El reflejo en el piso de baldosa de la media luz emitida por la lámpara ubicada en la mesa, el ritmo de la música instrumental fluyendo a través de los parlantes adaptados a la microcomputadora y la cama king size volvían la habitación pintada de color nácar en un espacio que invitaba a los excesos, aunque nunca se había percatado de ello, hasta esa noche. Sus días y horas en soledad transcurrían motivados por lograr lo imposible para otros: empecinada en el cálculo económico, revisando fórmulas inventadas por su ingenio, el presupuesto del año venidero, indicadores y resultados, costo y beneficio, fichas de proyectos y borrando errores en las hojas impresas.
La percibí relajada cuando abrió la puerta. “No te esperaba tan temprano”, dijo volviendo a ver su reloj de plata satinada que hacía un llamativo contraste en su piel morena. “No importa, ya estoy terminando, puedes pasar”, agregó. Calzaba chinelas de playa, un pantalón deportivo azul de lana y una blusa blanca sin mangas que destacaba la cadena del mismo metal sobre la semicuenca de sus pechos. El cabello largo lo llevaba recogido por un moño. Al dar la vuelta para ofrecerme una mecedora ubicada frente al closet, observé su largo y frágil cuello, sus movimientos de gacela nerviosa.
“Siéntate, déjame arreglar estos papeles”, expresó luego de cerrar la puerta y abrió en mi destellos continuos de pensamientos tras cada uno de sus gestos. “Si estás incomoda te espero en la recepción”, le dije deseando que lo negara. Regresando la mirada, inclinada sobre la mesa con su rodilla derecha sobre la silla, mostrando su esplendida cadera, con una sonrisa, lo hizo: “No, tranquilo. Voy a ducharme, dame unos minutos. Puedes encender la tele”. Recorrí todos los canales; mis sentidos se filtraron en su intimidad hasta ver su imagen reflejada en la pantalla mientras caía un vendaval en la ciudad que siempre se inunda.
El agua tibia estremeció su cuerpo y se aproximó al intenso torrente introduciendo en alerta su pie derecho. Con determinación expuso los pechos sobre el caudal, sus pezones morenos se irguieron como flor ante rayos de sol mañanero, se estrujó con ambos brazos y movió lateralmente la cabeza evitando empapar su cabello. Giró en torno a la ducha hasta quedar frente al sudado espejo. Tomó el jabón de avena, lo frotó entre sus manos y acarició su cara en círculos con la yema de los dedos. Volvió a la ducha introduciendo la cara, restregó con delicadeza su abdomen, cadera y piernas; su piel brotó como espiga de diosa cubierta de espuma. Se secó con la toalla, desempañó el espejo y al verse mostró una sonrisa de gozo. “Qué elegancia, qué goce”, pensé con envidia pendiente de la puerta y sus imágenes desaparecieron cuando salió con la toalla cubriendo su cuerpo.
“Viste, no demoré demasiado”, dijo al dirigirse al closet y sentí la fragancia de su cuerpo. “Está lloviendo”, dije sin volver la mirada. Tras unos segundos de silencio contestó: “no es buena idea salir, podemos pedir la cena y me ayudas a revisar lo que me hace falta”. Se dirigió al espejo de la habitación con el mismo atuendo, se quitó el moño y peinó su cabello. “Lista”, expresó y nos quedamos viendo sin decir palabras.
Ronald Hill A.
La Colina
Domingo, 29 de julio de 2012