Se acomoda en la cama, la lluvia cae suave
a las nueve de la noche.
—Otra noche más… con esta almohada
gruesa que ya no es solo almohada. Está hinchada de vos. De tus gestos, de tus
silencios, de esa forma tuya de quedarte en mi cabeza como si hubieras
alquilado un cuarto sin pagar renta. Cada noche le sumo una idea más, una
escena, una conversación que nunca tuvimos. Por eso amanezco como si hubiera
peleado con alguien. Y claro, sí… he peleado conmigo.
Suspira profundamente. Busca en la mesa de
noche el vaso de VapoRub, le quita la tapa y se frota el pecho.
—Me eché esta cosa como siempre, como
quien se consuela con un ritual. Pero ni el mentol me despeja. El pecho duele,
sí, pero por la otra congestión: la emocional.
Mira las estrellitas que ha pegado en el
techo. Cerca, ve un libro con la tapa
doblada.
—Y ahí está… el libro. "Filosofía
femenina moderna". Me dio por comprarlo, con el supuesto de entender mejor
cómo piensan ustedes. Como si fuera una guía, un atajo al corazón. Lo leo por
las noches, con la lámpara medio encendida y los ojos entrecerrados, como
buscando entre teorías y conceptos algo que me diga: “esto es lo que ella
quiere”.
Se ríe, con ganas.
—Pero no soy tan tonto. Una parte de mí
sabe que esto es puro intento desesperado. Como esos que van al gimnasio dos
semanas antes de la cita. Me digo que quiero conocerla bien, que quiero
enamorarla con cabeza, no solo con emoción… pero también me doy cuenta de que
hay cosas que ningún libro enseña.
Se queda en silencio, se acomoda la colcha
verde hasta el pecho. Recuerda…
—La última vez que la vi… me tocó la
mano. No fue gran cosa, un gesto simple, pero a mí me vibró medio cuerpo. Sus
ojos son negros, grandes y almendrados, de esos que miran sin apuro, pero te
dejan marcado. Y ese cabello negro, suelto, que le volaba con el viento cuando
se despidió. Caminó con esos pasos largos que da, seguros, y las caderas… qué
caderas. Apetitosas. Como para pecar sin remordimiento. Comestibles. Y yo ahí,
parado como tonto, viendo cómo se alejaba sin saber si correr detrás ella o
volverme a esconder en mis dudas.
La lluvia se intensifica, se queda callado
unos segundos. Le gusta escuchar cuando la tormenta azota el techo de zinc.
—¿Será que uno se pone cobarde con los
años? ¿O más sabio? ¿O será que el miedo se disfraza de prudencia y uno le
cree? Lo cierto es que ella no me ha prometido nada. Ni me debe nada. Todo esto
que estoy sintiendo es mío, fabricado por mi cabeza, mi deseo y mis
inseguridades.
Se acomoda al lado de la mesa de noche.
Vuelve a mirar el libro.
—La filosofía femenina, dice el autor,
no busca ser entendida: se vive, se acompaña, se respeta. Y ahí me entró la
duda más grande: ¿Y si lo que tengo que hacer no es entenderla, sino dejar de
buscar motivos para no sentir lo que siento?
Se recuesta de nuevo, con los ojos pesados.
—Mañana será otro día. Y si me vuelve a
dar fiebre, que sea por algo más que el clima. Que sea por ella, aunque no
tenga lógica. Aunque no encaje en los moldes que yo mismo me inventé. Porque
esta almohada ya no aguanta más versiones de mí que dudan. Que sea ella. Y que
sea lo que tenga que ser.
Se cubre la cara con las manos, exhalando
largo.
Porque lo peor de todo no es no tenerla…
es no saber si quiero tenerla o si solo me estoy aferrando a una fantasía para
no sentirme tan solo. Lo peor es este limbo, este no saber qué hacer con lo que
siento. Y mientras tanto, la almohada revienta de pensamientos, el libro no
dice nada que no sepa y la lluvia allá afuera parece burlarse, cayendo igual
que anoche, igual que siempre. Yo aquí, tragando saliva espesa, con el pecho
ardiendo —no por la gripe, no por el mentol—, sino porque ya no sé cómo se apaga
este fuego que no tiene ni rostro claro ni destino fijo. Y me está cansando… me
está desgastando. Como si la vida me tuviera en pausa, riéndose bajito,
mientras yo me hundo solo en esta cama que cada vez me queda más grande.
23 de junio de
2025. Noche tormentosa.
Foto: Internet.