Platicaba con
Payín y la Julita en su pulpería y noté el arbolito de Laurel plantado en la
acera, frente al monumento que los Juigalpinos han levantado para honrar la memoria
de Gregorio Aguilar Barea, en la propia bocacalle que da acceso al Instituto “Josefa
Toledo de Aguerrí”. El medio barril ubicado a un lado de su tronco estaba vacío,
pero su copa podada florecía artificialmente con bolsas y botellas de plástico,
mientras los estudiantes circulaban en sus alrededores. No me contuve y le tomé
la foto para mostrársela a Payín y la Julita. Sonrieron por unos instantes pero
poco a poco la desilusión se fue apoderando de sus cansados rostros. “Qué barbaridad”, dijo la Julita y siguió
atendiendo a los estudiantes que compraban chiverías.
Salí a la acera
y me encontré con Héctor, el padrecito. Luego de saludarlo le pregunté por su
viejo. “Está en casa”, dijo. “Para allá voy”, respondí al despedirnos. Cuando
escuchó mi voz desde afuera, desde las verjas, salió a abrirlas y no saludamos
como siempre, con un fuerte apretón de manos. “Así me mantengo, encerrado para
protegerme de la banda de la bulla y los incendiarios”, dijo y me ofreció una
silla.
El día anterior
pasé por la imprenta de Santo Tomás y aproveché para conversar con su
propietario sobre el costo del librito que siempre tengo en mente y, para convencerme,
me mostró como seis recién elaborados, la mayor parte de ellos de personas
conocidas de Chontales. Entre ellos uno de Héctor Molina Pérez. Al tenerlo en
mis manos y darle una hojeada, pensé: “Al fin, el libro de toda su vida” y lo
celebré por ver su empeño materializado. Ahora que estaba allí, visitándolo y
conversando en la comodidad de su casa, el no hacía alarde de su obra, sino que
nos referíamos a la familia y él a sus permanentes problemas de salud.
“Voy a cenar, movámonos
al comedor”, dijo y la mujer que lo acompaña en sus años de viudez nos recibió
atentamente en la mesa. “Un vasito de agua”, para mí le respondí cuando me
preguntó si quería tomar algo. “El es un amigo de siempre, desde los tiempos de
la universidad”, le dijo a la mujer. “Vi tu libro”, le dije y dejó de masticar
por unos instantes con la mirada sobresaliendo encima de sus lentes. “El de los
gallos”, respondió con el semblante lleno de orgullo. Se levantó de la mesa y
regresó con el libro y un afiche con la imagen de varios gallos. Terminó de
cenar y buscó un lapicero. “Para Ronald Hill, siempre amigos. Octubre 2014”, escribió
y lo firmó.
Nuevamente en la
sala, entró a su habitación y me entregó 18 páginas sueltas con 17 poemas que
ha escrito, entre otros de su autoría. Léelos, si te gusta alguno de ellos
puedes publicarlos en tu blog”, dijo. “El poema Canción del bosque para una
mujer de ojos verdes lo he leído siempre que vengo a verte”, le dije y su
semblante oscureció. Es el poema dedicado a su esposa, María Odilly. “Hay
otros, unos calientitos, pero muchos de aquí no les entienden”, dijo y agregó, “uno
dedicado al canal de los chinos”.
I
España buscaba un
paso a la mar del sur
Y llegar a las
especierías
Pedrarias se apoderó
de Nicaragua
Los ingleses
inventaron al rey mosco
Se apoderaron de la
mosquitia
Vanderbilt y Walker
se apoderaron de la ruta de tránsito
Walker asaltó el país
Roosevelt tomó Panamá
Colombia se atragantó
el Caribe
II
China es una cultura
milenaria e enigmática
Como un gran panal
Melificado por el
Yuan
III
Allí los billetes no
nacen en las ramas de los arboles
Sino en la mano de
los chinos
China es un país
diligente
Sus habitantes han
aprendido a encender el sol y apagar la luna
Surcar canales y
torcer los ríos
IV
Cuando Wang Jing y
sus tambochas
Hayan creado el
megasurco
Seremos el ombligo
del mundo
y
Lo celebraremos en
versos de Han Yu
En una gala con pato
a la Pekin
Regada con huangjiu
Y música de Ling Lu
VI
Y la historia de
Nicaragua será otra
Y el rostro del mundo
será distinto.
Héctor Molina
10/10/2014