Nunca necesité una secretaria típica: la que elabora cartas, memorándum, hace esperar a la gente que te busca invitándola a sentarse en una silla de la sala de espera, les ofrece un café o les invita a leer una revista o el periódico, mientras con cierto aire de importancia decide el momento en que debes atender a esa persona, entonces te llama, toca la puerta para anunciarlo o simplemente le dice que regrese otro día porque estás ocupado en una reunión. Cuando la tuve, no fue de esas.
Los papeles regados por los rincones en un desorden infernal; ampos incompletos; la pizarra acrílica llena de garabatos y símbolos mágicos de diferentes colores; las tazas de café y vasos olvidados en los estantes, escritorio y mesa de trabajo; carpetas con cheques por firmar; correspondencia de las comunidades, organizaciones socias y líderes comunitarios, así como los correos electrónicos impresos. Todo desaparecía en un orden que habíamos acordado, manteniendo la oficina con su propio estilo. “Aquí hacen falta plantas”, dijo una vez y, al regresar de una gira de trabajo, encontré varias maceteras llenas de vida.
Con el tiempo, al ver que mostraba interés, la involucré en el mundo fascinante de la planificación, el seguimiento, la evaluación y negociación con las organizaciones y comunidades donde trabajábamos. Participaba activamente en las reuniones alrededor de la mesa de trabajo, tomaba notas en una computadora portátil y, al finalizar, presentaba varias copias de la memoria para ser firmada por los participantes. De allí surgía una parte del trabajo del mes siguiente y, con base en ello y el plan anual, presentaba los cálculos de los requerimientos financieros a solicitar para continuar nuestra labor. “Me gusta su estilo, usted no le miente a la gente, está más pendiente de los problemas que de los logros”, dijo una vez. “Es por eso que estamos aquí, para identificarlos y ayudar a resolverlos”, contesté.
Esas reuniones consumían gran parte del tiempo, unidas a las visitas a los proyectos en el territorio. Siempre estaba atenta a que no coincidieran actividades y, cuando era inevitable, sin pedírselo se ofreció a cubrirlas. “No se preocupe, estaré pendiente de los problemas”, dijo con firmeza. Y lo hacía, porque al regresar era lo primero que señalaba. Aprendió la lección, pero luego comprendió que se deben reconocer los logros. Hay que estimular a la gente, “a todos nos gusta que reconozcan nuestro esfuerzo”, dije. Logró alcanzar el equilibrio, establecer el balance entre problemas y avances. Siempre concluía diciendo: “A pesar de… se ha avanzado en…”.
Al separamos, cuando cerramos el programa de Ayuda en Acción, era otra. Nunca intentó copiar mis recetas al pie de la letra, las moldeaba a su manera con ese toque sutil que los hombres no poseemos: la sonrisa, la mirada, los gestos, el tono de decir las cosas, eran diferentes; era una mujer que le gustaba su trabajo. Nunca dominó la destreza en la pizarra frente a un auditorio, convencer escribiendo, reflejando las ideas en ese espacio en blanco. Cuando lo intentó, la atención de los participantes se perdía en otros lados y no avanzábamos.
Hicimos más de cuarenta despedidas. En cada comunidad, con socios locales, instituciones del Estado y el gobierno local donde presentamos un informe de cierre con los resultados de catorce años de trabajo en cada una de ellas, con fotos y la inversión realizada. Fue la despedida más larga que he tenido: duró casi nueve meses. Todas ellas fueron emotivas por las palabras de los líderes comunitarios, las madres, los campesinos, los poemas de niñas y niños, reconocimientos de las comunidades, actos culturales en las escuelas, canciones con guitarras campesinas, discursos y las inevitables pachangas con los más fiesteros, acompañadas por grandes calderos de sopa de gallina y el infaltable ron o cususa.
En el momento de nuestra despedida, igual que con las otras cinco mujeres que formábamos el equipo, recordamos los mejores momentos que pasamos juntos en esa larga lucha contra la pobreza y exclusión social, la sonrisa de los niños, la cara de la gente cuando descubría que podía salir adelante con su esfuerzo y un pequeño impulso. “Nunca voy a olvidarlo”, dijo. Me abrazó con lágrimas en sus ojos y se fue. Siguió trabajando en la misma organización y ahora dirige un proyecto. Hace poco hablé con un amigo que trabajó como coordinador en otro lugar de Nicaragua y al recordarle esos tiempos dijo: “Ni lo menciones, fueron los años más horribles que tuve”.
Un día de estos apareció Ana, mi nuera. “Le tengo una propuesta, voy a arreglar su oficina que está hecha un desastre”, dijo. “¿Y?”, le pregunté. “En la universidad me dejaron de tarea presentar un proyecto, quiero que me ayude a hacerlo”, respondió. Tardó toda una tarde, sacamos varios sacos de papeles viejos que juntos revisamos, igual que cientos de fotos de esos años inolvidables. Ahora todo está en orden.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Domingo, 28 de agosto de 2011