Cuatro hombres bajaron al capitán Cat Fish del barco camaronero. Alrededor de las once de la mañana atracaron de urgencia
en el muelle de la Booth. Lo sacaron del camarote cargándolo en un cubre
colchón, como en una hamaca, y entre el tramo del muelle de madera hasta el
área de macadán, lo trasladaron en una carretilla de manos. Su rostro, además
de las arrugas que le caían sobre su mandíbula inferior saliente, similar a la
de Popeye, se mostraba pálido, con un color cuasi amarillo.
“Está bien
mal”, dijo el güinchero. “Lleva tres semanas sin comer ni poder dormir por el hipo”, agregó.
¡Hip! … ¡hip! … ¡hip! …. ¡hip! ... era el sonido que salía de su boca como una
erupción volcánica desde sus entrañas. Sus ojos café claros se mostraban
adormecidos y miraba a las personas a su alrededor como si hubiera perdido el
control de ellos, que juguetones se volteaban en su cuenca, desapareciendo
momentáneamente la pupila y el iris, dejándose ver únicamente la esclerótica
manchada de color rojizo.
El cuerpo de Cat Fish, un hombre de unos
cincuenta años de edad, parecía un saco de carne tirado en la carretilla sin
que su estructura ósea y músculos respondieran a su voluntad, al igual que el
hipo incesante.
De emergencia llegó al muelle un tractor con un
tráiler, lo acostaron sobre un colchón y a toda velocidad fue trasladado al
puesto de salud de El Bluff después que Pinolillo, el conductor, lograra disuadir
al gentío que se aglomeraba alrededor de la carretilla para que permitieran el paso
del gravísimo capitán Cat Fish.
Así, en esas condiciones, llegó al puesto de
Salud de El Bluff. Allí lo esperaba Cristina, la enfermera responsable del
puesto. Al ver la prisa del tractor y parte de la tripulación del barco que lo
acompañaban, las personas que estaban en los alrededores corrieron hacia el
puesto por curiosidad, a tal grado que se propagó la noticia de que a Cat Fish
lo habían ingresado en estado de gravedad en los alrededores del campo de béisbol
y hasta el barrio El Suampo.
Poco a poco fueron llegando conocidos y amigos
del capitán, trabajadores de la Booth Fisheries Company, amigos de parrandas
interminables y algunas mujeres del Vietnam y El Dragón de Oro que gritaban con
lamentación por su querido Cat Fish que no cesaba de hipear.
Cristina le ordeno a los hombres que lo
acostaran en una camilla del puesto de salud. Procedió a tomarle los signos
vitales y, ante la expectativa de la multitud que se asomaba por la ventana,
declaró que estos eran normales, pero presentaba síntomas de decaimiento
general por lo que inmediatamente le canalizó la vena cefálica del brazo
izquierdo para suministrarle un suero revitalizador.
“Hay que
dejarlo descansar”, dijo Cristina y salió a tratar de calmar a la multitud
aglomerada.
“No es nada grave, es un simple hipo”, anunció e inmediatamente el gentío comenzó a gritar sus recetas para el hipo.
“¡Hay
que asustarlo!, ¡acérquesele calladita y grite huy!, dijo uno.
“Hay
que frotarle la nuca”, se escuchó desde el fondo.
“Dele
un trocito de limón”, gritó un hombre.
“Que
trague pedazos de hielo”, dijo otro.
“Con
un sorbo grande de agua helada se le quita”, grito otro.
“Hay
que jalarle la lengua con fuerza”, se escuchó del lado de la ventana.
“Se
le quita colgándolo de las manos de un árbol”, dijeron desde el fondo.
“Agárrenlo con fuerzas y apriétenle los huevos”, se escuchó una voz de mujer desde el corredor.
Eran las voces de los pobladores que exponían los remedios caseros para aliviar el hipo y que para ellos funcionaría con el capitán Cat Fish, así que Cristina se decidió a realizarlos, pero para la última recomendación popular solicitó el apoyo de una de las mujeres del Vietnam.
En eso estaban cuando se presentó al puesto de salud "El Diablo", don Roberto Bartlett. Luego de ver el estado de deterioro y escuchar el intenso y prolongado hipeo de su compatriota, salió al corredor, encendió un habano y se quedó pensativo.
