La escuelita de Doña Carmelita Bustamante
era una escuela de multigrados que funcionaba en su casa. Estaba ubicada al
lado derecho de la esquina de Miss Lilian, antes de dar la vuelta en dirección
hacia el sector de la capilla de la iglesia católica. Un andén de ladrillos
azules conectaba la casa con el andén principal del puerto y dividía el patio
frontal en dos secciones. A su costado derecho había un patio inmenso, sin
cercos, cuyos vecinos eran Alberto Gómez y la tienda de Toño Real y Doña
Estercita.
La casa era de madera con un
tambo alto y, para acceder a ella, se subía por una escalera de unos ochos
escalones. El centro de la casa se dividía por una pared, la parte izquierda
era el aposento y la escuelita estaba a la derecha; un salón con tres ventanas,
una frontal y dos laterales, con pupitres de gavetas y una banquita para dos
alumnos, dispuestos frente al escritorio que estaba contiguo a la pared
divisoria.
Con una regla de madera señalaba
las vocales que había escrito con tiza en la pizarra. Los alumnos las repetían
en coro después de que ella las leía: ¡aaa!, ¡eee!, ¡iii!, ¡ooo!, ¡uuu! También
en coro se cantaba las tablas de sumar y de multiplicar. Revisaba en el
cuaderno de los alumnos mayores las tareas del día anterior, y a los que no las
hacían les daba varios reglazos en la espalda. “Si no los educan ni en la
escuela ni en su casa, en la calle lo harán”, decía Doña Carmelita.
En las paredes de madera colgaban
láminas educativas de diferentes animales, peces, el calendario, el mapamundi y
de América Central, el abecedario en letras mayúsculas y minúsculas, los
números romanos y el cuerpo humano. De todos estos materiales didácticos, el
más atractivo era la bolita del mundo que permanecía en el borde del escritorio
y permanentemente giraba a punto de manotazos.
El que era atrapado por Doña
Carmelita dándole vuelta a la bolita del mundo, pasaba castigado el resto de la
clase sentado en una esquina con la cara frente a la pared y con un gorro de
orejas de burro en la cabeza.
Además de atender a sus
estudiantes, muchas personas del puerto la buscaban para diferentes menesteres
porque era una persona servicial y lideresa del puerto, a tal grado que se
aventuraba a enseñarle las primeras letras a un montón de chavalos mal portados.
A los visitantes los atendía al lado de la cocina, razón por la cual siempre
salía del aula a través de una puerta que daba acceso a esa parte de la casa, al
corredor posterior y la cocina.
Los chavalos mayores y mal
portados no desperdiciaban su breve ausencia, porque apenas la miraban dar sus
pasitos cortos y silenciosos en dirección a la cocina y atravesar la puerta, se
ensañaban con el castigado tirándole pedazos de tiza, semillas de jocote,
pejibaye o mango, según la época de cosecha, y cualquier otra cosa con la que
pudieran hacer tiro al blanco para luego, en coro y casi gritos, le cantaban
“burro te quedaste en las vacaciones” porque era seguro candidato a repetir el
grado.
Regresaba doña Carmelita y el
aula estaba en silencio. Un castigado con orejas de burro nunca se quejó de las
groserías que le hacían en su ausencia, porque si no corría el riesgo de que lo
agarran a coscorrones al salir de clase.
A las diez de la mañana todos
salían a recreo, menos los castigados, los de las orejas de burro. Oficialmente
duraba quince minutos, pero según las visitas que recibía en el corredor, al
lado de la cocina, a veces duraba hasta media hora. No podías alejarte más allá
de los límites del patio frontal y de al lado, hasta llegar a la ventecita de
Toño Real y Doña Estercita donde vendían empanadas, chicha
en botella, leche de burra, bombones y chingongos. Mientras unos compraban
otros jugaban frente a la casa con chibolas, pateaban pelotas o “vos la andás”,
escondiéndose debajo del tambo, en la bajada al muelle de los pescadores, el
murito, y debajo del puente que unía la cantina de Miss Lilian con el andén.
Ese
chavalero le daba vida a ese sector del puerto aun cuando la cantina de Miss
Lilian permanecía cerrada mientras duraban las clases por la mañana. Si te ibas
más allá de lo establecido siempre había un mal intencionado que te delataba
con Doña Carmelita y de castigo, al entrar a clases nuevamente, desde la puerta
te daba un par de reglazos en la espalda. “Para que haga caso y no sea vago”,
decía y todos se reían al verle la cara al sorprendido.
Entre los alumnos de distintas generaciones de Blofeños, doña Carmelita siempre recordaba como al más difícil de todos a Silvio Lacayo Marenco, conocido popularmente como Macho Silvio, quien en un ir y venir a la cocina, se le escapaba en un cayuco de la familia Sambola rumbo a la isla de Miss Lilian a ver a una novia de Rama Cay. "Ustedes deben de portarse bien, no me hagan la vida imposible como él", decía en el salón de clases cuando se repetían casos de indisciplina.
Desde
el alto corredor de la escuelita se apreciaba el mar azul de la playa del
Tortuguero, los barcos que recorrían el canal en dirección al río Escondido,
los guardias en sus quehaceres cotidianos en los guardacostas, los transeúntes
en un ir y venir hacia el lado de la capilla y los putales del puerto, y hacia
el muelle de la aduana y el de las pangas.
