Así es, todos
deseamos algo para navidad. En la medida que transcurre el tiempo nuestros
anhelos se tornan complejos como la propia vida. Atrás van quedando las cartas
al Niño Dios en la que pedimos nuestros juguetes preferidos, ya no son
carritos, metralletas, muñecas Barbie, ni pelotas de futbol. No. Ahora es el PlayStation
y una buena dosis de juegos, una serie de maravillas tecnológicas que
entretienen a los chavalos sin que logren derramar una sola gota de sudor en la
comodidad del sofá de la sala o en la cama de la habitación.
Los mayorcitos
ya no piden la bicicleta último modelo, la pelota FIFA, el bate, la pelota y el
guante de beisbol mucho menos los guantes de boxeo. Quieren el IPhone, una mini
laptop, acceso a internet 24 hours at day
para pasársela “conectado” con sus amigos. La ilusión del viaje a Disney World se
les olvidó porque a diario lo viven.
A los dieciocho
años quieren una motocicleta, aunque sea una Yailing, argumentando que así son
más puntuales en el colegio pero en realidad la necesitan para pasear a la jaña
y escurrirse en cómodos lugares lejos de la vista de sus padres. Y así,
velozmente y sin precauciones, nos hacen abuelos a edad temprana si es que sus
restos no quedaron esparcidos por el asfalto.
Si superaron esa
etapa, si siguen vivos, quieren sacarse la lotería para pagar las deudas que
han contraído porque, al estar acostumbrados a la vida fácil y los salarios
hambrientos que reciben, si es que él y ella tienen empleo, se encuentran hasta
el cuello de jaranas. El aguinaldo, el de verdad, no el Toledo, ni dos días les
aguanta.
Y en ese estado,
con sutileza recurren a nosotros. “Que le vas a regalar a los nietos”, dice
ella. ¿Cómo? ¿Y a mí quién me va a regalar algo? “Hace tu cartita al Niño Dios,
tal vez te perdona todos tus pecados”, responde al dar la vuelta y alejarse. Y
me deja pensando en los deseos en esta etapa de mi vida. Honestamente lo que
deseo es inalcanzable, un overhall es
demasiado caro.