Me detuve para
fotografiar el arco que da acceso a la hacienda de Hato Grande y, al ver la
inmensa casa colonial, lo traspasé sin pedir permiso. Caminé hasta el fondo. Al
enfocar la casa la vi, solitaria en el inmenso corredor; me acerqué y la
saludé.
—
¡Buenos días!
—
¿Anda paseando?
—
Sí, voy para Puerto Díaz y entré para
fotografiar el arco.
—
Si va a subir al cerro le abro el portón, yo
tengo la llave.
“La vista debe
ser espectacular, pero otro día voy a venir para ver el lago, las islas, el
volcán Mombacho de Granada, la isla de Ometepe con sus volcanes y la cordillera
de Amerrisque”, pensé.
—
No puedo, me esperan en Puerto Díaz, ¿cómo se
llama usted?
—
Nubia Miriam Guillén.
—
¿Qué edad tiene?
—
¿Yo?, tengo
57 años.
—
¿Y de vivir aquí?
—
35 años.
—
¡En Hato Grande! ¿Y cuántos hijos tiene?
—
Sólo cuatro; dos que están en Costa Rica, una
casada y un soltero.
—
¿Todos nacieron aquí?
—
¡Sí!
—
¿Cuántos años tenía cuando se vino a vivir aquí?
—
Vine de 19 años.
Cruza el arco de
Hato Grande. Cabello liso, suelto al vaivén del viento, inhala por primera vez
el aroma de la hacienda, observa la majestuosidad del cerro con sus ojos
zarcos. Una maleta con pocas cosas descansa a sus pies. Su falda va suelta
coqueteando con el calor del suelo; su corazón palpita de emoción frente al
futuro incierto. Una flor choteada en los llanos de la hacienda señorial.
—
¡Sus ojos son lindos! De seguro tuvo muchos
enamorados. ¿Ya tenía hijos cuando llegó?
—
¡No!, todos nacieron aquí, los cuatro.
—
¿Cómo le llaman a esta casona?
—
Este era el galerón de los macheteros.
—
¿Cómo?, ¿el galerón de los macheteros?
Observo la
inmensa casona, joya viviente de un pasado esplendoroso. El corredor frontal
tiene cuatro metros de ancho. El techo es sostenido por diez pilares de madera
con dimensiones de 6 x 6
pulgadas de ancho, separados cada 5 metros; son 4.5 metros de alto. En
cada pilar descansan las vigas y, entre ellos, 6 piezas de 4 x 4 pulgadas hacen de
alfajillas sobre las cuales está clavada la madera que sostiene las tejas de
barro. El espacio que se encuentra entre cada pilar delimita diez cubículos a
ambos lados del galerón cuyas paredes son de adobe; eran usados para alojar a
los macheteros. Escucho murmullos, risas y gritos, el rechinar de limas
sostenidas por manos callosas que afilan los machetes por la mañana, el
chischil de las espuelas avanzando al ritmo de los pasos en el corredor, pero
ella me regresa a su lado.
—
Aquí vivían los que hacían el trabajo de campo,
campistos y jornaleros, pero yo pasaba en la pista de Hato Grande, allá abajo.
—
¿La pista de aterrizaje?
—
Sí, yo tenía una casita que él me había dado, el
papá de Roberto, pero como él vendió …
—
¿Cómo se llamaba el papá?
—
Don Alberto Rondón, casado con doña Gloria
Sacasa. Ellos eran el papá y la mamá de don Roberto, Tito Rondón, Juan Rondón,
Nicarina y María Rondón.
—
A todos los conoció, en esos tiempos eran
chavalos.
—
Eran hombres y mujeres, pero jóvenes.
—
¿Venían desde Managua en avión?
—
Sí, pero sólo don Roberto piloteaba aviones;
tenía un Cessna C47 y un Push Bull.
Trasladarse en
una avioneta desde Managua a Hato Grande es cruzar la parte occidental del óvalo del Lago Cocibolca, se aprecia el
volcán Mombacho y, conociendo el espíritu jovial y juguetón de Roberto,
sobrevuela la costa, se desliza como arriero volador sobre miles de cabezas de
ganado que pastan en las llanuras, se eleva sobre la copa de los árboles, gira
el ala izquierda para subir sobre el cerro y da la vuelta para tomar posición
de aterrizaje sobre la pista de la hacienda más grande de Nicaragua, referente
del latifundio oligárquico heredado de la Colonia y del sistema de producción
ganadero extensivo.
—
¿Usted siempre estaba en la pista?
—
Siempre estaba en la pista, pidiendo vía para la
bajada de noche, a las siete y ocho de la noche, cuando venían los turistas,
delegaciones de China, de Japón, Noruega, Holandeses y así.
—
Me imagino que aquí eran bien atendidos.
—
Yo apuntaba la hora de salida y de entrada.
—
Usted llevaba el registro. ¿Quién tiene esos
registros?
—
Cada mes los llevaba a Aeronáutica Civil.
—
¡Ah, ya!
—
Sí. Sola, siempre sola, tenía que ir cada mes.
—
Y así se quedó viviendo aquí. ¿Ya tiene nietos?
—
Ya tengo esos dos —responde señalando a un niño
que sonríe al lado de una puerta.
—
¿Sólo dos nietos?
—
Allí, lo está viendo a él.
—
Bueno, doña Nubia …
—
Yo vivo sola …
—
Además de jefa de aeronáutica, ¿qué más hacía?
—
En Managua fui del hospital El Retiro, cuando
era El Retiro.
Una bandada de
pájaros se posó en el árbol de Palo de Hule que se encuentra inclinado hacia la
derecha del corredor, inundando el galerón con su canto. El niño se acercó;
ella colocó su brazo izquierdo sobre sus hombros, acurrucándolo en su costado
izquierdo.
—
¿Allí fue enfermera? ¿Después se vino para acá?
—
Sí … después, cuando me … me metí a eso de
aeronáutica …
—
Enfermera, aeronáutica y ¿qué más?
—
En bordado y costura.
—
Y ahora abuela.
—
¡Abuela! ¡Vamos para más arriba!
—
¡Qué bueno doña Nubia! ¡Un gusto conocerla!
¡Está bendecida!
—
Que le vaya bien.
Vi hacia mi
derecha y noté una cruz de madera ubicada al final del corredor del galerón. La
observé inmensa, mucho más alta que yo.
—
¿Puedo tomarle una foto a la cruz?
—
Sí, no hay problema; es la que se usa en la
procesión de Semana Santa. ¡Mire, aquella es la capilla!
—
Se ve linda. ¡Adiós!
En Puerto Díaz
le comenté a Sergio lo del galerón de los macheteros y le mostré la foto para
ver si lograba reconocerla.
—
Sí. Sí, es ella. Siempre estaba al lado de la
pista, siempre sola —dijo.
De regreso me invadió cierta nostalgia al ver cómo una hacienda señorial, una gran casona y una bella mujer, antes llenos de vigor y gloria, hoy se encuentran abandonados a un pasado que nos atrapa a todos, sin excepción.
25/10/2014
Nueva Guinea,
RACS.