“No es nada grave”, dijo El Diablo. “Es un pequeño problema del diafragma. Se le cerró la laringe y por eso tiene hipo. De seguro es por el exceso de ron, pues antes de zarpar tuvo una racha etílica que casi rompe el record que mantiene Victoriano de días bebiendo en El Bluff”, agregó y la multitud se carcajeó casi a gritos.
“Es en serio, no se rían”, dijo Cristina, que estaba a su lado, dándole autoridad médica a las palabras del Diablo que volvió a su habano.
“Ese hipo es frecuente”, dijo Cristina. “Casi todos, un día, vamos a padecer de hipo. La verdad es que nadie sabe cuál es la causa”, agrego mientras desde el interior se escuchaba a Cat Fish hipear.
“Yo leí por algún lado, que hay un record mundial del hipo”, agregó El Diablo, exhalando humo de tabaco. “Sí señores, un granjero del noreste de Iowa, llamado Charles Osborne lo padeció constantemente durante sesenta y siete años. Se inició en 1911, cuando Osborne intentó levantar un cerdo de 160 kilos para matarlo, lo que de alguna manera provocó una respuesta en forma de hipo”.
La gente lo escuchaba con incredulidad, pero atenta y respetuosamente, a tal grado que los gritos se acallaron y solamente se escuchan sus palabras y el hipo de Cat Fish.
“Al principio Osborne hipaba 40 veces por minuto, aunque con el tiempo la cifra se redujo a unas 20. En total, se calcula que hipó 430 millones de veces durante siete décadas, durante las cuales nunca tuvo hipo mientras dormía. Un año antes de morir, el hipo de Osborne cesó de forma repentina y misteriosa”, agregó Bartlett.
“Ya, de una vez, apriétenle los huevos”, volvió a gritar la mujer y el gentío se carcajeo con una algarabía de gritos.
“Voy a contar las veces que hipea por minuto”, dijo Cristina y entró al cuarto donde Cat Fish yacía acostado con el suero revitalizador drenando hacia sus venas y notó que el semblante le había cambiado, pasando del amarillo pálido a un color rojizo en sus pómulos, y que sus ojos volvían a la normalidad. Notó una leve sonrisa entre una pausa del incesante hipo.
“Se va a mejorar”, le dijo Cristina y Cat Fish hizo el intento de levantarse, pero sus fuerzas no le respondían. Mirando su reloj de pulsera comenzó a contar la frecuencia del hipo: uno, cinco, ocho, diez, quince, treinta, treinta y dos. Hipó treinta y dos veces por minuto, dijo Cristina y salió al corredor a anunciar la cifra.
“No es nada bueno”, dijo El Diablo.
Dos horas después subieron a Cat Fish en una avioneta que la compañía Booth Fisheries de Nicaragua solicitó a Aeronáutica Civil de Managua, acompañado por el güinchero.
Al tercer día de su partida regresó en otro vuelo fletado. La gente se aglomeró a su espera en la pista de aterrizaje. Cuando Cat Fish pisó la escalinata su semblante era otro. Se escucharon gritos de bienvenida y al pisar tierra la gente lo tocaba incrédulos por su mejora.
“Estoy mejor”, dijo Cat Fish. Su cuerpo volvía a ser el de siempre, los cachetes de su quijada de Popeye se mostraban rosados y daba sus grandes pasos con normalidad.
¿Qué le hicieron?, preguntó una voz.
“Ohh”, dijo el güinchero, “le metieron una manguera por la boca para explorarle desde la garganta hasta el intestino grueso y no descubrieron nada, pero cuando vio la imagen de sus tripas en el monitor le dio miedo y, más aún, cuando sintió algo incómodo allá atrás y vio el color blanco de sus calzoncillos. Fue entonces cuando dio un gran suspiro y como por arte de magia se le quitó el hipo”, concluyó el güinchero.
“¿Para eso lo llevaron hasta Managua?, gritó otra voz.
“Un
gasto innecesario”, dijo otra.
“Aquí
en el Vietnam lo hubieran curado sin gastar un centavo”, dijo otra voz y
volvieron a carcajearse en grupo hasta llegar cada uno de ellos a sus casas.
Dos días después Cat Fish volvió a zarpar en una nueva faena de pesca de camarones. Nunca más se volvió a escuchar que padeciera de un ataque de hipo, a pesar de sus noches de bebederas, acompañado con las mujeres del Vietnam y el Dragón de Oro, al menos durante el tiempo que vivió en el puerto de El Bluff.
30
de abril de 2021.