jueves, 20 de abril de 2017

TRES CHONTALEÑOS EN LA ESQUINA DE ERASMO


No podía creer lo que miraba, en mis años errantes no lo pude sospechar, pero por unos instantes me sentí hechizado. Desde que salí del hotel Caribean Dreams noté que el ambiente blufileño se me mostraba lóbrego, y por unos instantes, bajando hacia el muelle del mercado municipal, pensé que iba a ser un día lluvioso, de calles mojadas y encierro prolongado por las nubes oscuras estancadas sobre la bahía. Observe varias camionetas lodosas estacionadas en esa cuadra y recordé el movimiento de gente en el pasillo del hotel que entraba a sus habitaciones la noche anterior, y el tránsito de camiones por la carretera en construcción que trasladan toros y camionetas con tráileres ocupados por caballos durante la tarde que viajé desde Nueva Guinea a Bluefields.

“Mañana van a montar toros”, dijo uno de mis amigos que siempre visito. La mujer que me atiende con el desayuno lo confirmó. “Hoy hay montadera de toros”, dijo al servirme una taza de café acompañada con tortillas de harina cubiertas de mantequilla. “¿Va a ir?”, preguntó y luego de un sorbo de café le dije que prefería la tranquilidad de la playa. Terminé mi desayuno y caminé por las calles de la ciudad. Cuando llegué la esquina de Erasmo me encontré con el torrente de taxis que la saturan y que vuelven peligroso el cruce entre las aceras.

Vi a George en la esquina y crucé la calle. Le pedí que me lustrará las sandalias y me ofreció el banco para sus clientes. Quíteselas para no mancharle los pies, dijo. Le entregué la primera, la del pie izquierdo, y la quedó observando con detenimiento. ¿Con qué las lustra?, preguntó. Con Chinola porque me es más fácil, respondí. No lo vuelva a hacer, la Chinola mata el cuero porque tiene muchos químicos, dijo al abrir la lata de pasta café y comenzó a cubrirla de una capa delgada con sus manos gruesas.

Noté a dos hombres en la esquina que observaban a George, propiamente donde estaba el Alto cuando la calle era de doble vía. Uno de ellos se acercó y mostró sus botas de vaquero. Vestía de jeans y camisa manga larga a cuadros con una gruesa faja que en la hebilla mostraba los cuernos enormes de un toro. ¿Cuánto cobra por lustrarlas?, le preguntó. George se quedó pensativo sin dejar de cepillar la sandalia. Cien el par, dijo. El hombre no respondió y regresó donde su acompañante. George me volvió la mirada. Mucho cuero, mucha pasta, dijo. Está caro, pero nunca me las ha lustrado un negro, dijo el hombre que había mostrado sus botas. Date el gusto, respondió el otro regresando la mirada y noté que vestía similar pero llevaba puesto un sombrero.

¿Estás seguro que aquí es el mejor lugar?, pregunto el hombre de las botas. Aquí tiene que ser el desfile hípico, imagínate toda esta calle con el montón de caballos subiendo para allá —señaló hacia el antiguo cine Variedades— y con la bahía de fondo, con el montón de negros asustados de ver tantos animales de raza bailando al son de los chicheros, algo nunca antes visto en Bluefields, dijo extasiado el hombre de sombrero.

Deme la otra, dijo George tocando con el cepillo la caja de lustrar. Noté algo raro en su semblante y sus manos callosas temblaban.

¡Mirá, mirá, allá viene Joaquín!, dijo el hombre de las botas. ¡Y montado!, dijo el de sombrero. Volví la mirada. Un hombre vestido de vaquero, barbudo, con el jeans dentro de las botas y una tajona cruzada en su faja, se dirigió hacia la esquina.

¡Compadre Joaquín, andaba perdido!, dijo el hombre de las botas mientras el de sombrero se acercó al caballo y lo sostuvo de la gamarra porque el torrente de taxis que transitaban por la esquina lo arisquearon.

