viernes, 27 de septiembre de 2019

EL MUELLE DE LOS PESCADORES



Alejandro Arroyo Granizo esperaba al Guerri de cuclillas frente a la casa de Luis Uzcudun. Su espalda descansaba en el cerco de malla y, colocados sobre el andén, la cuerda de nylon enrollada en un pedazo de palo, un tarro con chacalines, un saquito con sus aperos de pesca y una bolsita con panes dulces que había comprado en la ventecita de la Machú y que, desde su posición, miraba de frente.

Allí, Martín, hijo de José Sanles y nieto de la Machú, salía al corredor para correr con panadas de agua a los perros que se aglomeraban frente a la ventana, atraídos por el olor de la carne que colgaba de unos ganchos de hierro y escuchaba los gritos: ¡Elena, Elena, este chavalo no hace caso! Se reía al ver las travesuras del mimado de los Sanles y el corre corre de la Machú detrás del nieto. Escuchó un grito a sus espaldas, ¡joder, joder!, el tirón de la puerta del cerco y vio al renco Luis Uzcudun, así le decían al vasco malhumorado, dar un paso raro, cuasi falso, para tomar el andén. ¡Me cago en la ostia!, ¡busca otro lugar para tus fechorías, anda, anda, vete, vete a la puta madre!, le gritó Uzcudun. Se levantó con el ceño fruncido, se acomodó la gorra, tomó sus cosas y caminó hacia la esquina de Miss Lilian maldiciendo al renco.

Al pasar por la pulpería de Toño Real y doña Carmelita se encontró con Kalilita que salía con una bolsa de compras. ¿Con quién vas?, preguntó Kalilita. Con el Guerri pero ya se retardó, le dijo mostrando el tarro con la carnada. Si querés yo me apunto, voy a dejar esto y llego, dijo Kalilita y caminó apurado hacia su casa mientras se detuvo en la esquina de Miss Lilian.

¿Qué le habrá pasado al Guerri?, se dijo observando hacia todos lados. Desde allí dominaba el trayecto del andén hasta la entrada al segundo piso de la aduana y las gradas del parque de la loma de El Bluff. Abajo, a su derecha, dos guardacostas, el siete y el cinco, estaban atracados en el extremo este del muelle de la aduana donde los guardias tenían su cuartel y con el tiempo pasó a llamarse el muelle de los guardacostas. Más allá, sobre el techo de zinc pintado de rojo y los mástiles de los barcos, navegaban varios pesqueros por el canal en dirección a Pescanica en Schooney Cay. A su espalda sentía el viento marino que le llegaba desde el Tortuguero, escuchaba la música que desprendía la roconola de la cantina de Miss Lilian y el ajetreo de varias parejas que bailaban al ritmo del chachachá haciendo temblar el puente casi colgante de madera que unía la casa con el andén. Bajo el tambo, Míster Herrera, el marido de Miss Lilian, preparaba con paciencia su bote de canaletes y la vela para zarpar hacia la isla de Miss Lilian. Lo festivo de la cantina le dibujó en el rostro una sonrisa de malpensado y le creció aún más cuando vio al Guerri doblar por la cantina de Miss Pet cargando un saquito de bramante en dirección hacia él.

¿Estamos listos?, preguntó despreocupado el Guerri, tratando de identificar a los que bailaban en la cantina.

Desde hace rato te estoy esperando. Kalilita nos va a acompañar, respondió y siguió al Guerri que se adelantó en el descenso.

La bajada hacia el muelle de los pescadores era de tierra roja, se mantenía chirre todo el tiempo por la lluvia y la pendiente, con peldaños hechos por el uso y avanzaban con cuidado de no resbalar bajo un sol de Octubre que calentaba sobre los árboles de Almendra sembrados por doña Juana Angulo frente a su casa. A su derecha vio a la Melá que reparaba una tarraya en las gradas de su casa, un anexo por encima del tambo de la casa de Miss Lilian.

Están picando bastante, en la mañana estuve pescando, le comentó la Melá y notó que el Guerri se perdía a su derecha al doblar la casona del muelle.

Toda su vida había visto esa casona y, como chavalo metido en las pláticas de sus amigos mayores, entre ellos Pinolillo, Chico Brenes, Zamba Larga y el Macho Silvio, escuchó que fue construida por el entusiasmo de unos extranjeros en conjunto con locales para echar a funcionar la primer factoría se mariscos de El Bluff, pero con la llegada de la empresa Casa Cruz en los años 50 el proyecto no prosperó. Por esa razón, aunque nunca se construyó el muelle ni funcionó la empresa, en el puerto todos le llamaban el muelle de los pescadores. Los cimientos de la casona fueron ocupados por diferentes familias que con el tiempo terminaron de construirla poco a poco, cada quien agregando puertas, ventanas, biombos como divisiones internas y parte del techo para hacerla habitable.

