Nos juntábamos siempre para jugar hasta aburrirnos, disfrutábamos los diferentes juegos de temporadas: una mancha de trompos, haciendo piso y “revoluta” en el juego de chibolas, elevando barriletes y cometas desde la plazoleta del parque de la loma, aprovechando los vientos de noviembre y diciembre para mandar telegramas al cielo con nuestros deseos, hasta las carreras de bicicletas en el tramo de carretera entre el muelle de la Texaco y el comedor de las Chinitas. Siempre éramos los mismos: Kalilita, el Tanquecito, el Guerri, el Sapo, Richard, Alonso, la Melá, Martín, el Cabe, el Flaco y el Zorro Juan.
Para las manchas muchos preferían
los trompos de Masaya, hechos de
guayacán con puyones gruesos, pero eran caros porque los pintaban con
dibujitos. Otros con su ingenio infantil fabricaban los propios. Richard y
Alonso Allen los hacían de la rama de un árbol de Guayaba con grosor medio; con
un machete filoso daban los primeros cortes para que tomara forma, luego con un
cuchillo hasta moldearle la cabeza y, cuando adquiría el tamaño deseado, lo
raspaban con un pedazo de vidrio hasta que quedaran lisos sus contornos al
tacto de la mano que posteriormente sacaría pecho a la hora de jugarlo en una
mancha. El puyón, el arma destructiva, era el elemento más preciado, además del
tamaño y peso del trompo.
— ¿Por
qué le quitas el puyón si está nuevo? —le pregunté a Kalilita al verlo sentado
en las gradas de su casa, tratando de sacarle el puyón a un trompo de Masaya
con un alicate.
— Para
la hora de los secos, vas a ver cómo voy a desguazarlos —respondió sin dejar de
hacer fuerza, sin dejar de girar el alicate hasta sacarlo.
El mejor puyón era hecho con
clavos de acero; con una lima triangular se afilaba la punta del clavo de dos
pulgadas, se clavaba en la punta del trompo hasta que quedaban expuestos dos
centímetros, luego se le cortaba la cabeza y se afilaba nuevamente hasta que la
punta quedaba como la de una aguja. Los primeros bailes del trompo eran de
prueba, si no estaba sedita, si quedaba
tatarata, se le daban varios toquecitos con el martillo para ajustarlo y volvía
a afilarse.
Vi a Kalilita dar media vuelta
sobre su propio eje al tirar el trompo para bailarlo, ese eje de chaparro que
lo mantiene adherido al suelo con fuerza y con la suerte de vencer a la muerte
en varias ocasiones. Lo recuerdo petrificado, mostrando su perfil izquierdo, su
pelo negro chirizo parado como espinas de erizo de mar, sosteniendo la manila
de nylon adherida por un nudo al dedo medio de su mano derecha que se movía al
vaivén del ritmo de su entusiasmo.
— ¡Te
quedó sedita! — dije al ver al trompo bailar en el suelo, en un sólo punto,
cerca de su casa, bajo la sombra de los árboles de almendro plantados frente a
la agencia aduanera de don Joaquín Bustamante.
Se agachó apurado al pie del
trompo, deslizó la palma de su mano derecha con los dedos índice y medio
abiertos entre el brillante puyón, mientras que con la izquierda sostenía la
manila y con el dedo índice le dio un empujoncito al trompo atrayéndolo hacia
la palma de su mano. Su cara brillaba de alegría, el trompo giraba campante en
la palma de su mano.
— Está
listo para la mancha —dijo.
Frente a la casa de doña
Carmelita, al lado derecho del andén, propiamente al dar la vuelta por la
esquina de la casa de Miss Lilian, frente al muelle de los guardacostas y el
mar azul sobre la playa de El Tortuguero, nos juntábamos a jugar la mancha de
trompos. Todos llevaban los trompos ocultos en la bolsa de sus pantalones y,
luego de acordar el número de secos que recibiría el trompo del perdedor, se
trazaba un círculo en el suelo con un palo y se ponía una moneda en el centro.
Ese punto era la mancha y, una vez definido, salían de las bolsas los
destructivos trompos con sus relucientes puyones de distintos tamaños y
grosores.
Luego de una bailadita de
calentamiento, se definía el número de secos que recibiría el trompo del
perdedor y comenzaba la tiradera de trompos sobre la mancha. El que dejaba su
marca más lejana debía poner su trompo en “la cama”, es decir dentro del centro
del círculo, y comenzaban a llover los puyazos de los otros trompos que lo
arreaban por todo el patio de doña Carmelita hasta llegar a la “recha”, el
límite establecido para la arreada. Si uno de los jugadores fallaba, el dueño
del “encamado” lo levantaba y hacia una cruz con el puyón para que el pifiado
pusiera su trompo. En ese tirar y poner se regresaba al círculo y el trompo que
entraba se hacía merecedor del número de secos acordados.
En ese momento los jugadores
amarraban el trompo con la misma cuerda de lanzarlo dándole varias vueltas a la
cabeza con uno de los extremos y con el otro al puyón, de tal manera que
quedara balanceado para dar los secos. El perdedor se quedaba calladito, sin
decir nada, solamente observando.
— Le
voy a dar con cariño —dijo Kalilita, volviendo a ver al Guerri.
Se puso de cuclillas frente al
trompo del Guerri, con su mano derecha sostenía los dos extremos de la cuerda y
con la izquierda su trompo, calculando la distancia y el movimiento pendular
para dar los secos. Uno, dos, tres secos y no pudo desguazar el trompo,
solamente dejó los cráteres hechos por el puyón. Se levantó, se acercó al andén
y le dio tres pasadas al puyón sobre el borde de concreto hecho a base de
piedra azul.
— ¡Así
no vamos!, gritó el Guerri.
— El
que pierde tiene que aguantar —respondió Kalilita sin que ninguno de los otros
jugadores protestara.
Volvió a su posición de verdugo,
medio escarbó en el suelo y acomodó con delicadeza el trompo del Guerri.
“Crack” se escuchó cuando dio el cuarto seco y el lado derecho del trompo voló
hacia un lado. Miró hacia arriba buscando los ojos del Guerri y, con la
velocidad de su mirada maliciosa, dio el seco de muerte partiéndolo en dos
tucos.
Unos días después visité a
Kalilita para pedirle que le pusiera a mi trompo un puyón de los que él usaba
para desguazarlos. Lo hizo con pericia y mientras me enseñaba a dar los secos
en un trompo viejo, con el impulso y la pifiada, el puyón terminó incrustado en
el musculo braquiradial de mi brazo izquierdo. Me regaló un poco de guaro lija
del que vendían en su casa para que me echara en el hueco y no se me infestara.
Cuando tengo la dicha de
encontrarme con ellos, con el Cabe, el Tanquecito, el Sapo y la Melá, es tema
obligado conversar sobre esos tiempos de chavalos; para
revivirlos, para que no se me olviden, siempre aprovecho cualquier ocasión para
contarlo y que recuerden esos tiempos felices que vivimos en el puerto.
Martes, 16 de diciembre de 2014