Érase una vez
un ratoncito muy simpático y muy alegre. Siempre iba por la calle cantando tru,
tru, tru, tra, tra, tra. Por eso le llamaban Tru-Tru. Vivía Tru-Tru en un
agujero cerca de la palma de coco. Cada
vez que salía de su casita, primero sacaba su cabecita con mucho cuidado,
miraba hacia arriba para comprobar que no le cayera encima algún coco maduro y
no le aplastase entero. Después de
confirmar que no había peligro salía de su
agujero corriendo, hasta alejarse del cocotero.
Los amigos de
Tru-Tru le tenían envidia.
– Tru-Tru, descríbenos cómo sabe el coco –
decían ellos –, tú lo sabrás mejor que nadie, ya que vives justo debajo del
árbol. Y el pequeño ratoncito empezaba a inventar mil sabores que no existían.
Le daba vergüenza reconocer que aún no lo había probado. Pero Tru-Tru no era un
mentiroso y se sentía muy mal cuando tenía que mentir a sus amigos.
Un día iba a
salir, cuando vio justo delante de su puerta un coco que le estaba cortando el
paso. ¡A ver! Pensó Tru-Tru. ¡Vivo debajo del
cocotero! ¿Es qué no tengo boca o gusto, para probar el coco? Dicho y
hecho. Hizo un agujero y ¡hala, estaba dentro bañándose en la deliciosa leche
de coco! Y se bañaba, y cantaba: –
tururú-tururú, qué maravilla,
tururú-tururú, la vida es una fiesta.
Comía la pulpa, bebía la leche, daba volteretas y ¡cómo no,
cantaba! Estaba tan feliz, que no
pensaba en nada más que disfrutar de su fiesta sorpresa.
No sabía cuánto tiempo llevaba
allí, había comido tanto que la
barriguita se le había hinchado como un globo. Poco a poco le entró sueño y se
quedó dormido. Al parecer tenía dulces sueños, porque una sonrisa iluminaba su
pequeña carita. De repente, ¡buum! un terrible ruido le hizo despertar de sus
dulces sueños.
– Ay, ¿qué ha
pasado? – dijo el ratoncito bostezando –. Bueno, hay que salir de aquí.
– ¡Qué bien me lo he pasado! – pensó el ratoncito.
Sí, pasar se
lo pasó muy bien. Pero en cuanto se acercó al agujero, por donde había entrado:
¡Vaya desgracia! ¡Qué agujero más pequeño!
Así que, decir
que iba a salir era fácil pero hacerlo, muy difícil.
Y el ratoncito
empezó a chillar:
– Ay, ay, ay, me he hinchado dentro del coco,
me he quedado aquí atrapado. Ay, ay, ay,
ay… Ahora ¿cómo salgo yo, convertido en un globo, de este agujero
tan pequeño?
Y lloraba, y
movía su cabecita con desesperación. Pobre Tru-Tru, estaba atrapado dentro del
coco.
– Pero ¿quién eh, quién me mandó entrar aquí?
– se lamentaba el pobre ratoncito.
– ¡Socorro, socorro! Que alguien me saque de
aquí.
Ya empezaba a
guardarse el sol. Todo el mundo estaba en sus casas. El único vecino que había
salido a pasear, era el peor enemigo de Tru-Tru, adivinen, el gato sordo. Este
sólo vio el coco moviéndose y se acercó.
– Mrr… ¡Qué
coco tan extraño! – dijo el gato sordo –. ¡No sabía que los cocos se movieran!
Mrrr…
Pobre Tru-Tru,
lo que le faltaba. Ver al gato, fue el colmo. Perdió los nervios y empezó a
llorar a mares. Afortunadamente, el gato como era sordo, no oía nada. Se limitó
a mirar y se marchó.
Tru-Tru lloró
tanto, que no le quedaron más lágrimas. Mientras
lloraba desesperadamente se acordaba de su casa, de su padre, de sus amigos, de
sus largos paseos que daba cuando era
“libre”…
De repente abrió
los ojos y ¡qué alegría! delante de sus
narices el agujero había crecido. Y el ratoncito había vuelto a ser el mismo
pequeño Tru-Tru de antes. Se había deshinchado de tanto llorar. Salió del coco
y se fue corriendo a su casita. Juró ante el retrato de su padre, que jamás de
los jamases volvería a comer coco, por muy delicioso que fuera. Tru-Tru había
aprendido la lección: nunca más mentiría a sus amigos, para no tener
remordimientos, y jamás se metería en agujeros desconocidos.
Marina Mikayelyan
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