Los bordes de la carretera hacia Juigalpa se
muestran
cubiertos de vainas de guanacastes, impregnándolos
de una tonalidad marrón en contraste con el
hormigón asfaltico.
La luz temprana de la mañana avanza suavemente
sobre la copa de los arboles y el pasto seco
de los potreros.
Robles y malinches florecen en las fincas
del trayecto.
El ganado volverá con las lluvias
mientras los caballos pastan alegres por el
rocío
y así pasarán todo el día, solos y felices.
Otra vez en casa, ella canta canciones de
cuna,
“los cochinitos y los elefantes”, llena la
sala de ternura
al ritmo de la mecedora, mientras Thiago
balbucea alegre.
La madre no olvida, vuelve una vez más
a cantar, a dar calor y alegría, y me
acerco a ella
contagiado por su ternura, llenándome de
gozo, una vez más.
Thiago está en mis brazos, en mis piernas,
y le hablo
achiquitando la voz, le hago cosquillas, no
deja de sonreír,
se empuja y mueve su cabecita tratando de
levantarla.
Estoy en una mecedora en horas de la
madrugada,
canto las mismas canciones a mis hijos, les
doy su pacha,
y me duermo al llegar a los quince elefantes. ¡Papá, los elefantes!
Es un acto de valentía, de gozo al sentir
la tierna piel.
Me doy cuenta de que no hay nada como esa
ternura,
y que, si volviera al pasado, cantaría toda
la vida.
Cae la tarde, los árboles a mi espalda
pierden su luz.
El tránsito se torna lento y los ojos de los
caballos
que pastan brillan con la luz de los vehículos.
Ella va a mi lado. Su silencio dice lo dichosa que está.
Lleva un halo de ternura, el mismo que tuvo
al acurrucar
y cantarles a sus hijos, a sus nietos y ahora
a su sobrino segundo.
28 de abril de 2024.
Foto Internet.