Un chavalo, protegido del sol por una gorra, vestido con pantalón
corto de color azul y una camiseta blanca, camina con sus botitas de burro
sobre un tramo de carretera de macadán en dirección a la pista de aterrizaje.
Frente a él, cruzando la pista, se levanta un promontorio rocoso y
rojizo con escasa vegetación, donde pastorea un rebaño de cabras. Al llegar a
la pista, a su derecha y distante, un corte del terreno en forma de V se abre
hacia el mar, y más allá observa el oleaje reventando en la línea de playa de
la isla del Venado. Por encima del corte, el bosque es denso y, siguiendo el
curso de una ladera, desaparece en el fondo de una ensenada donde se mezclan
las aguas de la bahía con las del mar.
Va en dirección a la casa pintada de rosado que hace funciones de
terminal. En lo alto de un palo, observa el tubo rojo de tela, abierto en dos
lados, que se levanta paralelo al terreno, dando bandazos, con la abertura más
estrecha apuntando hacia el oeste.
Escucha el rugir
de un motor que irrumpe en el aire y corre hacia la casa rosada con toda la
fuerza y velocidad que sus piernas pueden dar. En el promontorio, las cabras se
alejan al galope buscando refugio, y ve el avión Douglas DC-3 color amarillo
volando sobre la pista, que bate las alas como una mariposa en señal de saludo.
Vuelve la mirada hacia la izquierda, hacia el sector de la loma del faro, y
observa un grupo de chavalos que corren hacia la casa, y otro que se aproxima
desde el sector de La Colonia. Busca en lo alto al avión; no lo ve, pero
escucha el sonido del motor al lado del bosque, que se torna más leve en el
fondo de la ensenada. Los dos grupos de chavalos se aproximan corriendo a la
casa rosada.
“No nos esperaste”, dice un chavalo cabezón que tiene el pelo
chirizo.
“Te adelantaste”, dice otro, un chavalo flaco de piernas largas.
El chavalo no responde, no les presta atención. Está pendiente del
avión; solo sonríe mientras los dos grupos se aglomeran frente a la casa
rosada, de donde han salido dos hombres que se dirigen a la pista. Desde el
sector de La Colonia llega un jeep verde seguido por un tractor que lleva
acoplado un tráiler.
El chavalo corre detrás de los dos hombres. Llega a la pista, mira hacia el corte en V que se abre al mar y observa a lo lejos el avión amarillo que comienza a descender, planeando suavemente, sin escuchar el ruido del motor por la fuerza contraria del viento. Está maravillado; no puede creerlo, pero ahora sí, así como viene, suspendido en el aire, casi sin moverse, espléndido y majestuoso por el contraste que hace el color amarillo con el cielo azul y blanco caribeño, como si estuviera a la espera de que sus manitos lo atrapen para jugar con él todos los días en el patio de su casa.
Se da cuenta de que es cierto y cae en ello;
ahora sí, lo ve y siente los golpes de su corazoncito palpitante. Brinca,
brinca de emoción, grita, grita con todas sus fuerzas para que lo escuchen en
toda la bolita del mundo: “¡Allí viene, allí viene!”, y corre, corre de regreso
al grupo compuesto por unos veinte chavalos. Se tira encima del cabezón con el
pelo chirizo como si se tirara a nadar en la bahía, lo abraza, da saltos, lo suelta
y hace lo mismo con el flaco de piernas largas, y nota que todos lo hacen;
todos se abrazan, brincan y gritan emocionados.
El avión toca la
pista y el estruendo de los motores lo saca del trance en que se encuentra. Lo
ve pasar a mil por segundo; ahora sí lo oye entre los gritos y la algarabía,
siente que tiembla la tierra; la fuerza y el peso del avión lo zangolotean,
impresionado, lo sigue con la mirada extasiada. Nota la efervescencia del calor
que desprenden los motores y que rebota en el asfalto al hacer la maniobra de
giro frente a la loma del faro, con el azul del mar como telón de fondo.
“Alístate”, le dice el chavalo cabezón.
Se han calmado, pero están atentos; sus sentidos en alerta.
El avión
amarillo se acerca frente a la casa rosada y se apagan los motores. Los dos
hombres aseguran el tren de aterrizaje y el que conduce el jeep verde —usa
camisa sin mangas, lleva barba en forma de pera, un habano en los labios y le dicen el Diablo— se acerca al avión. Se abre la puerta cercana a la cola. El
hombre del habano conversa con dos miembros de la tripulación, saluda al
piloto, quien desde la ventanilla de la cabina habla con él en inglés y les
hace señales para que se acerquen.
Los chavalos se
agrupan frente a la puerta formando una U. Desde el avión se escucha el
movimiento de bolsas y cajas de cartón. Uno de los tripulantes se asoma a la
puerta, rompe una bolsa de caramelos y la lanza sobre ellos. El grupo se
avalancha sobre la puerta; la U ha desaparecido, ahora es un molote que tiene
la mirada fija en los caramelos y los brazos abiertos a la espera de que caigan
al suelo, mientras el otro tripulante tira sobre ellos una bolsa de chocolates.
La lluvia de caramelos y chocolates sigue cayendo y cayendo. Como en una
piñata, gritan y se dan empujones en el suelo, cada cual recoge con ambas manos
lo más que pueda, llenando las bolsas de sus pantalones y, al lograrlo, se
quitan la camisa formando un saquito para llenarlo.
La algarabía
dura varios minutos. Se alejan poco a poco del avión, pendientes de lo que el
otro ha podido recoger, mientras los hombres han colocado la escalera en la
puerta para descargar y cargar.
“Vos agarraste más que
todos”, dice el chavalo flaco de piernas largas, dirigiéndose al cabezón.
“Qué va a ser, mirá el montón que lleva aquél”, le contesta el cabezón, señalando a uno del grupo que regresa a sus casas por el lado del faro, mientras ellos se dirigen al tramo de La Colonia.
“Así debería de llover todos los días”, dice el chavalo de gorra, y los tres
ríen a carcajadas, desapareciendo de la pista.
1 de Septiembre de 2019
Foto de Morgan Bartlett.