiente día hacia Bluefields.
Se alojaron en la mejor habitación. Al entrar, los besos no cesaron, las caricias, los deseos retenidos y la pasión desbocada, explotaron como un volcán en erupciones múltiples hasta que los cuerpos, vencidos por el agotamiento placentero, dejaron las huellas de su amor en el amplio sofá que amueblaba el ambiente y en las sábanas blancas de la cama king size. Renovados de espíritu salieron al restaurante donde cenaron como enamorados en su primera cita.
— Veo que aún llevas el anillo que te entregué hace más de un año —dice Joseph al acariciar su mano.
— Nunca me lo he quitado. Ha sido mi compañero fiel desde que te fuiste, testigo de mi soledad y confort del recuerdo de tu amor —respondió Ivy acariciándole las mejillas, sintiéndolas rellenas y un poco más abultadas.
— Prepárate, es tiempo que uses uno nuevo, uno definitivo, el que llevaras el resto de tu vida —dice Joseph mientras le muestra dos anillos de oro, anillos de compromiso con sus nombres gravados.
— ¡Joseph, no te entiendo!, ¿qué estas pensando? —pregunta Ivy mirando los anillos.
— Mi amor, nos vamos a casar. Quiero que seas la mujer que me acompañe de por vida, quiero que me des hijos, quiero una nueva vida y solamente con vos la podré alcanzar —responde besando sus labios.
— Pero así, de pronto. Tenemos que planear bien el matrimonio —dice Ivy, aún incrédula y llena de emoción.
— No te preocupes, todo está arreglado. Desde hace quince días hable con Breda Wine por teléfono para que en su iglesia nos casemos. Él ya lo sabe y nos casamos dentro de cinco días.
— ¡Pero Joseph, hay que hacer otros preparativos! No tengo traje de novia, tenemos que invitar a nuestros amigos y familiares —agrega Ivy.
— Todo está arreglado. Traigo tu traje de novia y las tarjetas para los invitados, espero que solamente sean familiares y ciertos amigos.
— ¿Por qué no me lo dijiste por teléfono? —cuestiona Ivy.
— Debes preaparte desde ahora para nuevas sorpresas. Espero sean muchas en nuestra futura vida —dice Joseph con una confianza que rebasaba los límites de la temeridad.
De regreso en Bluefields, Joseph anuncia el matrimonio a su familia y a la de Ivy. Ambas lo celebran con alegría y señal de un mejor porvenir. Visita a Breda Wine y le entrega quinientos dólares para que se encargue de los preparativos de la iglesia. Camina hacia la casa de Zangó y un joven de unos dieciocho años se interpone en su camino. Es el nuevo enlace hacia el rey del callejón. Luego de explicarle sus motivos y al regresar con el visto bueno de Zangó, entra a la vieja casa donde lo espera acostado en una hamaca que cuelga en la sala.
— Has regresado. Como te veo, parece que te ha ido muy bien —dice el rey sin invitarlo a tomar asiento porque no existen, mientras se inclina empujando sus piernas sobre la hamaca.
— ¿Quién es el que ha ocupado mi lugar? —dice Joseph con cierto aire de celos mientras introduce su mano en el bolsillo derecho del pantalón para sacar dinero y dárselo a Zangó.
— No quiero ningún regalo de tu parte. No me debes nada. Al contrario, siempre estaré agradecido por tus servicios de enlace, el mejor que he tenido en estos últimos años. El nuevo enlace se llama Roger y te ha reemplazado desde que te fuiste.
— ¿Y Dorothy?, ¿aún esta a tus servicios? —pregunta Joseph mientras se sienta en el soporte inferior de la ventana de madera que da al callejón.
— Siempre. A ella le he confiado la espera de la camioneta Toyota Prado de los jueves —responde Zangó mientras se levanta de la hamaca. —Es una chavala seria y muy responsable —agrega.
— ¿Y como está el negocio?
— Mucho mejor. La situación ha mejorado. Tengo nueva clientela, las visitas son mas frecuentes. Hay mucha gente refinada que busca la cocaína, gente de las altas esferas sociales de Bluefields. El crack lo consumen los que ya no encuentran el placer del polvo, esos que puedes ver por las calles en estado lamentable, vagabundos que hacen cualquier cosa por drogarse.
— ¿Y vos?, ¿cuenta cómo te ha ido? —pregunta Zangó.
Joseph le explica con entusiasmo el tipo de trabajo que realiza, los lugares que ha conocido, las amistades que ha hecho, la cantidad de dinero que ha ganado en el transcurso del año y su continuidad por la renovación del contrato. Zangó ha regresado a la hamaca y lo escucha atento sin perderse ningún detalle.
— Eso me llena de alegría, se nota en tu rostro lo contento que estás, siempre supe que lo lograrías —dice Zangó cuando Joseph concluye.
— Me casare con Ivy el domingo, he venido a invitarte a la boda. Quiero que asistas.
— Joseph, querido Joseph, sabes muy bien que no podré asistir, mi vida no me lo permite, no puedo frecuentar ni siquiera la iglesia —dice Zangó con cierta pesadez en sus palabras, con un destello de dolor que sale de la profundidad de su ser.
— Pero puedes asistir a la boda civil. Se realizará en casa de Ivy el día jueves —insiste Joseph.
— Lo siento mucho, no podré. Recuerda que es el día del intercambio y debo preparar cuentas. Te deseo la mayor felicidad de este mundo desquiciado. Ivy siempre ha sido una buena muchacha y estoy seguro que serán felices. Ven, acércate, déjame darte un abrazo.
Joseph se acerca. Zangó se levanta de la hamaca y ambos se aferran en un abrazo fuerte y profundo. Es un abrazo de hermanos, del maestro con el aprendiz, del pasado con el futuro. El abrazo del rey en su calabozo y del súbdito libre, liberado de esa vida del callejón que se desvanece, que se erosiona con el paso del tiempo sin dejar huellas. Ese abrazo para Joseph duró una eternidad y el tiempo que permaneció aferrado a Zangó volvió a vivir su pasado, reconoció las caras que buscaban la droga, el ruido de la camioneta de luces intermitentes, el maletín de los jueves y las vidas desperdiciadas de los habitantes del callejón, de los niños, jóvenes, mujeres y de los ancianos. Se sintió lleno de culpa.
— Siempre he tenido la necesidad de saber, siempre me he preguntado si alguien intervino para que se me diera la oportunidad de irme embarcado —dice Joseph mirándolo fijamente a los ojos.