En
días lluviosos, cuando nada se ve por la lluvia, únicamente el cielo gris, las
olas encrespadas en la bahía por el fuerte viento y la corriente de agua que
bajaba del lado de la tienda de Toño Real y doña Estercita, atravesando el
andén por una alcantarilla que la desviaba hasta formar una cascada amarilla que
reventaba en el suelo del patio del frente de la cantina de Miss Lilian por los
siglos de los siglos, convirtiendo una quebrada natural en un socavón profundo
por donde corría en forma de una S hasta que se explayaba en la bahía,
propiamente frente al muelle de los guardacostas. Por ello habían construido un
puente casi colgante que permitía el paso hasta la cantina de Miss Lilian y,
los que se dirigían hacia el muelle de los pescadores, debían hacerlo con sumo
cuidado por lo resbaladizo que siempre se encontraba la pendiente.
A
veces, esos vendavales encontraban a El Africano en frente de la escuelita,
empujando su carretilla de mano llamada “salgo cuando quiero”, repleta con la
carga que trasladaba desde el muelle hacia el sector de la capilla en su labor
de chambero. El Africano metía debajo del tambo la carretilla para que la carga
no se mojara y subía al corredor, se asomaba por la ventana impregnado el aula
son su aliento etílico. Doña Carmelita, en vez de alejarlo, iba a la cocina,
regresaba con una taza de café humeante que
se la daba una vez que se sentaba en el piso del corredor, con la espalda
reposando en la pared y sus grandes piernas estiradas, mostrando sus pies descalzos
y sus dedos de gigante porque nunca usó zapatos, saboreando su cafecito hasta
que pasaba la lluvia.
En la
escuelita de Doña Carmelita se cantaba el himno nacional todos los lunes por la
mañana. La formación se hacía en el patio de enfrente del salón de clases. Casi
siempre llegaba un teniente o sargento de los guardacostas a izar la bandera en
un tubo metálico. Era un acto solemne en el puerto y todos los transeúntes, por
muy apurados que anduvieran, allí se quedaban firmes, saludando la bandera azul
y blanco, mientras Doña Carmelita presidía la ceremonia desde el primer peldaño
de las escaleras.
Desde
allí, la recuerdo en estado de calma, respirando pausada y profundamente, meditando con su
rostro blanco iluminado por el sol, su cabello canoso recogido en una moña y la
falda de su vestido largo por debajo de la rodillas moviéndose por el viento al
ritmo de la bandera. Esa es la última imagen que tengo de ella después de transcurridos
muchísimos años.
Una
mañana de verano del año 1963 se presentó mi papá a la escuelita de Doña
Carmelita. Allí está tu papá, escuché decir y salí corriendo al corredor. Él
estaba allí abajo y haciendo señas me dijo: ¡tírate!, ¡tírate!, y sin pensarlo
dos veces me tiré, volé en un gran salto, un salto de felicidad, que aún hoy lo
mantengo en la memoria como si viviera eternamente en estado de ingravidez, hasta caer en sus brazos. Acababa de regresar
de uno de sus viajes de pesca y me sentía feliz a su lado. “Vámonos, vas a
estudiar en Bluefields”, dijo.
La
escuelita de Doña Carmelita Bustamante, hija dilecta de El Bluff por méritos en
el área educativa, siguió funcionando con el paso de los años hasta que regresó
a Bluefields.
Cuando
joven, siendo una bella muchacha, su mamá, doña Franciscana, tenía un comedor
en Bluefields. Ella le ayudaba en la cocina y su hermana, Mariíta Bustamante,
atendía a los clientes. Allí comió el que sería muchos años después el general Sandino,
cuando estuvo en Bluefields y trabajaba en un aserrío situado en la bocana del
Caño Negro. Tenía dos hermanos, Joaquín y Beltrán Bustamante. Ambos salían a
las calles con un balde a vender los nacatamales que hacía su mamá. Joaquín
trabajaba de office boy en una agencia aduanera y Beltrán se convirtió en el
compositor más famoso de Bluefields por su canción “Bahía de Bluefields”.
Con
el paso del tiempo, Pedro Joaquín Bustamante se convirtió en un próspero agente
aduanero de Bluefields porque al fallecer el dueño de la agencia aduanera él se
hizo cargo hasta que la compró. En esa época, después de fallecer su madre,
Pedro Joaquín trasladó su agencia
aduanera a El Bluff y con él a doña Carmelita y a su hermana Mariíta, quien
vivía en su casa ubicada al lado izquierdo de la escuelita.
Cansada
por la edad, doña Carmelita regresó a vivir a Bluefields donde murió de vejez.
La escuelita desapareció, ambas hermanas y Pedro Joaquín perdieron sus
propiedades por invasión de inescrupulosos después de 1979 y, en 1988, el
huracán Juana borró del mapa su casa pero aun así, la escuelita de Doña
Carmelita sigue viva en la memoria de los que fuimos un día sus alumnos.
22 de
Marzo de 2020.
Fotos: Trazos de Internet.