Giró por el pasillo del frente de la casona, vio al Guerri de pie en el centro, justo en el borde del murito, un gran corredor de concreto sin techo, donde el oleaje provocado por el viento proveniente de la playa del Tortuguero lo salpicaba.

Pásame la carnada, dijo el Guerri mientras sacaba del saquito su cuerda de nylon, anzuelos de diferentes tamaños y varias barritas de plomo.

Le entregó el tarro, desenrolló una parte de su cuerda, escogió una barrita de plomo y la amarró del extremo de la cuerda y, unas tres cuartas hacia arriba, colocó el anzuelo, un anzuelo mediano propio para atrapar la variedad de peces que predominaban en ese sector de El Bluff: bagres, palometas, roncadores y róbalos.

Escuchó el sonido de la cuerda —jui, jui, jui— que El Guerri hacía girar y girar con la mano derecha por encima de la cabeza para tomar mayor fuerza de impulso y tirarla lo más lejos posible del borde del muelle. Buen lance, se dijo desde el extremo del muelle más cercano al sector de los guardacostas. Hizo su lance y apareció Kalilita cargando un carrete de cuerda negra de nylon, de las que se usaba para hacer redes.

¿Está picando?, preguntó Kalilita y se acomodó en el extremo derecho del muelle.

Es el primer lance que hacemos, respondió El Guerri.

Ustedes son salados, dijo Kalilita al mismo tiempo que tiraba su cuerda.

Sonrió. De reojo los miraba en el borde de la línea del muelle, distantes lo suficiente para que sus cuerdas no se enredaran ni ocurrieran accidentes como los que se daban entre inexpertos, golpes en el cuerpo con el plomo o, peor aún, anzuelos ensartados en los brazos y espaldas. Son prevenidos y duchos a la pesca, pensó al recordar sus andanzas con ellos, desde arponear róbalos iluminados por la luz de las lámparas en las noches de verano bajo el muelle de tablones de la Texaco, cucharear Jacks en una panga de aluminio impulsada por un motor fuera de borda de 9 caballos de fuerza en la barra del puerto y tarrayar con el agua hasta la cintura en la ensenada durante la temporada de chacalines.

El Guerri dio un grito, ¡lo tengo, lo tengo!, que lo sacó de sus pensamientos. Miró la cuerda tensa que se movía en zigzag sobre las olas y la fuerza que hacía con sus brazos al jalarla.

¡Dale cuerda, dale cuerda!, gritó Kalilita.

No hizo caso, jaló y jaló con todas sus fuerza hasta que la cuerda quedó volando al viento, al garete en el oleaje.

¡Se me fue!, gritó El Guerri.

¡Por caballo!, respondió Kalilita.

¡Por querer ser el primero!, le gritó al Guerri. Jaló la cuerda, la enrolló y revisó la carnada mientras el Guerri volvía a colocar pesa y anzuelo a su cuerda.

¡Están salados, ya les dije, están salados!, comentó Kalilita riendo a carcajadas y enrollando la cuerda negra en el carrete para revisar la carnada y volver a lanzarla cerca de la rueda de un barco de vapor que junto a un mástil oxidado yacían en el fondo de la bahía desde antaño pero se dejaban ver con la marea baja o por el reviente de las olas.

¡Cálmate, deja de joder!, ripostó El Guerri con sus ojos gatos furiosos.

Después de hacer su segundo lance los notó calmados, cada quien en lo suyo, guardando silencio a la espera de que picaran los peces. A su izquierda podía observar a los guardias en sus quehaceres: lavando la cubierta de los guardacostas, dándole brillo a los cañones y ametralladoras por el desuso y limpiando el casco de madera para luego volver a pintarlos de un color plomizo. Desde la cocina de la covacha, contiguo a los barcos, escuchaba voces de la tropa que siempre estaba encuartelada limpiando su armamento, haciendo arme y desarme de los fusiles Garand, lustrando sus botas, jugando naipes y dominó, colgados en hamacas o simplemente escuchando radio Atlántico desde la comodidad de sus catres de dos niveles. Desde arriba le llegaban las carcajadas de los danzantes y el traqueteo del piso de madera de la cantina de Miss Lilian y su puente colgante.