— Lo que está para vos nadie podrá quitarlo de tu camino. Todas las cosas que nos suceden tienen un fin, un propósito y el tuyo ya está definido —dice Zangó con un cierto aire filosófico.
— ¡Contesta mi pregunta! —insiste Joseph.
— El tiempo te dará la respuesta, él se encarga de aclararnos el camino y la mente. No te precipites, disfruta tu nueva vida, ama a Ivy, cría a tus hijos, edúcalos y sácalos de este maldito callejón. Ahora vete, visita a tus amigos, disfruta tu estadía en Bluefields —concluye Zangó.
— Volveré a visitarte, antes que regrese al trabajo —agrega Joseph al despedirse.
— No lo hagas, no debes exponerte más. Es por nuestro bien. Te deseo lo mejor —dice Zangó al verlo bajar las gradas de la casa.
Al caminar por el callejón Joseph medita. Aún siente el abrazo que le dio Zangó y un ardor en el pecho. Su cuerpo está impregnado de su olor. No comprende lo que le dijo, no termina de entenderlo, sus dudas han aumentado. De lo que sí está claro es que debe salir del callejón, abandonar definitivamente el lugar que lo vio nacer, el lugar donde sus ancestros y su familia ha vivido de por vida. Los olores pesados que inhala, la suciedad a su alrededor, los cuerpos drogados tirados en los corredores, los niños que corren desnudos y descalzos, los viejos que languidecen esperando la gracia divina para llevarlos a una vida mejor; son imágenes que se contraponen en espejos de realidades paralelas, entre su vida del callejón y la de olores fragantes, la higiene, lo reluciente, lo ordenado, las sonrisas de satisfacción y la fantasía que se vive en el crucero y los hoteles de descanso donde espera una nueva travesía por el majestuoso caribe.
El día domingo, a las nueve y treinta de la mañana, Joseph está listo en su casa, viste de traje con chaleco y corbata adornada por lunares blancos. Aparenta mayor edad. Por su parte, Ivy luce espléndida, reluciente y bella con el vestido de bodas que resalta sus mejores cualidades. Él aún no la ha visto vestida de novia. Joseph se dirige hacia la iglesia con su madrina. Ha escogido certeramente a Dorothy y nadie ha cuestionado su decisión. Al llegar a la iglesia es recibido por los invitados, principalmente familiares y amigos de ambos.
Luego de los saludos, caminan hacia el altar donde Breda Wine los espera sonriente con su traje de ceremonia, aparenta tener la conciencia y alma limpia. Ha realizado los preparativos de la boda con un esmero nunca antes visto. La iglesia se encuentra adornada con cortinas nuevas, flores silvestres y ha dado retoques de pintura color pastel a los cuatro costados de su templo. De pie, frente al altar, Joseph se acomoda al lado izquierdo de Dorothy y, tras una espera de diez minutos, se escucha la marcha triunfal de Mendelssohn que anuncia la llegada de Ivy. La comitiva adquiere la forma de un desfile que marcha al ritmo de la música, encabezado por las damas de honor y seguidas por Ivy que lleva sostenido con ambas manos el ramo de flores, mientras su padre sostiene con su mano izquierda su brazo derecho y al caminar ella lleva medio paso adelante. Los pasos de ambos son cortos y juntan los pies tras cada avance hacia el altar.
Todas las miradas se concentran en Ivy quien luce bella, hermosa, radiante de alegría y determinación. Joseph desde el altar la admira, nunca antes la había visto tan bella como en esta ocasión en que sellaran su amor para siempre. Al llegar al altar, el padre de Ivy toma su mano y se la entrega a Joseph quien se encuentra maravillado al verla tan reluciente y le dice: “te entregó a mi hija, luz de mis ojos, corazón de mi corazón y confío en que sabrás honrarla y amarla por siempre”.
Luego que los padrinos se acomodan a ambos lados de los novios, Breda Wine inicia la ceremonia dando la bienvenida. Como bien sabe hacerlo, dirige palabras alentadoras que relajan el ambiente tenso por el que pasan los novios. Procede a la liturgia del evangelio, lee a Tobías 8, 5 - 10 del viejo testamento y luego pasa a la homilía haciéndola bastante informal, aleccionando a los novios sobre el significado del matrimonio. En el interrogatorio ambos asienten, han decidido contraer matrimonio de forma libre, con la voluntad de guardarse fidelidad y cumplir con las distintas obligaciones matrimoniales. Luego procede a desarrollar el consentimiento con la participación de los novios:
— Ivy, ¿quieres ser mi mujer? —pregunta Joseph.
— Sí, quiero, Joseph —responde Ivy.
— Joseph, ¿quieres ser mi marido? —pregunta Ivy.
— Sí, quiero, Ivy — dice Joseph.
— Ivy, yo te recibo como esposa y prometo amarte fielmente durante toda mi vida, todos los días y todas las noches —dice Joseph con emoción.
— Joseph, yo te recibo como esposo y prometo amarte fielmente el resto de mi vida, en los momentos de felicidad y angustias, en la salud y enfermedad, hasta el último de mis días —concluye Ivy con lágrimas de felicidad en sus ojos.
Sellan su compromiso con los anillos y, al ser declarados marido y mujer, se abrazan como la primera vez y besan ansiosos, con un beso que concluye por los extensos aplausos de los participantes en la ceremonia. Al voltearse hacia los invitados, Joseph observa hacia la entrada principal de la iglesia y descubre la camioneta Toyota Prado de los jueves que sale deprisa del parqueo. No le presta mucha atención debido a los saludos, abrazos y deseos de felicidad para ambos por parte de los presentes. Está inquieto pero no permite que esa visión perturbe el momento de felicidad.
La fiesta de la boda se realiza en el segundo piso del hotel South Atlantic numero dos y termina hasta muy entrada la noche. Antes de finalizar la fiesta los novios se trasladan hacia el hotel Oasis donde han decidido pasar tres días con sus noches disfrutando su luna de miel. Al concluir, los invitados quedan satisfechos y recordarán el acontecimiento como uno de los mejores de los últimos años en la ciudad por la exquisitez de la comida, el ambiente bien decorado, la música variada y la felicidad de Ivy y Joseph.
Acude nuevamente a su trabajo de asistente de camarotes. Previo al viaje ha convencido a Ivy que deben abandonar la vida del callejón. Para ello acuerdan buscar un terreno para iniciar la construcción de su casa. Viaja nuevamente a Miami, ahora más confiado que antes y con la determinación de ahorrar para rehacer su vida. Sus recuerdos y nostalgias se concentran en Ivy. Recuerda su luna de miel, revive los tres días de amor y placer compartidos sin inhibiciones, similar a un río que se esparce inundando con su torrente desconsiderado lo que encuentra en su curso.
