Esa tarde compartió tragos con sus amigos. Hablaron de sus rutinas, de sus planes, de la situación del país y de Bluefields. Se despidieron temprano por sus apremiantes quehaceres del siguiente día. Iban a dar las nueve y se dirigía al hotel. Al dar la vuelta completa en la rotonda Rubén Darío observó la fiesta en el parqueo. “Es temprano aún”, pensó y giró entrando al estacionamiento.
Al bajar de la camioneta se encontró en el centro de un concierto musical discordante, donde los ritmos fluían desde las cabinas de los vehículos mezclados con voces eufóricas, risas, carcajadas y motores en marcha abasteciéndose de combustible. Observó parejas enamoradas en la fresca grama frente al parqueo y el movimiento constante de otros que entraban y salían del centro de ventas on the run con cervezas, gaseosas, hamburguesas, pizza y cajitas de pollo. Hizo lo mismo y, al regresar, entró en la cabina, encendió el equipo de sonido dándole play a su CD preferido de Bob Marley. Con la puerta abierta se reclinó en el asiento, tomó un trago de cerveza y la vio pasar a través del cristal. “Será posible, pensó, se parece mucho a ella”.
Salió de la cabina en espera de su regreso con la cerveza en la mano. Se reclinó en la puerta mientras sus pensamientos, nublados por ella, lo trasladaron a la costa caribe. Se encontró frente a la inmensa casa de madera. Entró por la puerta derecha, recorrió la sala observando las fotos familiares y con su mano izquierda acaricio el teclado del viejo piano. Escuchó risas, caminó hacia la cocina y observó a las mujeres preparando masa para hacer pan simple, dulce y cosas de horno. Giró a la izquierda y subió por las gradas posteriores hacia el segundo piso recorriendo las habitaciones. Se detuvo frente a la que ocupó por muchos años y la vio vacía. Continuó caminando y salió al balcón admirando las insignes palmeras de la ciudad, la bahía en calma bajo el cielo azul y respiró el aroma de la ciudad. Satisfecho regresó al pasillo y bajó por las gradas del frente evitando mirar la habitación que siempre se mantenía cerrada, prohibida por conservar los tesoros de su abuelo. Salió a la calle por la puerta derecha y, en el pequeño andén del puerto, saboreó sus labios, la dulzura de sus besos; sintió temor de sus caricias y ardiente cuerpo. La vio frente a la iglesia vestida de blanco con un ramo de flores en sus manos. Alta, delgada, cabello largo, ojos color miel, labios finos. En su rostro mostraba la alegría mística de los santos camino al cielo.
Regresó de los recuerdos por las carcajadas delirantes de una pareja de enamorados que se encontraba en el vehiculo contiguo. De pronto la vio pasar nuevamente; cabello corto, pasos largos, cadera inquieta ajustada a los jeans, rellenita, madura, más mujer. En sus manos cargaba dos cervezas. “Es ella, no hay dudas”, pensó. Siguió su andar coqueto y la vio entrar en un sedan blanco. Se tomó la cerveza en dos tragos, se dirigió hacia ella y golpeó la puerta del conductor.
— Disculpe —dijo, agachándose un poco—. ¿Usted es Katalina?
— Sí —respondió extrañada—. Y usted, ¿quién es?
— ¡Rommel! —respondió, alejándose dos pasos de la puerta—. ¿Me recuerdas?
— ¿Rommel?, ¡Rommel! —dijo y salió del auto—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
Sonreían con incertidumbre, sus miradas se encontraban nuevamente como observando un espejismo. Se inspeccionaron incrédulos, Rommel extendió su mano y, al estrechar la de ella, la fuerza del pasado los atrajo, juntando sus cuerpos en un abrazo desbordante de alegría.
Recuperaron sus recuerdos; caminatas por las calles, encuentros en las esquinas, las fiestas compartidas, las noches de luna llena en el muelle de Matinuz y su romance efímero. Rommel la invitó a una cerveza y entraron al on the run confundiéndose con otras parejas por sus miradas seductoras y sonrisas placenteras, con la complicidad del asombro que los invadía luego de tantos años sin verse. Al salir se detuvieron en la camioneta. Pasaron segundos sin conversar, solamente sonreían.
— ¿Siempre te gusta la canción “vestida de blanco”? —preguntó Katalina—. Recuerdo que me la dedicabas.
— Siempre —respondió Rommel—. Hasta por la radio Atlántico, después que te casaste.
— Me case nuevamente y enviudé. Tengo dos hijos.
— Lo siento mucho —dijo Rommel y la tomó de la mano.
— Espérame, ya regreso —dijo Katalina y se dirigió a su vehículo.
Rommel se daba cuenta que alguien la acompañaba, pero por el entusiasmo del encuentro lo habían olvidado.
— No me entiende —dijo al regresar—. Está enojado, es celoso.
Katalina no había concluido de hablar cuando el tipo pasó caminando de prisa y al alejarse gritó “me las vas a pagar, ya veras”.
— Que pena —dijo Rommel—. Todo por mi culpa.
— No niño, no le pongas mente. Él se lo pierde, es un tonto.
Se despidieron después de media noche. Con el paso del tiempo se hablaban por teléfono y en una ocasión se citaron en la misma gasolinera, cenaron juntos y la volvió a ver vestida de blanco en la habitación del hotel, cambió el traje de novia por un fino “baby doll”.
En un aniversario de la revolución sandinista la vio en la plaza. Vestía una camiseta color chica con un eslogan alusivo a la celebración, blue jeans ajustados, y un pañuelo rojo y negro colgado en el cuello.
— ¿Y eso? —preguntó sorprendido.
— ¿Te gusta? —respondió Katalina girando como modelo.
— Prefiero verte vestida de blanco —respondió Rommel.
— ¡Mi amor!, ¡el blanco es sólo para vos! — dijo.
Lo tomó de la mano, jalándolo para que la acompañara y se perdieron entre la delirante multitud.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Miércoles, 25 de mayo de 2011