En silencio aseguró la cuerda bajo una piedra,  bajó del muelle y caminó hacia la orilla de la bahía; recogió un trozo de tronco de madera de balsa de unas tres cuartas y regresó a su sitio. Tomó una navaja del saquito y comenzó a moldearla con los cortes. Siempre que necesitaba sosegarse hacia lo mismo, cortar la balsa y descubrir, poco a poco, hasta dónde lo llevaban esos cortes guiados por la imaginación, pero atento siempre a la cuerda que sostenía con un lazo en su mano izquierda.

¡Ahora sí, este no se me va!, gritó El Guerri, tirando de la cuerda con velocidad. Mostró con orgullo un hermoso roncador, haciéndole mofas a Kalilita.

Volvió a sonreír cortando la madera, imaginando un velero por la redondez alargada que iba tomando corte tras corte, viruta a viruta: la proa, la popa, la caseta con ventanas a los lados, un mástil, vela mayor, la orza, el timón, la caña de timón, popa, proa, hasta verlo pintado, reluciente, navegándolo en las islas del Caribe, menores y mayores, en un ir y venir interminable. Sintió el alivio de la tarde en su cuerpo y observó el brillo del sol sobre la playa de El Tortuguero y su vegetación, compuesta de mangle rojo, arbustos de icacos y uvas de mar. Arriba, en el cielo y aproximándose al muelle, vio el revoloteo de gaviotas y tijeretas.

¡Pica con fuerza!, ¡es grande!, escuchó gritar a Kalilita que hizo dos tirones para ensartar el anzuelo y la cuerda quedó tensa, sin movimientos bajo el agua y sin ganar un centímetro en sus manos.

¡Está pegada!, ¡te fijas, sos caballo por tirarla cerca de la chatarra!, gritó El Guerri.

¡Nada, nada, sentí el jalón!, respondió Kalilita.

Su cuerda se tensó y dejó de prestarles atención. Tiró a un lado el velero y esperó el siguiente jale con la paciencia que los caracterizaba. El Guerri y Kalilita volvieron a verlo. La línea, la pesa y el anzuelo que había escogido eran los ideales para pescar en el muelle y poder capturar los peces que más picaban. Una mordida más y tiró de manera continua, rápidamente, si resistencia, pero al tenerlo de frente, a unos seis metros del muelle, vio la cuerda moverse en zigzag. Se ha tragado todo el anzuelo, pensó y comenzó a jugarlo. Le dio cuerda, dos, cuatro, seis, ocho metros y cobró de un jalón que hizo con las dos manos. Es grande se dijo al sentir la resistencia. Recogió la cuerda con rapidez ganando todo lo que el largo de sus brazos le permitía y, al tenerlo al pie del muelle, lo levantó con toda su fuerza y lo tiró al piso. Tras los aletazos y colazos de desesperación le quitó el anzuelo y lo calmó de un golpe en la cabeza.

Hermoso róbalo, dijo el Guerri.

Levantó la mirada con una gran sonrisa en el rostro y, más allá del extremo donde se encontraba Kalilita, vio pasar detrás de la casona a míster Herrera que se preparaba para izar vela en su bote de canaletes. Le hizo señas a Kalilita para que lo notara.

¡Míster Herrera, míster Herrera!, ¡por favor despegue mi cuerda!, gritó varias veces Kalilita hasta que el marido de Miss Lilian lo escuchó.

Herrera soltó la vela, la acomodó a lo largo del bote y remó para aproximarse con sumo cuidado al punto donde la rueda del barco de vapor y el mástil reposaban en el fondo de la bahía. Al regresar o salir hacia la isla de Miss Lilian, esos fierros viejos eran sus puntos referentes más importantes para navegar y, para evitarlos, izaba la vela al pasarlos en su viaje de ida y la arriaba cuando se acercaba a ellos de retorno. La corriente y el oleaje le complicaban la maniobra, acercándose despacio, remando para adelantarse, ladeando el bote con el canalete hasta posicionarse lateralmente a la cuerda de Kalilita. Tomó la cuerda, la sacudió con su mano derecha varias veces para despegarla y repentinamente sintió un jalón que le quemó la mano.

¡Dame cuerda, dame cuerda!, gritó míster Herrera.

