Caminamos
hasta el final del andén, donde el mar abraza la ensenada. Observamos juntos
los últimos rayos del sol de aquella tarde de verano. Con un gesto que aún
siento en mis hombros, pasó su brazo derecho sobre mí y, con una sonrisa que
guardo en mi memoria, dijo: “Tu voz ha cambiado, estás dejando de ser un
niño”. El cambio llegó como un susurro en el tiempo, casi imperceptible. Se
convirtió en mi amigo eterno, en el amigo de mis amigos, esos que nunca se
desvanecen en el olvido. Cuando me reencuentro con ellos, su presencia vuelve a
nosotros en cada conversación, como si nunca se hubiera ido.
Foto de familia tomada por Frank Feurtado Hill. |
Desde
mi niñez, me guio con ternura a descubrir mis raíces. Con esmero, siempre me
llevó al lado de sus padres: mis abuelos, tíos y primos. Al verlo junto a
ellos, notaba cómo su carácter se transformaba: era amigo de todos en la isla,
querido por todos, sin distinción. En especial, con los afrodescendientes, con
quienes siempre encontraba un tema para conversar, una idea para debatir, una
broma para compartir. Me enseñó cómo se ganan los pesos en tierra y en el mar. Sin
embargo, nunca quiso que siguiera sus pasos de marino porque, según él, era una
vida dura, y el corazón no debía perderse entre olas.
Con
el tiempo, nuestras vidas tomaron caminos distintos. Alcé vuelo, y él se
aseguró de que mis alas fueran lo suficientemente fuertes para soportar el
viaje. Siempre estuvo pendiente de la travesía y, en los momentos más oscuros,
iluminó mi sendero, especialmente cuando la ruta se tornaba difícil. Yo
regresaba, y de vez en cuando, él me encontraba en el recorrido para darme
aliento, renovar mis fuerzas y animarme a seguir. Conoció a todos sus nietos y los
disfrutó tanto como le fue posible.
De
pronto, como si fuera una ironía del destino, se marchó a su isla. Regresó para
comenzar de nuevo y a sus sesenta años, volvió a navegar. Durante aquellos años
de euforia, cambios y nuevas esperanzas, en medio de luchas, gritos, guerras,
servicio militar y sacrificios en favor de los demás, él seguía a mi lado,
aunque a la distancia, a través de llamadas telefónicas. Consciente de los
peligros que me rodeaban, nunca perdió su sentido del humor; se reía al saber
que ganaba varios millones de córdobas al mes, aunque solo alcanzaran para la
comida. A pesar de las adversidades, nunca sugirió que abandonara el país; sabía,
con la certeza de quien conoce el corazón, que no lo haría.
Volvimos
a estar juntos. Nos reunió en su isla para una fiesta de Navidad y fin de año.
Una vez más, la familia se congregó como en los días de nuestra niñez. El
momento quedó inmortalizado en las fotografías que capturamos. Se inauguraba
una nueva década, mientras los zapatistas sorprendían al mundo con sus acciones
y manifiesto, en una época que parecía haber perdido su frescura. Los visité
años después y regresó en varias ocasiones; siempre con el mismo fervor, volvía
a enamorarse del trópico húmedo.
White Bush Hill y Ofelia Alvarez |
Llegó
la tragedia y perdió al amor de su vida. Desde entonces, dejó de ser el mismo:
no deseaba permanecer en su isla, no podía soportar la soledad, la ausencia, el
recuerdo de ella, a pesar de tener a la familia de mi hermana a su lado.
Anhelaba escapar lejos. Cada mes, al llegar la fecha del fallecimiento de mi
madre, lloraba como un niño y me abrazaba con la misma intensidad de aquel
momento en que me dijo que me estaba haciendo hombre. Su vida había perdido
todo sentido, y deseaba partir para encontrarse con ella. Al marcharse, me
prometió que regresaría para quedarse a vivir conmigo.
Iba
a abordar la avioneta para regresar. Al pie de la escalinata, vio bajar de la
aeronave a su hermano Simeón. Ambos se sorprendieron al encontrarse. Su hermano
insistió en que no se marchara, que tomara el vuelo de la mañana siguiente para
pasar juntos esa tarde y noche. No logró convencerlo, y antes de despedirse,
como siempre en broma, le dijo: “Como no vas a estar en tu casa, esta noche
dormiré con tu mujer”.
Aquí
lo esperábamos. Timbró el teléfono y no podía creer lo que decía mi hermana: la
avioneta se había precipitado al mar, a unas cuatro millas de la costa. No
podía hablar ni moverme; solo pensaba en él intentando salir de la avioneta,
nadando como todo hombre de mar. Pasaron las horas, llegó la noche y siempre me
decían lo mismo: no sabemos nada, los están buscando.
Salí
en su búsqueda y llegué al tercer día. Fui de inmediato donde Simeón. “Vete al
hospital, allí está, lo han encontrado”, me dijo mi tía Twila. En la morgue
había un gran tumulto: llantos, gritos, los medios persiguiendo la noticia,
cámaras por doquier, y de pronto apareció mi tío Henry. “No lo mires, no quiero
que lo recuerdes así el resto de tu vida. Ya lo he visto, está intacto,
completo, es él”, me dijo. De repente, su cuerpo estaba en un ataúd y partimos
al atardecer hacia su isla en un cayuco veloz. Al llegar, nos esperaban: mi
hermana Indiana, su marido, mis sobrinas y centenares de sus amigos. Fuimos
directo al cementerio.
Simeón y White Bush Hill |
Allí,
en su sepelio, a campo abierto, al caer la noche, con luces instaladas para la
ocasión, el pastor habló mientras comenzaban a bajar su cuerpo junto al de mi
madre, para que descansara a su lado. Mis lágrimas corrían sin cesar; no podía
evitarlo, lloré como nunca antes había llorado. Había perdido a mi amigo, aquel
que siempre estaba cuando más lo necesitabas, y ya no podía abrazarme ni
consolarme. Dejó de hacerlo aquel viernes 28 de agosto de 1999.
Siempre
está conmigo. Lo llevo en el corazón. En los momentos de angustia y temor, lo
busco; nunca me abandona. Regresa a mí, siento su presencia, ilumina mi camino
y me da el ánimo necesario para seguir adelante.