Al llegar a Miami se dirige en otro vuelo a Fort Lauderdale para zarpar al siguiente día en el mismo barco hacia las Bahamas por cuatro días. Desempeña su labor con mayores ánimos y diario se comunica con Ivy. Al concluir el crucero le informan que a partir de ese momento ha sido asignado a una nueva ruta de viajes y promovido al cargo de supervisor de asistentes de camarotes con un salario mensual de cinco mil doscientos dólares. La vida le ha jugado una buena pasada y recuerda con claridad lo que Zangó le dijo aquella mañana, acostado en la hamaca, cuando lo visitó en su casa del callejón.
Viaja a Hawai. Se embarca en el Rhapsody of the Seas de la empresa de cruceros Royal Caribbean con capacidad de dos mil cuatrocientos pasajeros, doscientos setenta y nueve metros de eslora y velocidad de crucero de veintidós nudos. Un barco lujoso que hace la travesía por las islas de Hawai y culmina en Vancouver, Columbia Británica. Con frecuencia mensual deposita cuatro mil dólares en una cuenta bancaria a su nombre y transfiere siempre trescientos a su padre y el resto a Ivy a través de Western Union. Ivy en una de sus conversaciones telefónicas le comenta que tiene tres meses de embarazo. Joseph se siente el hombre más feliz de la embarcación, lo comunica a sus amigos, compañeros, a su jefe inmediato y celebran sin freno al llegar a Vancouver. Joseph insiste ahora más que antes en abandonar el callejón mientras Ivy le dice que ha buscado diversos terrenos en Bluefields y que en su próximo regreso tendrá que decidirse por uno para construir la casa deseada por ambos.
Durante un año continuo se desempeña en el puesto haciendo el mismo recorrido. Al término del periodo regresa a Bluefields con la ilusión de cargar en sus brazos a su hijo. Un día después de pasar en el barrio, en el callejón, visita diversos terrenos que se ofertan y decide comprar uno en el barrio Loma Fresca, un sitio alejado del centro de la ciudad y de su barrio, en el que se han construido casas modernas, pequeñas mansiones con arquitectura nunca antes vista en Bluefields.
Discute con Ivy porque ha tomado la decisión de salir lo antes posible del callejón. No quiere que su hijo, a quien ha nombrado Samuel, siga en la casa de sus padres. Los siguientes días se hospedan en un hotel, hace los trámites legales para la compra del terreno y busca una vivienda en alquiler para que Ivy y su hijo se trasladen a vivir en ella tras su ausencia. Los padres de ambos resienten la decisión tomada pero al final aceptan los argumentos de Joseph: quiere una nueva vida para su mujer y su hijo. En una visita a Zangó lo felicita y le augura un esplendido porvenir.
Con el paso de los años Joseph continúa embarcado y regresa cada año a Bluefields en sus vacaciones. Cinco años después de haber comprado el terreno en Loma Fresca concluye su casa soñada. Los planos y su diseño se los hizo un arquitecto que conoció en uno de sus viajes y que lo acompaño a Bluefields para inspeccionar el terreno de una manzana. La casa es majestuosa. Es de dos pisos con una fachada parecida a la de la Casa Blanca. En el primer piso tiene un área de recepción, una amplia sala amueblada con todo lo necesario y moderno, una sala con una mesa de billar, a un lado una terraza con un moderno horno para hacer asados, dos baños de lujo y una espléndida cocina. En el piso de arriba seis habitaciones cuentan con aire acondicionado, baños privados con ducha caliente, camas king size, televisores de plasma de treinta y dos pulgadas y en el centro de ellas una amplia sala de estar con un bar exquisitamente surtido. Un pozo artesiano abastece de agua que almacena en dos tanques de cinco mil galones cada uno.
Luego de veinticinco años como jefe de camareros en los cruceros de Royal Caribbean, decide retirarse. Ivy no ha podido darle más hijos. Samuel estudia ingeniería en la Universidad Católica de Managua. En el garaje de su casa hay tres vehículos parqueados. Un Toyota Corolla que utiliza Ivy, una camioneta Mercedes Benz de color blanco cubierta totalmente y una camioneta Ford Explorer que Joseph utiliza en sus salidas por las calles de Bluefields.
Zangó ha transferido el trono. Su reinado ha concluido. Ahora el rey del callejón es Kachá y su enlace de los jueves sigue siendo Dorothy, la madrina de matrimonio de Joseph. Uno de esos jueves de transacción, la camioneta en que debe depositar el maletín y retirar el saco de bramante ha cambiado. Dorothy lo sabe, Kachá se lo ha dicho. Luego de circular la camioneta color celeste con plomo y luces intermitentes ahuyentando a los trasnochados, una camioneta Mercedes Benz color blanco se estaciona, Dorothy deposita el maletín y retira el saco, su peso ha aumentado, ahora es de treinta kilogramos. Escucha una voz en la cabina que la saluda. Su rostro cambia de semblante, deja de estar nerviosa y se siente segura, en confianza porque reconoce la voz, sabe quién es el nuevo suplidor de la mercancía.
Mientras Zangó ha desaparecido del callejón y Joseph ha realizado sus sueños, la vida del callejón se esfuma, se disipa al igual que el humo del crack o la cocaína inhalada mientras el futuro de los niños y los jóvenes es cada vez mas incierto, sin que nadie cuestione y actúe para erradicar el mal deseado por muchos que viven a expensas de generaciones que se pierden en la marginación, la pobreza y las drogas.
Ronald Hill A.
La Colina
hillron@hotmail.com
Miércoles, 10 de noviembre de 2010
Nueva Guinea, RAAS.
Se encuentra solitario, sus familiares están reunidos en Bluefields, tan anhelantes como él. Minutos antes ha conversado con su madre por teléfono. Le ha dicho que siempre se encomiende a Dios, que estará en sus plegarias y que nunca olvide su gente, sus raíces y su historia. Por su parte, Benjamín, su padre, le ha dicho: “no te preocupes, cuidaré a tus hermanos menores y a tu madre, disfruta el trabajo, descubrirás el mundo, la vida es corta y pronto volveremos a estar juntos, no tienes nada de qué avergonzarte, debes ser fuerte y evitar problemas”. Al abordar el avión y acomodarse en la sección 24C su ansiedad disminuye. Está nervioso, es su primer vuelo. Al elevarse la aeronave, sus recuerdos retroceden en el tiempo, vuelan hacia su barrio y al callejón donde ha crecido.
