“No, no te metas en la plática, porque vos sos de otra época”, dijo Joaquín cuando traté de explicar las diferencias generacionales entre ellos, los tres amigos que tras reencontrarse conversaban sobre su niñez, y la mía.
“Nací
en época de guerra. De mi infancia siempre recuerdo la abundancia de escasez,
penuria de comida, ropa y juguetes en la época de navidad. La guerra se me metió
en la sangre. Aprendí a contar con una cartilla llena de símbolos de guerra.
Una granada más dos granadas, ¿cuántas son?, preguntaba la maestra. A vos te
enseñaron a contar con palitos de fósforos, con un método fresa. Dos AK-47 por
dos AK-47, ¿cuántas resultan?, seguía la maestra. Las navidades se celebraban
con disparos, las balas trazadoras y las luces de bengalas que tiraban desde la
base militar de Juigalpa iluminaban el cielo”.
“¡Joaquín, Joaquín, contá
lo del Pájaro Negro!, lo interrumpió Gustavo.
¡El
Black Bird!, cuando el pajarito pasaba, con la explosión todo temblaba y me
tiraba debajo del pupitre, las chavalas lloraban, otros se orinaban. El tiempo
se detenía, el silencio se adueñaba de todo y quedaba en trance. Todo el día pasaba
temblando porque nos metieron el cuento de que el pájaro iba a dejar caer
bombas por todos lados.
“Mirá como es ahora”, dijo
Gustavo y Joaquín se sentó a su lado.
“Siempre
existen chavalos nefastos, esos que son mayores y te pegan por algo tuyo que
quieren, que les gusta. A eso ahora le llaman “bullying”. Nosotros vivimos esos
años en un constante acoso psicológico por la situación, por la guerra. ¿No era
todo eso un maltrato psicológico? Para que te des una idea, cuando esos bravucones
nos hacían la vida imposible, con sólo que les gritáramos ¡Reagan, Reagan,
Reagan!, dejaban de molestarnos y se escondían porque Reagan era el mismísimo
demonio y Sandino el héroe”.
“Nos entreteníamos
aprendiendo el arte de la guerra”, dijo Aster. Joaquín y Gustavo cruzaron
miradas y se carcajearon.
“Es
cierto, aunque se rían, recuerdo cuando íbamos al río, a la quebrada de Carca,
con los amigos de mi papá, contentísimos porque llevaban armas, unos grandes
fusiles de francotiradores, ¿cómo se llamaba?”
“¡Dragunov!”,
respondieron los dos al unísono.
“Sí,
sí, era inmenso, con patitas para apoyarlo en el suelo, el cargador era curvo y
Fidel nos decía, ¡a ver chavalos! ¡vamos a ver quién aguanta la patada! y nos
poníamos pecho en tierra para disparar contra el paredón de piedras, al pie de
la poza, y ¡bang! la patada nos tiraba hacia atrás, quedábamos con el hombro
inflamado. Las granadas venían después, eran granadas como un huevo, con un
resalte a los lados. Era un entrenamiento de guerra, imagínate, zipotes en esas.
“Mirá la espoleta y cuando se la quités, así, mirá, tírala a la poza, vas a oír
un pop y la tirás de inmediato”, seguía diciendo Ficho. La poza tiraba agua con
pescaditos muertos como gotas de lluvia, las piedras de la orilla quedaban mojadas
y corríamos a bañarnos dando gritos de alegría”.
Ustedes
son de la generación que no cree en nada ni en nadie, dije luego de un momento
de silencio.
“En nada ni en nadie,
mucho menos en política. Somos niños de guerra, luchamos por la sobrevivencia”,
respondió Joaquín.
“Y los negocios”, agregó
Aster.
Pero ustedes que pueden contribuir mucho, mejorar el país y no lo hacen, agregué.
“No entendés que se nos arruinó
la vida”, dijo Gustavo.
“¡Bridemos por el
reencuentro!”, agregó Joaquín tomando del cuello una botella de whiskey y les
sirvió un trago.
Tomé un vaso y extendí la
mano. Están eufóricos aun cuando la tristeza no se pierde en sus ojos. Mis nietos nunca serán niños de
guerra, pienso. ¡Salud!