Kalilita desenrolló lo que más pudo su carrete de cuerda de nylon negro hasta que se le terminó y míster Herrera la aseguró del asiento del bote. Comenzó a jugar con el pez que aún no identificaba dándole cuerda hasta que en un momento la jaló con todas sus fuerzas. Desde el muelle vieron que la cuerda se puso tilinte chorreando agua a lo largo, míster Herrera la soltó y el bote de canaletes comenzó a ser arrastrado por el pez en dirección a la punta del muelle de los guardacostas.

¡Te fijás, te fijás!, ¡no estaba pegada!, gritó Kalilita dando brincos de alegría.

¡Se lo lleva, va de viaje!, respondió El Guerri.

Le indicó a los dos que guardarán las cosas, cuerdas, carnada, sacos, y que siguieran el bote de canaletes de míster Herrera. Kalilita iba adelante, después el Guerri y él atrás. Subieron las gradas de tierra, salieron a la esquina de Miss Lilian velozmente, corrieron hasta las gradas que daban acceso al cuartel de los guardias, llegaron al muelle y desde allí vieron el bote de canaletes de míster Herrera que se desplazaba velozmente a favor de la corriente en dirección a la barra. Corrieron por todo el muelle de la aduana, dando gritos para que los estibadores se dieran cuenta de que Herrera era arrastrado por un pez desconocido y que, por favor, por favor, salgan a rescatarlo porque se lo lleva, se lo lleva a las profundidades del mar.

En el sector del muelle llamado el muelle de las pangas, los pangueros prestaron atención a los gritos de desesperación. Entre el grupo vio a su amigo mayor llamado el Macho Silvio y Kalilita le pidió que por lo que más quiera señor, don Macho, Machito, por la virgencita del Carmen, salga a rescatar a míster Herrera porque lo arrastra un pescado endemoniado, por favor don Macho, sálvelo.

Entre la isla de Miss Lilian y el muelle de los barcos camaroneros de la Booth, el Macho Silvio y otros dos dispuestos a cumplir los ruegos de Kalilita, alcanzaron con una panga el bote de canaletes de míster Herrera y lo arrastraron hasta un pequeño muelle de la ensenada del puerto. Ansioso estaba Kalilita al ver que se acercaban.

¡Algo traen!, dijo El Guerri.

Después de la panga, míster Herrera, ahora dominando el bote, maniobró para atracar. Dentro del bote vieron grandes trozos de pescado.

Era un Mero, un Mero gigante, dijo el Macho Silvio.

¡Te fijás, te fijás!, gritó Kalilita. ¡Yo lo agarré, yo lo agarré!

Debe pesar más de 500 libras, agregó el Macho Silvio.

Kalilita y El Guerri sacaban los trozos del mero entre la sanguaza que casi llenaba el bote de canaletes y él los acomodaba en el pequeño muelle.

Mínimo, tenía más de cuatro metros de largo, dijo Herrera con un machete filoso en sus manos y la ropa ensangrentada. Me costó pero cuando se cansó lo sacamos, agregó.

Le dieron su parte del Mero y zarpó hacia la isla de Miss Lilian al caer el sol en la isla del Venado. El Macho Silvio con sus ayudantes tomaron su parte y dieron la vuelta con el motor rugiendo hacia el muelle de las pangas.

¿Y ahora qué hacemos?, preguntó El Guerri.

Nos dividimos en partes iguales, buscamos en que llevarnos el Mero y regresamos por nuestras cosas, dijo Alejandro Arroyo Granizo.

Los tres se miraron en silencio, se carcajearon y chocaron las manos. En el trayecto por el andén la gente salía de sus casas para curiosear qué era la carga que llevaban sobre los hombros, incrédulos de que en el muelle de los pescadores atraparan semejante Mero.

27/9/19


miércoles, 18 de septiembre de 2019

SANTA ISABEL DEL PAJARITO


Un tercio de la caminata ha sido bajo la furia del sol, abriendo y cerrando puertas de golpe y de alambre de púas, flanqueado por el canto de chicharras gigantes, el polvo que dejan atrás los que van adelantados y la sombra chirre de laurelitos y palos de agua. El sendero, una alfombra polvosa que no resiste huellas, pero indulgente con mis botas, me deja apreciar colinas y valles en las que el pasto Retana fulgura al viento con vacas ensimismadas en su deguste sin prestarles atención a mis pasos.

