Llevaba semanas
diciéndolo, susurrándolo a mi alrededor como gotas de agua al caer sobre las orquídeas en el verano, repentinamente se
cansó, quizás pensó que debía convencerme de otra manera y una mañana dijo: “yo
pongo la pintura, ya”. Hacía dos años había pintado la casa y, cada seis meses,
lavado el cielo raso y las paredes exteriores por el moho que se acumula en
estas condiciones de extrema humedad.
Primero fumigaba
con una bomba de mochila llena de agua clorada —eso lo aprendí en Utila o
quizás en Bluefields—, luego con una escoba de plástico zambullida en un bidón
de agua con detergente restregaba por tramos y con una manguera a presión
escurría el cloro y el detergente para, finalmente, secar con toallas viejas.
Las paredes y el cielo raso quedaban impecablemente blancos. Con el paso del
tiempo la pintura blanca fue cediendo, poniéndose, en ciertas partes, opaca y
eso a ella no le gustaba.
Así que me puso
“en tres y dos”, comenzamos a pintar la casa. Una semana completa de mover y
remover muebles, cuadros, fotografías, cortinas, mesas de noche, ropero,
televisores; paciencia, mucha paciencia
porque el muchacho que me ayudaba falló dos veces en su compromiso. Al pintar
la sala y el pasillo con pintura de aceite mezclada con el diluyente, el olor
era insoportable, desesperante, de día y de noche tenía que dejar las ventanas
en pampa.
Al decidir cuál
de los cuartos pintar primero, sin dudarlo dijo “el mío”. Viste, el de ella, no
dijo el de nosotros, “el de ella”. Pero el cuarto es babosada, la casa es de
ella, el control de tele también porque pelea para ver la telenovela y sólo me
quedo pensando en los años que pasé trabajando para hacer “mi casa” que
ahora resulta siendo de ella.
Por la noche,
después que “su cuarto” fue pintado, le pregunté: ¿dónde vamos a dormir? “En el
cuarto de Ronalito”, dijo. Ves, ese sí tiene dueño con nombre y apellido. Al
día siguiente pintaron el cuarto de Ronalito y al preguntarle lo mismo respondió:
“en el cuarto de Aster”. Te fijas, todos tienen dueño. Y si hubiera seguido
preguntando me hubiera dicho: “En el cuarto de Emiljamary”.
Ya terminamos de
pintar. Por las tardes, sentados enfrente, bajo la sombra de los
árboles de caoba que refrescan estos calores, la veo que de reojo vuelve a ver
la casa que luce como nueva, “su casa”.