y se acomodó
en una banca del parque a esperar su paso.
La observó
en silencio: ojos negros almendrados;
una Biblia
en su mano izquierda, sostenida a la altura de los pechos;
pelo negro,
corto, pelo de lluvia;
una blusa
manga larga mostraba sus manos, finas con dedos limpios;
falda larga
hasta los tobillos cubiertos con calcetines
y pies calzados con
zapatos sin tacón.
Al pasar y
seguirla con la mirada
descubrió su
cintura de abeja
y el
movimiento florido de sus nalgas,
al vaivén de
su andar seguro.
“Es un ángel”,
pensó.
Al día
siguiente
se acomodó
en la misma banca,
a la misma
hora, a esperarla.
Transcurrieron
las horas y no apareció.
“Subió al
cielo para no regresar”, pensó
con el
corazón dolido.
Los días
pasaron y siempre acudía a la misma banca.
Su ángel no
aparecía.
Un día
jueves,
con la ilusión
de verla,
apareció por
el mismo camino.
Se levantó
de la banca
y caminó a su encuentro.
La admiró de
frente
y se dio
cuenta del significado de la gloria
al
contemplar su rostro.
Se quedó sin
palabras.
“Es un ángel”,
pensó.
Dio la
vuelta
y la siguió
como un
fantasma por las calles lodosas de Nueva Guinea,
hasta que entró
a la
iglesia del Séptimo Día.
Desde
entonces acudió
al culto todos
los jueves, sólo por verla.
Pasaron
días, semanas y meses, hasta que la conquistó.
Regado dejó
su juramento de creer
en la santa iglesia católica, apostólica y
romana.
Descubrió escondidas,
bajo su vestimenta y rostro en gloria,
las penas sedientas,
ardientes de su cuerpo.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
2010