No podía creer lo que miraba, en
mis años errantes no lo pude sospechar, pero por unos instantes me sentí
hechizado. Desde que salí del hotel Caribean Dreams noté que el ambiente
blufileño se me mostraba lóbrego, y por unos instantes, bajando hacia el muelle
del mercado municipal, pensé que iba a ser un día lluvioso, de calles mojadas y
encierro prolongado por las nubes oscuras estancadas sobre la bahía. Observe
varias camionetas lodosas estacionadas en esa cuadra y recordé el movimiento de
gente en el pasillo del hotel que entraba a sus habitaciones la noche anterior,
y el tránsito de camiones por la carretera en construcción que trasladan toros
y camionetas con tráileres ocupados por caballos durante la tarde que viajé
desde Nueva Guinea a Bluefields.
“Mañana van a montar toros”, dijo
uno de mis amigos que siempre visito. La mujer que me atiende con el desayuno
lo confirmó. “Hoy hay montadera de toros”, dijo al servirme una taza de café acompañada
con tortillas de harina cubiertas de mantequilla. “¿Va a ir?”, preguntó y luego
de un sorbo de café le dije que prefería la tranquilidad de la playa. Terminé
mi desayuno y caminé por las calles de la ciudad. Cuando llegué la esquina de
Erasmo me encontré con el torrente de taxis que la saturan y que vuelven
peligroso el cruce entre las aceras.
Vi a George en la esquina y crucé
la calle. Le pedí que me lustrará las sandalias y me ofreció el banco para sus
clientes. Quíteselas para no mancharle los pies, dijo. Le entregué la primera,
la del pie izquierdo, y la quedó observando con detenimiento. ¿Con qué las
lustra?, preguntó. Con Chinola porque me es más fácil, respondí. No lo vuelva a
hacer, la Chinola mata el cuero porque tiene muchos químicos, dijo al abrir la
lata de pasta café y comenzó a cubrirla de una capa delgada con sus manos
gruesas.
Noté a dos hombres en la esquina
que observaban a George, propiamente donde estaba el Alto cuando la calle era
de doble vía. Uno de ellos se acercó y mostró sus botas de vaquero. Vestía de
jeans y camisa manga larga a cuadros con una gruesa faja que en la hebilla
mostraba los cuernos enormes de un toro. ¿Cuánto cobra por lustrarlas?, le
preguntó. George se quedó pensativo sin dejar de cepillar la sandalia. Cien el
par, dijo. El hombre no respondió y regresó donde su acompañante. George me
volvió la mirada. Mucho cuero, mucha pasta, dijo. Está caro, pero nunca me las
ha lustrado un negro, dijo el hombre que había mostrado sus botas. Date el
gusto, respondió el otro regresando la mirada y noté que vestía similar pero
llevaba puesto un sombrero.
¿Estás seguro que aquí es el
mejor lugar?, pregunto el hombre de las botas. Aquí tiene que ser el desfile hípico,
imagínate toda esta calle con el montón de caballos subiendo para allá —señaló
hacia el antiguo cine Variedades— y con la bahía de fondo, con el montón de
negros asustados de ver tantos animales de raza bailando al son de los
chicheros, algo nunca antes visto en Bluefields, dijo extasiado el hombre de
sombrero.
Deme la otra, dijo George tocando
con el cepillo la caja de lustrar. Noté algo raro en su semblante y sus manos callosas
temblaban.
¡Mirá, mirá, allá viene Joaquín!,
dijo el hombre de las botas. ¡Y montado!, dijo el de sombrero. Volví la mirada.
Un hombre vestido de vaquero, barbudo, con el jeans dentro de las botas y una
tajona cruzada en su faja, se dirigió hacia la esquina.
¡Compadre Joaquín, andaba perdido!,
dijo el hombre de las botas mientras el de sombrero se acercó al caballo y lo
sostuvo de la gamarra porque el torrente de taxis que transitaban por la
esquina lo arisquearon.
¡Aquí nadie se pierde, es más
pequeño que Juigalpa!, dijo el hombre de la tajona bajándose del caballo. Anduve
por el lado del parque y vi un montón de negras hermosas, lindas. Todas me
quedaban viendo, agregó con tono de entusiasmo al pisar la acera.
El tránsito de vehículos por la
esquina de Erasmo se atascó y el caballo inició a corcovear porque los taxistas tocaban con intensidad la
bocina de los carros y varios gritaban: ¡aparten el caballo! El hombre de sombrero
lo jaló hasta subirlo en la acera. La gente que caminaba por la esquina se
detuvo ante la presencia del caballo y se formó un tumulto de admiradores.
Hechizado lo observé. Se mostraba
hermoso, un pura sangre español, un caballo Andaluz blanco con una alzada de
más de un metro setenta; de cuello fuerte y arqueado, cubierto de una crinera
larga y colgante; cabeza mediana, ligeramente convexa, cabeza de halcón; ojos
vivaces; pecho amplio; grupa redondeada y potente. Su porte era el de un
caballo orgulloso de armoniosas proporciones, un caballo dueño y señor de la
esquina, provocando un contraste irreal, exótico entre el flujo de gente, sus
voces altisonantes y los fuertes aromas de la calle caribeña.
George volvió a golpear la caja
de lustrar y me volvió a la realidad. “Listo”, dijo y le entregué los veinte córdobas.
Los tomó con su mano nerviosa y caminó, con el rostro brillando por el sudor que
se discurría en su barba cana, hacia el tumulto de gente. “Move that fucking
horse from the sidewalk”, gritó en inglés creole.
Los curiosos se apartaron como aguas
bíblicas y George quedó solitario frente a los tres hombres y el caballo. “Quítenlo
de la acera”, dijo en español. “La acera es para la gente, no es para animales”,
agregó. ¡Sí, quítenlo!, gritó uno de los espectadores. ¡Quítenlo!, gritó otro.
Los tres hombres no respondieron ni una sola palabra ante los gritos de la gente.
El hombre del sombrero volvió a jalar el caballo y, haciendo señas a los conductores,
cruzó hacía la esquina opuesta donde había menos gente.
El hombre de las botas se volvió
hacia George. Estaba sorprendido por su reacción, lo siguió con la mirada hasta
que se acomodó en la caja de lustrar y caminó hacia él. “Negro, le dijo, lústrame
las botas”. George tomó sus trapos, el cepillo, la pasta y los introdujo sin
prisa en la caja de lustrar. El hombre que llegó montado en el caballo caminó
también hacia George. “Ya terminé de trabajar”, respondió George. “Dale Negro, lústranos
las botas a los dos”, dijo el otro hombre. George tomó su caja de lustrar y su
banco. “No me gustan las botas ni los caballos”, dijo y caminó con cierto
orgullo en su semblante hasta perderse al doblar la esquina de Erasmo en
dirección hacia la calle Paterson.
Al abordar la panga hacia la
playa de El Bluff el cielo se había despejado. A mi izquierda, más allá de la
punta de Old Bank, observé el destello de la pólvora sobre las casas y la línea
de la bahía. “Ya comenzó la montadera de toros”, dijo uno de los pasajeros.
Nueva Guinea.
20 de Abril del 2017.