El paisaje poco a poco va cambiando. El camino se cubre por la sombra de grandes árboles, tan grandes que solamente diez hombres con sus brazos extendidos pueden abrazarlos, y una exuberante vegetación pintada en diversas tonalidades por lianas, heliconias y palmeritas de montaña. Aparecen riachuelos en las hondonadas con nubes de zancudos que hacen fiesta de piquetes con mi cuerpo hasta que logro subir a la larga cresta de un cerro desde donde observo la majestuosidad de un bosque de almendros, anidados en sus copas por lapas verdes que me dan la bienvenida con su canto.

La luz de la tarde se despide en la copa de los árboles. El azul de montaña cubre el sendero y el chillar inquieto de los monos congos, junto con el revoloteo de las aves, anuncian la llegada de la noche montañosa. Después de una colina, al caminar por un valle pastoso, entre cuatro hileras de alambre de púas extendidas en el horizonte, surge la luna llena. Es increíble lo maravilloso que se muestra en la montaña y la claridad que brinda para guiar tus pasos. Media hora más de camino y los adelantados se comunican a gritos con los habitantes de las primeras casas de madera que conforman la comarca. Desde San Ramón, pasando primero en vehículo por La Unión, un recorrido de cinco horas me ha llevado hasta Santa Isabel del Pajarito.

En el corredor de una casa de madera están los adelantados (Giovanny, Héctor, Arosman y Lucas) con sus mochilas en el suelo, termo y parte de la carga esperando al resto del grupo (Antenor, Marvin y un baqueano). Cuando subo las gradas noto que ya han tendido sus hamacas entre los pilares y alfajillas que soportan el techo de zinc. El dueño de la vivienda, hermano de Antenor, un hombre pequeño de mirada profunda, nos da la bienvenida.

Dentro, la sala está iluminada por candiles, al fondo hay tres habitaciones y desde la cocina, una extensión hacia la derecha de la sala, se difunde el aroma de comida, el calor del fuego y las voces de mujeres. Me acomodo en una banca, me quito las botas y de la mochila tomo mis chinelas. Cuelgo la hamaca en la sala. Me asomo a la cocina, saludo a tres mujeres y veo la exuberancia del agasajo que nos tienen preparado alrededor del fogón: yuca cocida, quequisque y malanga, frijoles cocidos, un perol lleno de arroz blanco, un queso en su pana y carne de res en el asador. Las mujeres sirven la mesa e invitan a ocuparla. Ceno con el apetito provocado por la caminata, incitado por el dueño de la casa: “coman, coman, ¡Julita traiga más, sin pena, sin pena, coman, un traguito, eso, eso, un traguito de cususa para calentarse!”, hasta que el hambre, la suma de todos los hambres, es zaceado.

En el corredor el grupo de los adelantados conversa con la barriga llena y el corazón contento, cada quien desde su hamaca. Frente a ellos se ve la claridad que la luna llena le imprime a la plazuela y, a unos treinta metros de distancia, una piara compuesta de unos veinte cerdos amontonados unos sobre otros, forman casi un círculo como el que acompaña a la luna. Lucas dice que además de llena viene repleta de agua, que ya está comenzando a salir la cosecha de frijoles de Apante a lo que Arosman riposta recordándole que por la mañana hay que reunir a los campesinos para enseñarles a hacer el Aparato A y cómo usarlo para que saquen las curvas a nivel y así no acaben los suelos de esta linda montaña. Estás oyendo Giovanny, ese es un tema importante, la entrevista para la radio debe girar alrededor del medio ambiente y su protección, aquí estamos en la zona de amortiguamiento de la Reserva Indio – Maíz, dice Héctor a lo que Giovanny le contesta que él sabe cuál es su trabajo, que dejen de hablar pendejadas porque está cansado, con frío y ya se quiere dormir.

Estoy cansado, le digo al grupo y entro a la sala. Antenor conversa con su hermano, bajan la voz y la mirada profunda del campesino me alerta sobre su desconfianza, un rasgo vital para la sobrevivencia en la montaña. Les digo que voy a dormir, que me disculpen. Nosotros también, dice Antenor y desde más allá del corredor, desde la plazuela, se escucha el gruñido de los cerdos que crece en intensidad a medida que se acercan a la casa, se meten debajo del tambo en desbandada haciendo un alboroto que aumenta bajo nuestros pies por el choque entre la manada allí abajo. El hombre de la mirada profunda corre a la puerta, sale al corredor, mira hacia más allá de la plazuela y grita: ¡un tigre!, ¡un tigre!, ¡por allí anda un tigre! Desde uno de los cuartos la Julita sale corriendo con un rifle en sus manos y se lo entrega al hombre, lo toma, manipula y hace varios disparos al aire. Repentinamente los adelantados han entrado a la sala en carrera con sus mochilas y hamacas y comienzan a buscar como colgarlas. El alboroto se ha calmado con los disparos, el corredor está vació así como la plazuela que sigue iluminada por la luna. Luego de la desbandada de los cerdos nos hemos reído y Marvin comienza a contar la historia del Oso-Caballo, un animal que camina en dos patas y que se come a las vacas, que según él azota toda esa montaña y la Reserva Indio – Maíz, pero Lucas lo manda a callar porque aquí no andamos creyendo cuentos de caminos, dormité ya, le dice.