— ¿Vas a llamarme por teléfono? —pregunta Ivy con lágrimas que transitan amargas por sus mejillas.
— ¡Sí, mi amor, no habrá un día en que deje de hacerlo! —responde Joseph al mismo instante que se levanta de la cama en busca de su ropa. La observa frágil, dolida por la despedida.
— ¡Prometo esperarte toda la vida si es necesario! ¡Nada ni nadie podrá evitar que te siga amando! ¡Mi amor es sólo tuyo y para siempre! —concluye Ivy mientras Joseph se acerca a ella, toma su mano y le pone un anillo de compromiso en el dedo anular izquierdo.
— ¡Mi amor, mi vida!, ¡siempre he esperado este momento! —dice Ivy y se aferra a él como una niña con el corazón palpitante de emoción, con la alegría que le brinda la confirmación del anillo. Lo conoce bien, desde que eran niños y jugaban por todos los rincones del callejón de Beholden. Está segura que cumplirá la promesa.
Joseph recuerda este momento con dolor por la separación de su novia, amiga y cómplice de penas y sueños. Regresan a su mente los primeros besos que a escondidas se dieron bajo el viejo cocotero plantado en una de las esquinas, testigo de su amor y de la vida tormentosa y desesperada que se filtra desvaneciéndose en el callejón. Su padre le ha dicho que de nada debe avergonzarse y esas palabras inhiben lo más profundo de su existencia.
Se encuentra en la entrada principal del callejón, entre la esquina que lleva a la casa de Stubbs y la calle en dirección a la iglesia San Martín. Aún no cumple los dieciséis años. Asiste a clases en el colegio de Breda Wine por la mañanas y por las tardes ejerce las funciones de enlace entre los asiduos visitantes y extraños que recurren en busca de lo prohibido. Todos lo conocen, es el que media entre la ansiedad y la felicidad, entre la realidad y la fantasía, es la conexión con el mercader de la droga: cocaína, crack y la yerba que exalta sonrisas y pensamientos profundos. Sin él nadie logra lo deseado. Conoce a todos y le es fiel a Zangó, el hombre, el rey del callejón, el mercader invisible.
— ¡Nunca te atrevas llevar a mi casa a una de esas almas en pena! —dice Zangó. Ni que se trate del presidente del consejo regional, ni el alcalde. Ninguna persona puede conocer mi casa.
— No te preocupes, ninguna persona cruzará el callejón en tu búsqueda —le asegura Joseph. Inquieto le pregunta: ¿cómo haces cuando te buscan por las mañanas, cuando estoy en clases?
— Eso no es asunto tuyo. Tu puesto está cubierto por otra persona que no conoces ni debe interesarte —responde el mercader mientras asoma la cabeza a través de la ventana que está contigua al andén principal del callejón.
Zangó es misterioso, cauteloso y desconfiado como una fiera herida. Por las mañanas, mientras Joseph acude a la escuela, Dorothy, una muchacha de quince años que estudia por las tardes, ocupa su puesto. Durante su turno de enlace pasa inadvertida pelando cocos secos con un machete corto y filoso, acomodada en un banco de madera bajo la sombra de un árbol de pera de agua. Ese es su señuelo, pelar cocos, así es identificada por los tránsfugas de la realidad, evasores de penas y por los que se prestan a adquirir el boleto a ello.
Ambos han sido reclutados a través de familiares cercanos necesitados de la misma mercancía y por la carencia del dinero en el hogar familiar. Son los tiempos en que el trabajo ha abandonado Bluefields y únicamente pueden adquirirlo los que se han involucrado en actividades políticas y partidistas. La chamba es escasa y acarrear maletas de turistas en los muelles o salir a pescar a la bahía no alcanza para las necesidades crecientes de las familias. Zangó, de manera cumplida le entrega semanalmente a Joseph un sobre con la suma de mil quinientos córdobas y nunca se le ha ocurrido ni interesado preguntar por la cantidad que recibe Dorothy.
Además del turno que ejercía por las tardes, Joseph se encargaba de la misión más importante asignada por Zangó. En la madrugada de todos los jueves, entre las tres y cuatro de la mañana, después que ha terminado la fiesta en Four Brothers y Sima Club, debe esperar en su puesto de enlace una camioneta Toyota Prado color blanco. A las tres de la mañana en punto, Zangó le entrega un maletín “samsonite” con llave de combinación y al detenerse la camioneta abre la puerta trasera, coloca el maletín al fondo, junto al respaldar del asiento, y retira un saco de bramante con veinte kilogramos de peso. Sin revisar el contenido y mirar la cara de los ocupantes camina de prisa por el callejón hasta la casa de Zangó y lo entrega. Horas antes, el mismo día de todas las semanas, una camioneta Toyota Hilux de color celeste con plomo y luces intermitentes, recorre el barrio ahuyentando a los transeúntes, despejando el camino para consumar la operación; igual al campesino que labra la tierra para luego plantar la semilla que deberá dar sus frutos.
Los fines de semana son los más alegres en la vida de la gente del callejón. Salen de compra, se dirigen al mercado y visitan las principales tiendas de abarrotes. Zangó comparte con sus vecinos una parte de las ganancias de su próspero negocio. Se han convertido en sus cómplices, servidores y guardianes. Es el líder del callejón, la autoridad real, el que dicta lo que debe hacerse y lo prohibido. Antes lo fue Kahló, Janté y Zambá. Todos ellos ocupantes del trono por sucesión, un reinado no mayor a los quince años, una herencia real ganada por la confianza depositada en ellos por los habitantes del callejón, pero consagrada por la mano y el rostro invisible del poder. Ninguno de ellos, reyes sin corona, ostentan su riqueza; todo lo contrario, viven en las penumbras, en la casa de madera y techo de zinc más vieja, la casa que desprende un olor a madera en estado de descomposición por la invasión de las termitas y el pasar de los años sin que sus inquilinos se percaten de ello. El mismo olor que Zangó desprende de su aliento, sudor y orina.