¡Aquí nadie se pierde, es más pequeño que Juigalpa!, dijo el hombre de la tajona bajándose del caballo. Anduve por el lado del parque y vi un montón de negras hermosas, lindas. Todas me quedaban viendo, agregó con tono de entusiasmo al pisar la acera.

El tránsito de vehículos por la esquina de Erasmo se atascó y el caballo inició a corcovear  porque los taxistas tocaban con intensidad la bocina de los carros y varios gritaban: ¡aparten el caballo! El hombre de sombrero lo jaló hasta subirlo en la acera. La gente que caminaba por la esquina se detuvo ante la presencia del caballo y se formó un tumulto de admiradores.

Hechizado lo observé. Se mostraba hermoso, un pura sangre español, un caballo Andaluz blanco con una alzada de más de un metro setenta; de cuello fuerte y arqueado, cubierto de una crinera larga y colgante; cabeza mediana, ligeramente convexa, cabeza de halcón; ojos vivaces; pecho amplio; grupa redondeada y potente. Su porte era el de un caballo orgulloso de armoniosas proporciones, un caballo dueño y señor de la esquina, provocando un contraste irreal, exótico entre el flujo de gente, sus voces altisonantes y los fuertes aromas de la calle caribeña.

George volvió a golpear la caja de lustrar y me volvió a la realidad. “Listo”, dijo y le entregué los veinte córdobas. Los tomó con su mano nerviosa y caminó, con el rostro brillando por el sudor que se discurría en su barba cana, hacia el tumulto de gente. “Move that fucking horse from the sidewalk”, gritó en inglés creole.

Los curiosos se apartaron como aguas bíblicas y George quedó solitario frente a los tres hombres y el caballo. “Quítenlo de la acera”, dijo en español. “La acera es para la gente, no es para animales”, agregó. ¡Sí, quítenlo!, gritó uno de los espectadores. ¡Quítenlo!, gritó otro. Los tres hombres no respondieron ni una sola palabra ante los gritos de la gente. El hombre del sombrero volvió a jalar el caballo y, haciendo señas a los conductores, cruzó hacía la esquina opuesta donde había menos gente.

El hombre de las botas se volvió hacia George. Estaba sorprendido por su reacción, lo siguió con la mirada hasta que se acomodó en la caja de lustrar y caminó hacia él. “Negro, le dijo, lústrame las botas”. George tomó sus trapos, el cepillo, la pasta y los introdujo sin prisa en la caja de lustrar. El hombre que llegó montado en el caballo caminó también hacia George. “Ya terminé de trabajar”, respondió George. “Dale Negro, lústranos las botas a los dos”, dijo el otro hombre. George tomó su caja de lustrar y su banco. “No me gustan las botas ni los caballos”, dijo y caminó con cierto orgullo en su semblante hasta perderse al doblar la esquina de Erasmo en dirección hacia la calle Paterson.

Al abordar la panga hacia la playa de El Bluff el cielo se había despejado. A mi izquierda, más allá de la punta de Old Bank, observé el destello de la pólvora sobre las casas y la línea de la bahía. “Ya comenzó la montadera de toros”, dijo uno de los pasajeros.

Nueva Guinea.
20 de Abril del 2017. 

sábado, 1 de abril de 2017

EL PRIMER DÍA DE ABRIL



El encanto del amanecer cubrió su rostro. Su apariencia se transfiguró por la luz de mañana, cubriéndola bajo el dintel de la puerta. Por unos instantes quedó inmóvil, iluminada por los primeros rayos del sol del primer día de Abril.

En sus ojos negros descubrí la belleza de la noche, y entre toda su hermosura, la gracia del día ruborizándose por el enrojecido cielo. Escuché su voz diciendo su nombre, el canto de una paloma en las altas ramas de los árboles de caoba, la música de una dulce melodía. De su sonrisa los destellos de luz irrumpen al amor, el contenido de todas las virtudes de su fascinante corazón.

Y en este primer día de Abril, los pájaros en bandada señalan el cielo, a mis oídos aburridos, a mis ojos cegados por nostalgia, que ella sigue conmigo, que su belleza está intacta, que irradia siempre cada uno de mis amaneceres.