“¡María Teresa, esconde la porra de frijoles!”,
gritó doña Juana Angulo al verme, después de retirar la cadena y abrir el
portón de madera sellado con láminas de zinc oxidadas.
Le di un abrazo y un beso en la mejilla con
ternura, como a una madre. Con el bastón me indicó que pasara adelante.
Tomé su mano, observé su fino cabello cano, su
mirada octogenaria tras los lentes y sentí el ritmo de sus endebles pasos. Con
mi ayuda y un impulso infantil subió un peldaño, entramos a la casa y, al
acomodarse exhausta en la mecedora, se quejó del dolor reumático en sus
rodillas.
Me invitó a sentarme en la pequeña sala comedor
y sus recuerdos se escaparon comprimiendo el espacio.
La brisa proveniente de la playa del Tortuguero
refrescaba el amplio corredor de la casa, sin cercos ni barreras. El único
obstáculo ante la mirada era el techo rojo de la aduana. Frente a las gradas de
acceso al muelle dominaba el paso de lugareños, el subir y bajar de los
guardias, de marinos eufóricos acompañados de mujeres alegres hacia los barcos
mercantes, de chamberos, borrachos y desocupados. Descubría el plato del día de
las familias del puerto que se abastecían de carne y verduras frescas en el
mercadito de doña Bernarda Peña, ubicado al bajar las gradas, detrás del
cuartel de la guardia.
Expectante disfrutaba las conversaciones
mentirosas, las guayolas de Tapalwas, el pedir insistente del trago de guarón
de Masayita, su carpintero preferido, sin descuidar el ladrido de los perros
que alertaban de intrusos en el patio trasero robándoles sus apreciados “sugar
mango”. Al escucharlos tomaba el rifle calibre veintidós guardado en el
mostrador de la sala, salía al patio y disparaba ahuyentándolos.
“Una vez le disparé a Charol, le di en el
sombrerito de media ala y gritó ¡Ay, don Octavio ya me mató!, cayó desmayado
del susto y nunca más desaparecieron las gallinas ni los mangos porque los
mantenía a raya”, dijo a carcajadas.
En la sala, Don Octavio, su marido, llenaba el
ambiente con su presencia. Alto y delgado, vestía siempre pulcro, camisa manga larga
almidonada y pantalón color caqui. Le llamaban “el Coronel” por su apariencia y
seriedad. Atendía a los clientes que hacían gestiones en busca de timbres y
permisos para matanza de cerdos en su agencia fiscal, instalada en el mismo
salón donde vendía guaro lija.
Por las mañanas sus clientes asiduos eran
Leónidas, Felipe Man, Victoriano y el Africano, todos chamberos del muelle. En
cada subida con la carga por las veinticinco gradas, descansaban, entraban al
salón, se tomaban un trago doble y salían apresurados a escupir. De tanto subir
y bajar, antes del mediodía estaban borrachos. El Africano era el único que
poseía carreta para transportar la carga, llamada “salgo cuando quiero”, porque
borracho, zarandeándose con la mirada perdida frente a la casa, eso gritaba a
los que pasaban a su lado.
Al medio día el salón se llenaba de oficinistas
de la aduana, agentes aduaneros, estibadores y guardias con rango que se
tomaban una cuartita de guaro servida con boquita de pájaro. Era un ambiente
festivo sin importar ocupación, raza, clase social y, menos aún, la militancia
política porque entre ellos se llamaban “camaradas”. Cuando saciaban su sed
etílica, don Octavio cerraba el negocio, tomaba un trago doble de whisky para
la buena digestión, almorzaba con estilo de realeza y hacía la obligada siesta.
Ella procedía a revivir el fuego del horno
ancestral, amasaba la harina y horneaba pupusas, rosquetes, pudines, pan simple
y tostado, que terminaban degustándose en las travesías de los barcos mercantes
por el caribe.
Por las tardes, salía al corredor y se
acomodaba en la misma mecedora donde ahora se quejaba de sus dolores de
rodilla. Escuchaba el incesante sonido de las máquinas de escribir mecánicas,
proveniente de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, situada al
lado izquierdo de la casa; observando el diligente recorrido de los empleados
hacia las oficinas del Coronel Alejandro Peters, administrador de la aduana,
ansiosos por finalizar pólizas, manifiestos, remisiones y recibos de todo tipo
de mercancías que los barcos cargaban y descargaban en las inmensas bodegas.
Jimmy Wilson, fumador empedernido, salía al
corredor expulsando bocanadas de humo de cigarrillos importados, atento ante
las diligencias de los empleados y del paso coqueto por el andén de su amada
Morcley.
Al lado derecho del corredor, alquilaban una
casa a la oficina de telégrafos. Observaba a Frank, el telegrafista, atender al
público que llevaba en un papelito sus mensajes y luego los convertía en
puntos, rayas y puntos, para transmitir saludos, felicitaciones, pésames,
buenas y malas nuevas. Era un hombre extraño y solitario que de noche escuchaba
tangos en una radio y reía a carcajadas, imaginándose en un salón lujoso
bailando con alguna “Che”.
Pregunté por el ambiente nocturno y observé
incomodidad en sus gestos.
Por las noches todo quedaba en silencio, lo
único que escuchaba era el alboroto de los estibadores en el muelle que
trabajaban hasta la madrugada. A eso de las ocho de la noche, atendía a los
marinos que regresaban con las mujeres alegres, se tomaban un par de tragos y
salían en una romería de cantinas, comenzando por Miss Lilian, Miss Pett, la
Pachanga, la Cabaña, el Hípico, hasta dejarlas borrachas en su casa, el nido de
putas de la Shirley, el Vietnam. ¿Te acuerdas del Vietnam?
“Estoy cansada, ayúdame a levantarme”, dijo.
Le pregunté por qué había llamado a María
Teresa al verme.
“¡Ideay, no te acuerdas de nada!, ¡se te olvidó
el Vietnam y ahora de las noches que venías hambriento con Pancho a beberte el
primer hervor de la porra de frijoles!”, respondió.
Me vi entrando en su cocina. Pancho caminaba con pasos de gatos y destapaba la porra de
frijoles sin hacer ruidos. Con cucharones soperos servía en tazones de china y los rellenaba con
arroz blanco. En un plato aparte ponía los bananos cocidos y los chiles de
cabro que partía en cuatro trozos. Aún percibo el aroma de la sopa y el picor del chile,
pero la cocina hace muchos años dejó de existir, el huracán se la llevó. Cuando
hablo con sus hijos, con Kalilita, la Tere o Rosa Linda, siempre me dicen hermano
de frijoles.
“A ver, ayúdame, voy a descansar. Cuando salgas
pone bien la cadena, no vaya a ser que se metan los fuma piedra. Anda da tu
vuelta, seguí el camino y si ves las cosas mejor que antes me pasas contando
para darme cuenta”, dijo.
¿Y el rifle veintidós?, pregunté.
“Míralo, allí está, todavía le tienen miedo”,
dijo acostándose en la cama.
Me despedí besando su frente. Recorrí el camino. No quedaba nada del esplendor de El Bluff de aquellos años. No volví a pasar por
la casa de doña Juana Angulo, pero me sentí contento por volver a verla una vez más.
12/08/2022
Foto: Con doña Juana Angulo, tomada por María Teresa.