Las Vacas del Mandador, así le llamaban a Juan Huerta porque ese era su oficio en la loma del faro, se paseaban por todos los caminos
posibles del puerto. Pastaban en los alrededores de la planta de la Booth, cerca
de las casas de la Colonia, a los lados de la pista de aterrizaje, en el tramo
de carretera que comunicaba la planta de procesamiento con el muelle de los
barcos pesqueros y alrededor del pozo del taller de la aduana donde se
entretenía Orlando Lacayo con Juan Ramón Acosta brindándole mantenimiento a los
motores fuera de borda que usaban en la panga que trasladaba al coronel Peters
a Bluefields en sus misiones administrativas y amorosas, y a la planta
eléctrica de la aduana que brindaba energía eléctrica a las casas de la aduana.
Los dos eran indulgentes con las vacas y siempre sacaban agua del pozo que
quedaba al lado del taller donde les dejaban dos cubetas llenas de agua para
que calmaran la sed.
Uno de los lugares preferidos de las vacas del Mandador era la loma del
parque. ¿Por dónde subían a la loma? No podían subir por las gradas del parque
que desembocaban frente a la aduana al recorrer parte del andén después de
subir frente a la casa de los Allen porque Pilito, un empleado de la Aduana,
corría detrás de ellas para regresarlas. El único lugar posible era por la
subida de la parte sur de la loma y que al bajarla salías frente al Vietnam.
Una vez coronada esa subida del sur de la loma, se apreciaba el tanque de agua
de la casa del coronel Peters y a la izquierda una casa de la guardia que tenía
a su lado una pequeña celda. Desde ese punto se admiraba la playa del Tortuguero,
la loma del faro, las casas de la Colonia y el muelle de los barcos pesqueros
de la Booth. Entre la subida y el muro perimetral de concreto que protegía la
casa del coronel predominaban pastos y matorrales que las vacas del Mandador
aprovechaban pastando por las tardes. El caminito que bordeaba la derecha del
cerco perimetral era frecuentado por chavalos del puerto en búsqueda de mangos,
marañones y de la diversión que obtenían en la explanada del parque y su
plazoleta cubierta de grama.
—Qué lindo se
mira Bluefields desde aquí —dijo el chavalo flaco que calzaba unos burritos
Adoc.
—Sí, el azul
del cielo en la bahía se refleja en sus cerros —confirmó el chavalo chirizo que
lo acompañaba.
Subieron las gradas azules de la explanada y se treparon a una jardinera
aérea de concreto para tener una mejor visión del paisaje.
—¡Mirá que
lindo!, ¡mirá los barcos, parecen botecitos de papel! —señaló el Flaco hacia la
bahía en dirección a Half Way Cay.
—Mirá para este
lado, mirá los botes de canalete de los pescadores que pescan con tarrayas
frente a la isla de Miss Lilian —dijo el Chirizo.
—Todos son de
Bluefields, a ningún Blofeño le gusta tarrayar —contestó el otro.
Y así, observando el paisaje y conversando sus ocurrencias fue pasando el
tiempo.
En raras ocasiones se miraba gente
en los alrededores del parque con excepción de Leónidas, Masayita, Tiquitito y Victoriano
que compraban sus botellas de guaro lija donde doña Rosa Emilia y seguían el
camino después de hacer chambas trasladando carga a las casas de los que
llegaban de Bluefields. Otros eran jóvenes parejas clandestinas en busca de
privacidad al natural. El día de navidad era el más concurrido del parque por
los habitantes del puerto porque el coronel Peters le celebraba a lo grande el cumpleaños
a Margarita, la hermana menor de los Allen que padecía síndrome de Down, y
todos eran invitados.
Desde lo alto de la jardinera el Flaco y el Chirizo vieron que Masayita,
Victoriano y Tiquitito entraron a la explanada y se sentaron en una de las
bancas.
—Quédate
callado, no hagas bulla. Miremos lo que van a hacer —dijo el flaco bajando la
voz.
Los tres se sentaron en la banca adherida al muro que retenía la grama de
playa, unos veinte escalones antes de subir a la jardinera donde el Flaco y el
Chirizo estaban acomodados disfrutando de la brisa y admirando el paisaje.
Masayita sacó de su abdomen dos botellas, una botella de guaro lija y
otra de agua que las sostenía de la faja. Tiquitito puso en la banca dos mangos
celeques y Victoriano una bolsita con sal.
—Yo primero
—dijo Masayita y se empinó la botella.
Victoriano y Tiquitito se quedaron en silencio con sus ojos llorosos de ganas
al ver las burbujas en la botella. Victoriano escupió, le untó un poco de sal
al mango y le dio un mordisco.
—¡Clase de
trago! —dijo Tiquitito y dio un escupitajo chirre en el piso azul de la
explanada.
Masayita sacudió su cabeza y se puso de pie. Era el más pequeño de los
tres y Tiquitito los doblaba en altura. Se remangó el pantalón con una mano y
escupió.
—Ahora te toca
a vos —dijo dirigiéndose a Victoriano y le cedió la botella.
—Ve que lindo
—dijo Tiquitito —, sólo trajo sal, va de segundo y es glotón. Dale suave—agregó.
