Los primeros rayos de la luna aparecieron a través de la
ventana. Abrí la cortina para que se mostrara y, entre la leve neblina, se veía
radiante, con esas nubecitas oscuras que coqueteaban con ella al anteponerse en
su movimiento hacia el oeste. Una brisa húmeda inundó la habitación, y me asomé
para admirarla. Estaba fabulosa, era una luna de esas que inspiran a los
enamorados, a poetas melancólicos, admirada por pescadores, mujeres enamoradas. campesinos y
habitantes de las ciudades que salen a espacios abiertos, a la playa, a miradores en las
colinas y valles.
Desde siempre, la luna llena había tenido un efecto peculiar
en mí, como si despertara recuerdos enterrados de tiempos lejanos. Ese
magnetismo me atraía, especialmente en esta casa de madera, aislada en el
campo, donde buscaba refugio de una vida que se me escapaba entre las manos.
Desde la ventana, emergiendo entre la niebla, vi que dos cerdos blancos y bien cebados, de la raza Landrace, provenientes de la plazuela, entraban debajo del tambo de la casa. Era una casa construida sobre gruesos pilares, con una escalera de acceso en su parte frontal. Miraba desde la primera ventana del costado norte.
La brisa que acompañaba la neblina
repentinamente se tornó un poco fría, así que busqué mi chaqueta para
arroparme. Luego volví a asomarme por la ventana y vi que otros tres cerdos,
similares a los anteriores, corrían apresurados buscando refugio debajo de la
casa. Ahora eran cinco cerdos blancos, y decidí salir al corredor para
observarlos.
Escuché el gruñido de los cerdos, ¡oinc, oinc!, provenientes del bosque, más allá de la plazuela, que se mostraba iluminada y húmeda. Seguidamente, entraron más cerdos blancos, apresurados y jadeantes, gruñendo con intensidad, pero ahora no podía contarlos porque era una piara de cerdos blancos que entraban por cada uno de los costados de la casa.
Era extraño.
Había algo en esos cerdos que no cuadraba, como si no fueran simplemente
animales, sino algo más... algo que mi mente no alcanzaba a comprender, pero
que mis instintos reconocían como peligro.
Bajé el primer escalón de la escalera, al pie de la subida,
y noté que no salían de la protección que les daba la sombra de la casa. Allí
estaban esos cerdos blancos, cebados, hermosos y ahora agitados, gruñendo con
intensidad. Era una piara de más de treinta cerdos que circulaba en contra del
sentido de las manecillas del reloj, de este a oeste, girando debajo de la
casa, destruyendo el suelo compactado con sus pezuñas, tirando y destrozando
albardas, calderos, pichingas y cinchos, hasta convertir su incursión en una
tormenta descontrolada, escandalosa, que se fortalecía a medida que los rayos
de la luna aumentaban su luminosidad.
Algo provocó que se me erizaran las vellosidades de los brazos. Luego escuché un zumbido intenso y mis manos comenzaron a temblar. Sentí un profundo temor y corrí de prisa para subir las escaleras y refugiarme en lo alto del corredor, con los cerdos girando velozmente debajo de la casa.
Me asaltó una sensación extraña, un recuerdo difuso de otra noche, hace años,
cuando era adolescente y algo similar había ocurrido. Nunca supe qué fue,
aunque a muchos les conté y pregunté, y desde entonces, no volví a dormí
tranquilo en noches de luna llena.
Desde la profundidad del bosque, más allá de la plazuela, y
desde la ventana donde ahora volvía a observar con temor, escuché un disparo
que estremeció mis oídos, luego dos más, y minutos después noté que los cerdos
volvían a calmarse. Dejaron de dar círculos y, poco a poco, se echaron en
grupos fuera del corredor, en la plazuela, alrededor de la casa.
Esa noche de luna llena tuve un sueño ligero; despertaba
dando saltos y me asomaba por la ventana con temor, pero los cerdos se
calmaron. Eran cerdos blancos y hermosos, echados en círculos, uno encima del
otro, durmiendo profundamente. Pero en mis sueños, las imágenes eran distintas.
Veía a esos cerdos transformarse, su piel blanca convirtiéndose en sombras que
se alzaban y se retorcían bajo la luz de la luna, como si algo maligno
estuviera atrapado en sus cuerpos.
Desperté tarde y bajé al tambo de la casa. Había una gran
fosa entre los seis pilares de la casa y todos los instrumentos de trabajo y
enseres domésticos estaban destruidos. Los cerdos habían desaparecido. A las
siete de la mañana llegó uno de los vecinos que colinda con mi propiedad.
“¿Disparó usted?”, pregunté. “Sí,” respondió, “un hermoso tigrillo atrapó a una
ternera. Lo vi alejarse con el claro de la luna y desaparecer en el bosque.”
Pero algo en su mirada me hizo sospechar que no me estaba
contando toda la verdad. Como si él también supiera que aquella noche había
sido diferente, que algo más había acechado en la oscuridad, algo que ambos
preferíamos no nombrar. Y mientras veía la luz del día disipar los últimos
vestigios de la neblina, comprendí que la calma que sentía era solo temporal,
una tregua antes de que la luna llena volviera a alzarse y trajera consigo
nuevos horrores.
Foto: Internet.