Joseph conoció desde niño las normas establecidas en el callejón. Sin cuestionarse ni preguntar el por qué de ese particular modo de vivir, aceptó con naturalidad el trabajo de enlace, un trabajo de prestigio que garantizaba la continuidad de la vida de ancianos abandonados, de mujeres con hijos sin padres a cargo, de jóvenes drogadictos ambulantes y de hombres maduros sin sueños, esperanzas ni anhelos. También comprendió porque la mercancía de Zangó era la de mejor calidad, garantía de su alta demanda y las razones por las que nunca escaseaba, aun cuando en los titulares de los principales periódicos nacionales y en las radios locales anunciaban grandes decomisos de droga a narcotraficantes en alta mar y quiebres de puestos de venta en otros barrios de la ciudad.
La última madrugada del jueves en su puesto de enlace, al estacionarse la camioneta y depositar el maletín, encontró el saco acostumbrado y una bolsa de papel con un contenido enrollado. Una voz desde la cabina le dijo: “haz lo de siempre, pero no entregues la bolsa a Zangó, quédate con ella y guarda su contenido en una cuenta bancaria a nombre de tu padre para que en tu ausencia cubra los gastos de la familia mientras te acomodas y puedas ayudarle”. Zangó le explico a Joseph esta generosa medida como producto del nivel de estima de los seres invisibles de la camioneta, por su constancia y fidelidad. También le dijo que debía hacer exactamente lo que indicaban, luego de tomar una parte para emprender su viaje. Fue con su padre al banco e hizo la apertura de una cuenta de ahorro por la suma de tres mil dólares.
Nunca probó la droga, ninguna de las extremas, a excepción de un puro de marihuana ocasionalmente. Sus sueños no se lo permitían. Deseaba salir del callejón, dejar esa viciada vida, ver otro mundo. La oportunidad le llegó luego de hacer los trámites en la agencia de reclutamiento de marinos ubicada en su mismo barrio, después de concluir sus estudios de bachillerato. De unos trescientos aspirantes para ser ship out man, fue uno de los cinco elegidos y ahora que volaba hacia Miami en busca de sus sueños, nostálgico por su barrio, por el amor de Ivy y el mismo callejón, se preguntaba si las manos y rostros invisibles de la camioneta de los jueves habían intervenido en su favor.
Sus recuerdos se desvanecieron al escuchar el anuncio de la llegada del vuelo al aeropuerto internacional de Miami. Al salir de aduanas un empleado de la empresa naviera que lo empleaba sostenía una hoja impresa con su nombre: Joseph Norton. Se sintió libre, importante, comprendió que su vida cambiaria para siempre.
II
La empresa Majestic Sea le brindó la oportunidad esperada. Inicialmente tuvo que pasar un curso a bordo de un crucero para especializarse como asistente de camarotes. El dominio del inglés y del español fue una ventaja que supo aprovechar para ganarse el puesto y la confianza de su jefe inmediato. Después de quince días en alta mar firmó su primer contrato por un año con la posibilidad de renovarlo. Una vez firmado llamó entusiasmado a Ivy dándole la noticia y preguntando sobre su familia. Su sueldo básico mensual era de mil quinientos dólares, sin incluir las propinas generosas que los turistas entregan voluntariamente a los empleados que por su esmero se las merecen. En sus viajes como asistente de camarote tenía garantiza la alimentación, el vestuario y una buena cama donde descansar. Ese ambiente limpio y reluciente, con olor a nuevo y ordenado, le parecía un espejismo cuando los recuerdos del callejón regresaban a él.
Siempre fue amistoso con sus compañeros, lo que le permitió ganarse el cariño y respeto de ellos. Estaba a cargo de varios camarotes y suites. En su labor se esforzó al máximo, asegurándose que estuviera siempre en orden, garantizando a los turistas unas vacaciones placenteras. Cambiaba la ropa de cama y limpiaba totalmente las habitaciones y, al concluir su labor, antes de cerrar la puerta, revisaba cada rincón del camarote dos o tres veces. No descuidaba ningún detalle. Si un huésped usaba espejo de mano, lo limpiaba. Si encontraba abierta una computadora portátil, le quitaba el polvo. Esos detalles lo hacían merecedor de jugosas propinas y el primer mes de trabajo logró juntar setecientos dólares.
Además del salario y las propinas, lo que más le gustaba a Joseph del trabajo en el crucero eran los viajes. En su primer año conoció las Bermudas, Cozumel, Gran Caimán, Puerto Rico, República Dominicana, Panamá y varias islas de las antillas menores. En cada uno de estos destinos aprovechaba para salir junto con sus compañeros de trabajo y llamaba a Ivy para contarle las maravillas de esos mundos y recordarle su promesa de amor. Ivy, por su parte, le comentaba la situación de su casa, del barrio y el callejón, así como la confirmación de la transferencia mensual de trescientos dólares que hacia a su nombre para entregárselos a su padre.
Al concluir el primer año como asistente de camarotes en la naviera Majestic Sea le comunicaron que debía tomar un mes de vacaciones y le extendieron el contrato por tres años renovables. Al regresar a Fort Lauderdale, proveniente de Martinica para tomar sus vacaciones, el boleto de regreso a Bluefields lo esperaba.
III
Ivy fue a su encuentro en el aeropuerto que cambia de nombre según el partido político que ostenta el poder: para los de derecha Las Mercedes y para los cristianos, socialistas y solidarios, Augusto Cesar Sandino. Desde que lo vio a través de los ventanales de vidrio se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. Vestía con pantalones jeans color azul, camiseta de cuello color celeste, tenis blanco marca Adidas, chaqueta de cuero color café y sobre su pecho colgaba una gruesa cadena de oro. El cabello lo llevaba bien corto y en su cara sobresalía un exuberante bigote que terminaba afinado en las comisuras labiales. Su cuerpo había cambiado, lo notaba robusto, con varias libras de peso de más y esa nueva apariencia hacia palpitar de entusiasmo su enamorado corazón.
Al salir con sus maletas (tres, más su bolso de mano), Ivy corrió a sus brazos. Se abrazaron, se besaron, dejaban de hacerlo, se miraban a los ojos y volvían a besarse como dos locos enamorados mientras robaban las miradas de otros que esperaban a sus seres queridos sin atreverse a demostrar su amor y cariño como ellos. Tomaron un taxi y se hospedaron en el hotel Camino Real por su cercanía al aeropuerto para partir en el primer vuelo del siguiente día hacia Bluefields.
Se alojaron en la mejor habitación. Al entrar, los besos no cesaron, las caricias, los deseos retenidos y la pasión desbocada, explotaron como un volcán en erupciones múltiples hasta que los cuerpos, vencidos por el agotamiento placentero, dejaron las huellas de su amor en el amplio sofá que amueblaba el ambiente y en las sábanas blancas de la cama king size. Renovados de espíritu salieron al restaurante donde cenaron como enamorados en su primera cita.