—Mirá, mirá,
allá vienen las vacas del mandador —dijo en voz baja el Chirizo, dirigiéndose
al Flaco al ver que las vacas entraban a la explanada por el mismo camino que
todos habían recorrido minutos antes.
—Shiii, shiii—expresó
el Flaco golpeando sus labios con un dedo.
Masayita estaba
de espalda a la entrada mientras Tiquitito observaba a Victoriano echarse el
trago, un trago largo, con un volumen equivalente a tres sencillos que provocaba
largos movimientos en su manzana de Adán y, al hacerlo, vio a las cinco vacas
del mandador que entraron a la explanada dejando sus plastas de mierda regadas
en la loseta azul.
—Las vacas del
Mandador —dijo Tiquitito señalándolas.
—Ordeñémoslas
—dijo Masayita.
—Sí, sí, así pasamos
el trago con lechita —propuso Victoriano.
Los tres se
dispusieron a cortarles el paso con la intención de ordeñarlas. Masayita corrió
a la entrada, Victoriano hacia la bajada norte del parque y Tiquitito se quedó frente
a ellas.
—Ayudémosles
—dijo el Flaco.
—Sí, yo también
quiero leche —dijo el Chirizo y se bajaron de la jardinera.
—¿Y ustedes de
dónde salieron? —preguntó Tiquitito.
—Les ayudamos
si nos dan leche —dijo el Chirizo.
—¡Va pues!
—respondió.
El Flaco y el Chirizo
corrieron hacia ellas con el fin de atrapar a una pero se espantaron y
corrieron en dirección hacia Victoriano que trataba de detenerlas para que no
se escaparan por la bajada del parque pero fue imposible que las vacas se
detuvieran, aun cuando Masayita y Tiquitito pegaban gritos como verdaderos
cowboys en una estampida para que se dirigieran hacia la explanada nuevamente.
Abajo, en el
portón de la Aduana que tenía acceso al andén del puerto, se encontraba Pilito.
Desde allí escuchó los gritos que daban y dio aviso a los otros empleados que salieron
ante el bullicio. Al verlos abandonar sus escritorios el coronel apresuró su
andar taciturno hacia el portón.
—¿Cuál es el
es-cán-da-lo? —preguntó el coronel con su voz baja y entrecortada al asomarse.
—Unos vagos
querer bajar vacas del mandador desde allá arriba —respondió Pilito en su español
machacado.
¿Có-mo?
—preguntó el coronel tratando de ver hasta la cumbre de las gradas.
—Arriándolas mi
coronela, por eso gritar, gritar mucho.
—Las va-cas no
pue-den, no pue-den ba-jar gra-das, es an-ti na-tu-ral pa-ra ellas, las van a
des-nucar —explicó el coronel.
—¿Por qué? —preguntó
uno de los empleados.
El coronel explicó al grupo, con su forma de hablar, que las vacas evitan
caminar abajo en las escaleras porque la pendiente y la estructura de las escaleras
no se encuentran en la naturaleza y que solamente se adaptan a las proporciones
humanas de la pierna. La pendiente media de una escalera es de 35 grados, por
lo que los seres humanos pueden caminar por ella sin pensarlo. Las vacas, por
el contrario, tienen una distribución de peso y una estructura ósea mucho más
diferentes por lo que es difícil para ellas moverse de la misma manera. También
les dijo que cualquier animal con una masa corporal como la de una vaca tendría
dificultades para ir cuesta abajo en una pendiente de 35 grados. Agregó que por
el peso de una vaca, el miedo del animal de caminar por las escaleras es racional.
Dijo que los cuellos de las vacas son mucho menos móviles y que cuando se
inclinan tan hacia adelante se les hace difícil ver hacia el frente, algo que
instintivamente evitan y, si se les obliga a ello, pueden resbalar y
desnucarse.
—Esos vagos las
van a desnucar —dijo uno de los empleados al escuchar los argumentos del
coronel sobre las vacas y las escaleras.
—Coronela, yo
ir a evitar desnuque de vacas —dijo Pilito y salió corriendo hacia las gradas
del parque.
—Va-yan, va-yan
us-te-des tam-bién —les dijo el coronel a los otros empleados que miraban a
Pilito subir pegando gritos para que dejaran de arrear las vacas por las gradas
del parque.
Las vacas se resistían en la última estación de descanso, antes de
coronar la subida hasta la plazoleta de loza. Al ver a Pilito y a los otros
empleados de la aduana que subían gritando que no las siguieran arreando, Masayita,
Tiquitito y Victoriano salieron corriendo hacia el camino en dirección a la
bajada del Vietnam mientras que el Flaco y el Chirizo corrieron en dirección
opuesta, buscando el árbol de Guanacaste cercano al pozo de doña Marianita para
evitar ser atrapados por los empleados de la Aduana.
Después de ese incidente, de la travesura del Flaco y el Chirizo en
conjunto con Masayita, Tiquitito y Victoriano, todos los habitantes del puerto
se dieron cuenta que a las vacas nunca se les debe arrear cuesta abajo en unas
gradas, mucho menos en las gradas empinadas, azules como el mar, que te
permitían subir al parque de la loma donde vivía el coronel. Por ello, las
vacas del Mandador siempre se encontraban pastando en la loma sin ser molestadas por los pobladores del puerto.
15/09/2017