Ella lo deseaba,
siempre lo había deseado, pero una racha de nacimientos de niñas en el barrio
intensificó sus deseos. Al conocer la noticia, visitaba a cada una de las
mujeres, la mayoría amigas, y regresaba a la casita del barrio Palo Solo de
Juigalpa donde vivíamos con el rostro iluminado. “¡Vieras qué niña tan linda!”,
“preciosa, una muñequita bella”, me contaba. Teníamos tres hijos varones y
desde el segundo anhelábamos una niña.
Eran tiempos
difíciles, tiempos de guerra, de escasez de todo lo imaginable: pasta dental,
jabón, pañales y de largas colas para obtener lo básico en el centro de
abastecimiento. El salario no cubría nuestras necesidades y me aventuré como
docente en el Liceo Agrícola y el Instituto Nacional de Administración Publica
para solventar la situación: daba clases por la mañana, regresaba al trabajo
donde tenía autorizado ausentarme y por las noches. La rutina era la misma de
lunes a viernes. Entre los tres trabajos aseguraba menos de cien dólares y sobrevivíamos.
No habían estrenos, pero ella se las ingeniaba: cocía mis camisas, teñía mis blue
jeans, cambiaba el elástico de mis calzoncillos, la ropa de los chavalos se
heredaba del mayor al menor, pero siempre les comprábamos sus zapatitos burros.
Siempre estaba
pendiente de los embarazos de sus amigas. En esos tiempos no había cómo darse
cuenta del sexo mediante un ultrasonido, pero recurría a secretos de las
abuelas. En la salita de la casa levantaba una cadena sobre la palma de la mano
de su amiga embarazada que se movía como péndulo y, según la orientación que
tomaba, diagnosticaba el sexo: en dirección a la barriga, mujer y lateral a
ella, varón. Los ojos de sus amigas se maravillaban según el deseo y, si no
estaban convencidas, volvía a practicar el secreto. También, dependiendo de la
forma de la panza les auguraba el sexo: una panza redonda albergaba una niña y
una puntiaguda un niño. Nunca fallaba en sus predicciones, la mayoría se
marchaban contentas.
“En ésta
paridera de mujeres me voy”, dijo una noche por el entusiasmo de ver tantas
niñas que nacían. Ella siempre determinó cuándo salir embarazada respetando una
diferencia de cuatro a cinco años entre embarazos. Sin entrar en detalles,
porque podes imaginártelo, hicimos el amor y, en el momento ansiado, algo se
desprendió de mis entrañas recorriendo todo el cuerpo, un torrente eléctrico
desgarrador, una mezcla de placer y dolor, un destello prendido en mi frente
que nunca antes había experimentado. ¡Estás preñada!”, “¡es una niña!”, le dije
con el corazón a punto de reventar. Al describirle por qué de mi certeza,
sonrió y dijo “sólo sos mentiras”.
Regresé de dar clases, a eso de las diez de la noche, nueve meses después, mis
padres y mi suegra estaban a la espera de otro nacimiento. Ella misma se hizo
las pruebas de la cadenita, modelaba con su enorme barriga frente al espejo;
siempre dudaba, pero había alistado cosas para una niña con colores neutros y
hasta chapitas de oro. Corregía unos exámenes y noté el movimiento de mi suegra
y de mi mamá en la casa, un ir y venir desesperado detrás de ella. “Ya es
hora”, dijo mi suegra; junto a mi padre nos trasladamos al hospital Asunción
donde la ingresaron a la sala de labor y parto sin dejarnos estar a su lado,
sólo a mi suegra se lo permitieron. Salimos al exterior del hospital y la
espera se hizo interminable. A la una de la mañana nos avisaron que todo había
salido bien, pero sin decirnos si era niño o niña.
Caminé ansioso
por los pasillos iluminados, mi padre iba a mi lado. Cuando salimos al de
maternidad vimos en el fondo a mi suegra sosteniendo en sus brazos a una
criaturita. El corazón me palpitaba intensamente, más y más cada vez que me
acercaba a ella. ¡Otro varón!, dijo mi suegra cuando estábamos frente a ella.
Sentí desilusión, un dolor interior convertido en resignación y me disponía a
acogerlo en mis brazos cuando mi padre dijo: ¡No fuck, quitémosle el
pañal! Mi suegra trató de detenernos dando dos pasos hacía atrás pero era
inevitable, mi padre movió hacia un lado el pañal y gritó eufórico: ¡Es una
niña, una niña!, y mi suegra sonriendo me la cedió para que la chineara. La
apreté con delicadeza en mi pecho, sentí el calor de su frágil cuerpecito, vi
el intento que hizo por abrir sus ojitos, acaricie sus mejillas y manitos, noté
al fin las chapas en sus tiernas orejitas y respiré lleno de dicha. Cuando
llegué a ella, su rostro mostraba la ternura que sentí al tener en brazos a mi
hija.
Lunes, 24 de septiembre de 2012