— Veo que aún llevas el anillo que te entregué hace más de un año —dice Joseph al acariciar su mano.
— Nunca me lo he quitado. Ha sido mi compañero fiel desde que te fuiste, testigo de mi soledad y confort del recuerdo de tu amor —respondió Ivy acariciándole las mejillas, sintiéndolas rellenas y un poco más abultadas.
— Prepárate, es tiempo que uses uno nuevo, uno definitivo, el que llevaras el resto de tu vida —dice Joseph mientras le muestra dos anillos de oro, anillos de compromiso con sus nombres gravados.
— ¡Joseph, no te entiendo!, ¿qué estas pensando? —pregunta Ivy mirando los anillos.
— Mi amor, nos vamos a casar. Quiero que seas la mujer que me acompañe de por vida, quiero que me des hijos, quiero una nueva vida y solamente con vos la podré alcanzar —responde besando sus labios.
— Pero así, de pronto. Tenemos que planear bien el matrimonio —dice Ivy, aún incrédula y llena de emoción.
— No te preocupes, todo está arreglado. Desde hace quince días hable con Breda Wine por teléfono para que en su iglesia nos casemos. Él ya lo sabe y nos casamos dentro de cinco días.
— ¡Pero Joseph, hay que hacer otros preparativos! No tengo traje de novia, tenemos que invitar a nuestros amigos y familiares —agrega Ivy.
— Todo está arreglado. Traigo tu traje de novia y las tarjetas para los invitados, espero que solamente sean familiares y ciertos amigos.
— ¿Por qué no me lo dijiste por teléfono? —cuestiona Ivy.
— Debes preaparte desde ahora para nuevas sorpresas. Espero sean muchas en nuestra futura vida —dice Joseph con una confianza que rebasaba los límites de la temeridad.
IV
De regreso en Bluefields, Joseph anuncia el matrimonio a su familia y a la de Ivy. Ambas lo celebran con alegría y señal de un mejor porvenir. Visita a Breda Wine y le entrega quinientos dólares para que se encargue de los preparativos de la iglesia. Camina hacia la casa de Zangó y un joven de unos dieciocho años se interpone en su camino. Es el nuevo enlace hacia el rey del callejón. Luego de explicarle sus motivos y al regresar con el visto bueno de Zangó, entra a la vieja casa donde lo espera acostado en una hamaca que cuelga en la sala.
— Has regresado. Como te veo, parece que te ha ido muy bien —dice el rey sin invitarlo a tomar asiento porque no existen, mientras se inclina empujando sus piernas sobre la hamaca.
— ¿Quién es el que ha ocupado mi lugar? —dice Joseph con cierto aire de celos mientras introduce su mano en el bolsillo derecho del pantalón para sacar dinero y dárselo a Zangó.
— No quiero ningún regalo de tu parte. No me debes nada. Al contrario, siempre estaré agradecido por tus servicios de enlace, el mejor que he tenido en estos últimos años. El nuevo enlace se llama Roger y te ha reemplazado desde que te fuiste.
— ¿Y Dorothy?, ¿aún esta a tus servicios? —pregunta Joseph mientras se sienta en el soporte inferior de la ventana de madera que da al callejón.
— Siempre. A ella le he confiado la espera de la camioneta Toyota Prado de los jueves —responde Zangó mientras se levanta de la hamaca. —Es una chavala seria y muy responsable —agrega.
— ¿Y como está el negocio?
— Mucho mejor. La situación ha mejorado. Tengo nueva clientela, las visitas son mas frecuentes. Hay mucha gente refinada que busca la cocaína, gente de las altas esferas sociales de Bluefields. El crack lo consumen los que ya no encuentran el placer del polvo, esos que puedes ver por las calles en estado lamentable, vagabundos que hacen cualquier cosa por drogarse.
— ¿Y vos?, ¿cuenta cómo te ha ido? —pregunta Zangó.
Joseph le explica con entusiasmo el tipo de trabajo que realiza, los lugares que ha conocido, las amistades que ha hecho, la cantidad de dinero que ha ganado en el transcurso del año y su continuidad por la renovación del contrato. Zangó ha regresado a la hamaca y lo escucha atento sin perderse ningún detalle.
— Eso me llena de alegría, se nota en tu rostro lo contento que estás, siempre supe que lo lograrías —dice Zangó cuando Joseph concluye.
— Me casare con Ivy el domingo, he venido a invitarte a la boda. Quiero que asistas.
— Joseph, querido Joseph, sabes muy bien que no podré asistir, mi vida no me lo permite, no puedo frecuentar ni siquiera la iglesia —dice Zangó con cierta pesadez en sus palabras, con un destello de dolor que sale de la profundidad de su ser.
— Pero puedes asistir a la boda civil. Se realizará en casa de Ivy el día jueves —insiste Joseph.
— Lo siento mucho, no podré. Recuerda que es el día del intercambio y debo preparar cuentas. Te deseo la mayor felicidad de este mundo desquiciado. Ivy siempre ha sido una buena muchacha y estoy seguro que serán felices. Ven, acércate, déjame darte un abrazo.
Joseph se acerca. Zangó se levanta de la hamaca y ambos se aferran en un abrazo fuerte y profundo. Es un abrazo de hermanos, del maestro con el aprendiz, del pasado con el futuro. El abrazo del rey en su calabozo y del súbdito libre, liberado de esa vida del callejón que se desvanece, que se erosiona con el paso del tiempo sin dejar huellas. Ese abrazo para Joseph duró una eternidad y el tiempo que permaneció aferrado a Zangó volvió a vivir su pasado, reconoció las caras que buscaban la droga, el ruido de la camioneta de luces intermitentes, el maletín de los jueves y las vidas desperdiciadas de los habitantes del callejón, de los niños, jóvenes, mujeres y de los ancianos. Se sintió lleno de culpa.
— Siempre he tenido la necesidad de saber, siempre me he preguntado si alguien intervino para que se me diera la oportunidad de irme embarcado —dice Joseph mirándolo fijamente a los ojos.
— Lo que está para vos nadie podrá quitarlo de tu camino. Todas las cosas que nos suceden tienen un fin, un propósito y el tuyo ya está definido —dice Zangó con un cierto aire filosófico.
— ¡Contesta mi pregunta! —insiste Joseph.
