Esa tarde caminé hasta la punta de Old Bank, el barrio creole más emblemático de Bluefields. Recuerdo la ansiedad que sentí al estar de nuevo allí, respirando el aroma de la bahía, admirando el paisaje con barcos cruzando en dos vías por el canal que conduce a Schooner Cay y el río Escondido, el coqueteo alegre de las palmeras de coco con el ritmo del viento y, en el Este, a la distancia, mi querido puerto.
Caminando de
regreso por la calle, ahora construida de concreto reforzado, me detuve a
saludar a dos señores mayores de edad que estaban sentados en el porche de una
casa. Los saludé dando mi nombre y dije que soy originario de El Bluff. Me
vieron de manera sospechosa y comencé a hablarles en inglés creole. Les
pregunté sobre su familia, si eran nativos del lugar y si habían nacido allí.
“Hey Jim, él
quiere saber sobre nuestra familia”, dijo en inglés el que aparentaba ser
mayor, el menos corpulento, de unos sesenta y cinco años de edad. “Dile
Charles, no tenemos nada que esconder”, respondió Jim, el más joven y fornido.
Charles se quedó pensativo y comenzó a hablar dudosamente: “Nacimos y fuimos creados
en Old Bank, el barrio más antiguo de Bluefields”. “Gracias al Señor”, agregó
Jim levantando sus manos.
“¿Y tú mamá también?”, le pregunté a Charles.
“Óyelo, quiere saber sobre nuestra madre”,
dijo Charles. En ese momento se volvieron a ver y luego fijaron su mirada en
mí, una mirada profunda como esas que tratan de perforar la mente para descubrir
los pensamientos. “Está bien, entonces, hablemos del barrio”, dije, pero
Charles me interrumpió.
“Mi madre era alta, corpulenta y siempre
estaba pendiente de nosotros, nos daba muchos consejos cuando realizaba las
tareas del hogar, nunca se cansaba de aconsejarnos para que enfrentáramos la
vida, lo hacía cuando lavaba ropa, cuando limpiaba la casa, siempre lo hacía.
Cuando ella cocinaba, ¡muchacho!, la comida era especial, todavía puedo oler el
aroma de sus platos, el arroz y los frijoles elaborados con leche de coco, el
estofado de tortuga, las tajadas fritas de fruta de pan en aceite de coco que
cortábamos subiéndonos a la parte más alta de los árboles del vecindario, los
chacalines de la bahía empanizados al estilo caribeño, la sopa de pescado con
jaibas, la carne con hueso en caldillo y el Johnny Cake que nos horneaba. Toda
la comida era preparada con leña, en esos tiempos no teníamos cocina de gas,
recogíamos troncos en la orilla de la bahía que poníamos a secar en las piedras
y cuando mi papá regresaba de pescar en su bote de canalete, bajábamos la
pendiente corriendo para ayudarle a descargar los chacalines y pescados”,
explicó Charles.
“¿Tu papá era pescador?”, le pregunté.
“Primero preguntó por nuestra mamá y ahora pregunta por papá”, dijo Jim dirigiéndose
a Charles. “Dinos francamente qué es lo que quieres saber”, indicó Charles con
tono bravucón.
“Honestamente
siempre me he preguntado por qué le caían lluvias de piedras encima a la gente
que visitaba el barrio de Old Bank por las noches”, respondí sin pensarlo dos
veces. Se volvieron a ver pero esta vez
rieron a carcajadas, zapateando sobre el piso de madera y palmeando sus manos
por unos segundos.
“Para protegernos
de los extraños, para proteger el barrio, nuestras casas, nuestros niños,
nuestras muchachas, nuestra forma de vida y nuestras raíces, solamente por
eso”, explicó Jim.
“Pero eso nunca
sucedía en los barrios de Beholden o Cotton Tree, allí nunca tiraban piedras cuando los visitabas por las
noches”, respondí.
“Muchacho, no
compares mi barrio con esos, mucho menos a nosotros con esa gente, aunque
seamos negros, somos diferentes. Nosotros protegemos a nuestra gente y a la
comunidad, estamos orgullosos de ellos. ¡Soy un negro orgulloso de Old Bank, ¿no
lo puedes ver?!”, dijo Charles con tono retador mientras Jim lo observaba con
admiración.
Los corredores
de los lados y enfrente de la casa comenzaban a iluminarse por lámparas y
bujías mientras la calle perdía su tonalidad blanca. Ahora comprendía por qué
le tiraban piedras a los extraños que visitaban de noche el barrio de Old Bank
y me despedí de ellos estrechándoles sus manos gruesas y arrugadas. “Puedes
caminar tranquilo, nadie te va a apedrear cuando bajes por el andén”, dijo
Charles y escuché sus carcajadas mientras me alejaba de ellos.