Los vi desde el
final del andén situado a la orilla del barranco, después de la bajada que
conduce a la carretera y de buscar con el largavista a la gallina Poponé que
cantaba todas las tardes entre el manglar. Los troncos de balsa estaban
totalmente expuestos, apiñados y secos, sin que las olas los menearan porque la
marea estaba baja. Al terminar la ensenada se miraba cerquita el movimiento de
los barcos pesqueros que maniobraban para dirigirse hacia la barra. De pronto
escuché carcajadas y los enfoqué. Eran el Cabe, el Flaco y Kalilita. Estaban al
lado derecho del patio de doña Marianita, reunidos a la orilla del pozo, debajo
del palo de mango; me dirigí hacia ellos.
—
¡Allí viene el Catracho! —escuché decir al Flaco.
Noté que andaban
sus tiradoras cuando, al entrar en la espesa sombra, sentí el cambio provocado
por el frescor en esa tarde soleada. En ese punto nos reuníamos, en tiempo de
cosecha tirábamos piedras para bajar las piñas de mango celeque y nos comíamos
las rebanadas con sal y pimienta. El Cabe y el Flaco siempre jalaban agua para
mantener llenos los barriles de la cocina de doña Marianita y Maura, su
hermana, lavaba ropa al lado del pozo en una tina montada sobre grandes piedras
azules.
Al llegar a la
orilla del pozo vi al Tanquecito que se aproximaba con su tiradora, bajando del
lado de gran árbol de Guanacaste.
—
¿Qué están haciendo? —pregunté.
—
Nada —respondió el Flaco de pie, moviendo la
cabeza y ladeando el cuerpo, un gesto corporal que nunca se le ha quitado.
Vi a Kalilita
agachado, a unos tres metros, en dirección al borde del barranco, frente a la
carretera, dando la espalda y el Cabe, apartando una cortina de saco viejo,
entraba al escusado de madera mohosa.
—
¿Mi papá te prestó el largavista? —preguntó
sonriente el Tanquecito al llegar a la orilla del pozo y verlos colgados en mi
cuello.
—
¿Qué andas viendo? —preguntó Kalilita desde
donde estaba.
—
A la Poponé que canta todas las tardes en el
manglar — le dije.
—
¡Sólo sos paja! —gritó y los otros, hasta el
Cabe que estaba cagando, se carcajearon.
El Cabe salía
del escusado socándose la faja, el Tanquecito me seguía y el Flaco se quedó en
el mismo lugar. Abajo, en la carretera,
se escuchaban los murmullos de la gente
que caminaba en dirección al muelle de la aduana y hacia la Booth.
—
Ya terminé —dijo volteándose y mostró unos
trocitos de plomo.
El plomo lo
había sacado de un cable y, golpeando el borde de un machete con una piedra, lo
partió en tuquitos para usarlos como balas con la tiradora. Andaba vestido de
camisola, short hecho de un pantalón azulón, tenis y un pañuelo amarrado
alrededor de la cabeza que le cubría la frente y retenía su pelo chirizo.
—
¿Cuál es tu verga? —le pregunté con tono
amenazador—. ¿Me vas a dar un plomazo?
—
¡Ideay!, ¿botaste la gorra? —dijo sin verme,
entregándole trocitos de plomo al Cabe y al Tanquecito.
—
Me estás vulgareando por la Poponé —le respondí
empujándolo.
—
No seas baboso —dijo haciéndose a un lado—. Le estaba
enseñando a estos majes cómo es que uno se hace la paja y de pronto el Flaco
gritó que venías para acá.
—
¿Te estabas haciendo la paja? —pregunté y los
tres se volvieron a ver.
—
Ya no hay nadie —dijo el Flaco al acercarse—.
Seguí para ver —agregó regresando la mirada hacia su casa.
Kalilita se bajó
el short, no usaba calzoncillos y, haciendo un círculo alrededor de él, lo
vimos dispuesto a hacerse la paja.
— Ideay
Kalilita, ¿qué te pasa? —lo increpé al ver que no lograba la erección.
— Este
Catracho la cagó toda, el susto que nos dio no me deja —dijo excusándose.
— Mirá,
allá abajo va la Cumbia, mírale las nalgas, tal vez te tiempla —dijo el Tanquecito
señalando hacia la carretera.
— Pásame
el largavista para vérselas de cerquita —me dijo Kalilita volviendo a ver al
Tanquecito.
— Préstaselos
—aprobó el Tanquecito y se los pasé.
Con el
largavista sostenido en su mano derecha, esculcando las nalgas de la Cumbia y,
con la izquierda, frotándose el pene, exclamó: “¡Clase de nalgas!, ¡como se
zarandean!, ¡no alcanzan en el largavista!” y segundos después estaba excitado.
— Tomá
—dijo y le pasó el largavista al Tanquecito. Noté que sonreía al tenerlos en sus
manos.
Kalilita era el
más vago y más viejo de todos. El Flaco y el Cabe eran menores, tenían menos de
diez años y estaban maravillados al ver cómo es que se hacia la paja. “En
aquella piedra va a caer el escopetazo” dijo en su afán Kalilita. Al terminar,
con la primera expulsión que acertó en el blanco, dijo temblando: “Allí… va…
la… Po-po-né”.
Los ojos del
Flaco y el Cabe brillaban de exaltación pero repentinamente se les nublaron al
escuchar a la Maura gritar: “ ¡Jodidos vagos, los voy a acusar con mi mamá!” y
salieron corriendo en dirección a la cocina de doña Marianita. Kalilita se
subió el short sin poder contenerse, chorreándose todo y tirándose por el
barranco en dirección a la carretera. El Tanquecito me siguió y nos dirigimos
con disimulo al árbol de Guanacaste, haciendo como que observábamos pájaros con
el largavista de mi tío Felipe mientras la Maura seguía gritándole maldiciones
a Kalilita que corría en dirección al muelle de la aduana.
Domingo, 24 de
febrero de 2013