— El tiempo te dará la respuesta, él se encarga de aclararnos el camino y la mente. No te precipites, disfruta tu nueva vida, ama a Ivy, cría a tus hijos, edúcalos y sácalos de este maldito callejón. Ahora vete, visita a tus amigos, disfruta tu estadía en Bluefields —concluye Zangó.
— Volveré a visitarte, antes que regrese al trabajo —agrega Joseph al despedirse.
— No lo hagas, no debes exponerte más. Es por nuestro bien. Te deseo lo mejor —dice Zangó al verlo bajar las gradas de la casa.
Al caminar por el callejón Joseph medita. Aún siente el abrazo que le dio Zangó y un ardor en el pecho. Su cuerpo está impregnado de su olor. No comprende lo que le dijo, no termina de entenderlo, sus dudas han aumentado. De lo que sí está claro es que debe salir del callejón, abandonar definitivamente el lugar que lo vio nacer, el lugar donde sus ancestros y su familia ha vivido de por vida. Los olores pesados que inhala, la suciedad a su alrededor, los cuerpos drogados tirados en los corredores, los niños que corren desnudos y descalzos, los viejos que languidecen esperando la gracia divina para llevarlos a una vida mejor; son imágenes que se contraponen en espejos de realidades paralelas, entre su vida del callejón y la de olores fragantes, la higiene, lo reluciente, lo ordenado, las sonrisas de satisfacción y la fantasía que se vive en el crucero y los hoteles de descanso donde espera una nueva travesía por el majestuoso caribe.
V
El día domingo, a las nueve y treinta de la mañana, Joseph está listo en su casa, viste de traje con chaleco y corbata adornada por lunares blancos. Aparenta mayor edad. Por su parte, Ivy luce espléndida, reluciente y bella con el vestido de bodas que resalta sus mejores cualidades. Él aún no la ha visto vestida de novia. Joseph se dirige hacia la iglesia con su madrina. Ha escogido certeramente a Dorothy y nadie ha cuestionado su decisión. Al llegar a la iglesia es recibido por los invitados, principalmente familiares y amigos de ambos.
Luego de los saludos, caminan hacia el altar donde Breda Wine los espera sonriente con su traje de ceremonia, aparenta tener la conciencia y alma limpia. Ha realizado los preparativos de la boda con un esmero nunca antes visto. La iglesia se encuentra adornada con cortinas nuevas, flores silvestres y ha dado retoques de pintura color pastel a los cuatro costados de su templo. De pie, frente al altar, Joseph se acomoda al lado izquierdo de Dorothy y, tras una espera de diez minutos, se escucha la marcha triunfal de Mendelssohn que anuncia la llegada de Ivy. La comitiva adquiere la forma de un desfile que marcha al ritmo de la música, encabezado por las damas de honor y seguidas por Ivy que lleva sostenido con ambas manos el ramo de flores, mientras su padre sostiene con su mano izquierda su brazo derecho y al caminar ella lleva medio paso adelante. Los pasos de ambos son cortos y juntan los pies tras cada avance hacia el altar.
Todas las miradas se concentran en Ivy quien luce bella, hermosa, radiante de alegría y determinación. Joseph desde el altar la admira, nunca antes la había visto tan bella como en esta ocasión en que sellaran su amor para siempre. Al llegar al altar, el padre de Ivy toma su mano y se la entrega a Joseph quien se encuentra maravillado al verla tan reluciente y le dice: “te entregó a mi hija, luz de mis ojos, corazón de mi corazón y confío en que sabrás honrarla y amarla por siempre”.
Luego que los padrinos se acomodan a ambos lados de los novios, Breda Wine inicia la ceremonia dando la bienvenida. Como bien sabe hacerlo, dirige palabras alentadoras que relajan el ambiente tenso por el que pasan los novios. Procede a la liturgia del evangelio, lee a Tobías 8, 5 - 10 del viejo testamento y luego pasa a la homilía haciéndola bastante informal, aleccionando a los novios sobre el significado del matrimonio. En el interrogatorio ambos asienten, han decidido contraer matrimonio de forma libre, con la voluntad de guardarse fidelidad y cumplir con las distintas obligaciones matrimoniales. Luego procede a desarrollar el consentimiento con la participación de los novios:
— Ivy, ¿quieres ser mi mujer? —pregunta Joseph.
— Sí, quiero, Joseph —responde Ivy.
— Joseph, ¿quieres ser mi marido? —pregunta Ivy.
— Sí, quiero, Ivy — dice Joseph.
— Ivy, yo te recibo como esposa y prometo amarte fielmente durante toda mi vida, todos los días y todas las noches —dice Joseph con emoción.
— Joseph, yo te recibo como esposo y prometo amarte fielmente el resto de mi vida, en los momentos de felicidad y angustias, en la salud y enfermedad, hasta el último de mis días —concluye Ivy con lágrimas de felicidad en sus ojos.
Sellan su compromiso con los anillos y, al ser declarados marido y mujer, se abrazan como la primera vez y besan ansiosos, con un beso que concluye por los extensos aplausos de los participantes en la ceremonia. Al voltearse hacia los invitados, Joseph observa hacia la entrada principal de la iglesia y descubre la camioneta Toyota Prado de los jueves que sale deprisa del parqueo. No le presta mucha atención debido a los saludos, abrazos y deseos de felicidad para ambos por parte de los presentes. Está inquieto pero no permite que esa visión perturbe el momento de felicidad.
La fiesta de la boda se realiza en el segundo piso del hotel South Atlantic numero dos y termina hasta muy entrada la noche. Antes de finalizar la fiesta los novios se trasladan hacia el hotel Oasis donde han decidido pasar tres días con sus noches disfrutando su luna de miel. Al concluir, los invitados quedan satisfechos y recordarán el acontecimiento como uno de los mejores de los últimos años en la ciudad por la exquisitez de la comida, el ambiente bien decorado, la música variada y la felicidad de Ivy y Joseph.
VI
Acude nuevamente a su trabajo de asistente de camarotes. Previo al viaje ha convencido a Ivy que deben abandonar la vida del callejón. Para ello acuerdan buscar un terreno para iniciar la construcción de su casa. Viaja nuevamente a Miami, ahora más confiado que antes y con la determinación de ahorrar para rehacer su vida. Sus recuerdos y nostalgias se concentran en Ivy. Recuerda su luna de miel, revive los tres días de amor y placer compartidos sin inhibiciones, similar a un río que se esparce inundando con su torrente desconsiderado lo que encuentra en su curso.
Al llegar a Miami se dirige en otro vuelo a Fort Lauderdale para zarpar al siguiente día en el mismo barco hacia las Bahamas por cuatro días. Desempeña su labor con mayores ánimos y diario se comunica con Ivy. Al concluir el crucero le informan que a partir de ese momento ha sido asignado a una nueva ruta de viajes y promovido al cargo de supervisor de asistentes de camarotes con un salario mensual de cinco mil doscientos dólares. La vida le ha jugado una buena pasada y recuerda con claridad lo que Zangó le dijo aquella mañana, acostado en la hamaca, cuando lo visitó en su casa del callejón.
Viaja a Hawai. Se embarca en el Rhapsody of the Seas de la empresa de cruceros Royal Caribbean con capacidad de dos mil cuatrocientos pasajeros, doscientos setenta y nueve metros de eslora y velocidad de crucero de veintidós nudos. Un barco lujoso que hace la travesía por las islas de Hawai y culmina en Vancouver, Columbia Británica. Con frecuencia mensual deposita cuatro mil dólares en una cuenta bancaria a su nombre y transfiere siempre trescientos a su padre y el resto a Ivy a través de Western Union. Ivy en una de sus conversaciones telefónicas le comenta que tiene tres meses de embarazo. Joseph se siente el hombre más feliz de la embarcación, lo comunica a sus amigos, compañeros, a su jefe inmediato y celebran sin freno al llegar a Vancouver. Joseph insiste ahora más que antes en abandonar el callejón mientras Ivy le dice que ha buscado diversos terrenos en Bluefields y que en su próximo regreso tendrá que decidirse por uno para construir la casa deseada por ambos.
Durante un año continuo se desempeña en el puesto haciendo el mismo recorrido. Al término del periodo regresa a Bluefields con la ilusión de cargar en sus brazos a su hijo. Un día después de pasar en el barrio, en el callejón, visita diversos terrenos que se ofertan y decide comprar uno en el barrio Loma Fresca, un sitio alejado del centro de la ciudad y de su barrio, en el que se han construido casas modernas, pequeñas mansiones con arquitectura nunca antes vista en Bluefields.
Discute con Ivy porque ha tomado la decisión de salir lo antes posible del callejón. No quiere que su hijo, a quien ha nombrado Samuel, siga en la casa de sus padres. Los siguientes días se hospedan en un hotel, hace los trámites legales para la compra del terreno y busca una vivienda en alquiler para que Ivy y su hijo se trasladen a vivir en ella tras su ausencia. Los padres de ambos resienten la decisión tomada pero al final aceptan los argumentos de Joseph: quiere una nueva vida para su mujer y su hijo. En una visita a Zangó lo felicita y le augura un esplendido porvenir.
VII
Con el paso de los años Joseph continúa embarcado y regresa cada año a Bluefields en sus vacaciones. Cinco años después de haber comprado el terreno en Loma Fresca concluye su casa soñada. Los planos y su diseño se los hizo un arquitecto que conoció en uno de sus viajes y que lo acompaño a Bluefields para inspeccionar el terreno de una manzana. La casa es majestuosa. Es de dos pisos con una fachada parecida a la de la Casa Blanca. En el primer piso tiene un área de recepción, una amplia sala amueblada con todo lo necesario y moderno, una sala con una mesa de billar, a un lado una terraza con un moderno horno para hacer asados, dos baños de lujo y una espléndida cocina. En el piso de arriba seis habitaciones cuentan con aire acondicionado, baños privados con ducha caliente, camas king size, televisores de plasma de treinta y dos pulgadas y en el centro de ellas una amplia sala de estar con un bar exquisitamente surtido. Un pozo artesiano abastece de agua que almacena en dos tanques de cinco mil galones cada uno.
Luego de veinticinco años como jefe de camareros en los cruceros de Royal Caribbean, decide retirarse. Ivy no ha podido darle más hijos. Samuel estudia ingeniería en la Universidad Católica de Managua. En el garaje de su casa hay tres vehículos parqueados. Un Toyota Corolla que utiliza Ivy, una camioneta Mercedes Benz de color blanco cubierta totalmente y una camioneta Ford Explorer que Joseph utiliza en sus salidas por las calles de Bluefields.
Zangó ha transferido el trono. Su reinado ha concluido. Ahora el rey del callejón es Kachá y su enlace de los jueves sigue siendo Dorothy, la madrina de matrimonio de Joseph. Uno de esos jueves de transacción, la camioneta en que debe depositar el maletín y retirar el saco de bramante ha cambiado. Dorothy lo sabe, Kachá se lo ha dicho. Luego de circular la camioneta color celeste con plomo y luces intermitentes ahuyentando a los trasnochados, una camioneta Mercedes Benz color blanco se estaciona, Dorothy deposita el maletín y retira el saco, su peso ha aumentado, ahora es de treinta kilogramos. Escucha una voz en la cabina que la saluda. Su rostro cambia de semblante, deja de estar nerviosa y se siente segura, en confianza porque reconoce la voz, sabe quién es el nuevo suplidor de la mercancía.
Mientras Zangó ha desaparecido del callejón y Joseph ha realizado sus sueños, la vida del callejón se esfuma, se disipa al igual que el humo del crack o la cocaína inhalada mientras el futuro de los niños y los jóvenes es cada vez mas incierto, sin que nadie cuestione y actúe para erradicar el mal deseado por muchos que viven a expensas de generaciones que se pierden en la marginación, la pobreza y las drogas.
Ronald Hill A.
La Colina
hillron@hotmail.com
Miércoles, 10 de noviembre de 2010
Nueva Guinea, RAAS.
FELICIDADES RONALD ME HAS DEJADO IMPRESIONADO CON ESTA NARRATIVA, AHORA SI TE VOLASTE LA CERCA CON ESTA HISTORIA TAN REAL DE NUESTRA CULTURA, FELICIDADES NUEVAMENTE Y SIGUE ADELANTE, LA PUBLICARE PARA QUE OTROS LA LEAN, TE FELICITO Y ESPERO A FUTURO TENER EL AGRADO Y HONOR DE LEER TUS PUBLICACIONES, TU LO SABES DE BUENA TINTA. ATTE. SILVIO LACAYO
ResponderEliminarExcelente Historia Hill, me encanto con una narrativa fabulosa, espero sigamos leyendo tus escritos,vos sabes que sos bueno !!te quiere siempre...me!!
ResponderEliminarMe cautivo la historia... la vivi... es una dura realidad que se vive dia a dia en Bluefields...
ResponderEliminarFELICITACIONES!!!