A las cinco de la mañana he despertado. Salimos al corredor, no veo ningún cerdo, y caminamos hacia la plazuela en dirección a una quebrada para bañarnos. La neblina cubre todos los cerros de los alrededores y me doy cuenta que estamos en una planicie atravesada de oeste a este por una quebrada de aguas claras y frías que baja con rapidez desde lo alto de uno de los cerros. Al pie de unas rocas, entre troncos secos que cruzan el curso del agua, nos bañamos y Héctor comienza a bromear con Marvin porque se le caído el jabón y tiene que agacharse para recogerlo.

Luego del desayuno nos dirigimos hacia la capilla de la comarca. Caminamos menos de media hora y desde varios puntos de la montaña se escuchan gritos de saludos entre campesinos y nuestro grupo. En un claro del bosque se ve la capilla, varias casitas en sus alrededores y los campesinos que han bajado al punto del encuentro. A los visitantes nos hacen presidir la reunión. Un delegado de la palabra da agradecimientos y bendiciones por nuestra llegada y dice que bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados y de allí agarra el hilo de sus planteamientos uno de los líderes de la comunidad para plantear las principales demanda de la población: los problemas que enfrentamos son muchos, desde el mal estado de la trocha entre La Unión y San Ramón que nos dificulta sacar los productos, el financiamiento que por todos lados nos han negado, llevamos años de años de estar quebrándonos las espaldas para al menos sobrevivir, se nos enferman los chigüines, salimos desesperados con los picados de culebras, necesitamos hacer buenos pozos para tener agua bebible y más cosas hermanos, pero llegamos a caer en cuenta y bien meditado por todos que lo más indicado son unos novillitos y unas vaquitas para prosperar en esta montaña.

Lucas toma la palabra y se tira su retahíla sobre el programa de campesino a campesino secundado por Arosman, explica en que consiste el aparato A, vamos a hacer la práctica, lo van a construir con sus propias manos en cuanto terminemos para que ustedes conserven los suelos y salven estas montañas, miren el ejemplo de destrucción en las colonias de Nueva Guinea, una barbaridad que no tiene perdón de Dios. Y otro líder toma la palabra, pide aplausos y dice que para ver el majestuoso arco iris es necesario empaparnos en la lluvia, esa que aquí no nos falta, así que confiando en que los amigos que nos honran con su visita sabrán ayudarnos una vez que regresen a Nueva Guinea, ayuda que esperamos con nuestros corazones rotos pero llenos de esperanzas.

Frente a la capilla me llama la atención una casita de madera pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, y me dirijo a ella. Desde la ventana veo un hombre que está adentro, sentado en un banco, frente a una mesa y atrás tiene un anaquel de madera con algunos medicamentos. Es el local donde tienen el botiquín de medicamentos de la comarca. Tenemos pocos medicamentos, lo básico para primeros auxilios ante una herida, aspirinas, para la diarrea, pero nos hace falta de todo y con urgencia debemos conseguir suero antiofídico porque abundan las terciopelo y barba amarilla, dice el responsable. ¿Y la partera? Con ella llevamos el control de las mujeres embarazadas, dice, toma un cuaderno, revisa y se pone a sacar la cuenta.

A mi izquierda veo a un grupo de campesinos que sostienen un aparato A. Lo han construido y se muestran orgullosos. Ahora sí, con estos aparatos vamos a hacer curvas a nivel y obras de conservación para que no se nos laven lo suelos, dijo uno de ellos. Y para que vean que somos agradecidos les vamos a prestar las bestias para que se vayan montados, yo me voy con ustedes para regresarlas, dijo otro. Nos despedimos con choque de manos y emprendemos el retorno.

Semanas después vi al hombre pequeño de mirada profunda en Nueva Guinea. Me comentó que andaba retirando un crédito de novillos a nombre del grupo de productores de Santa Isabel del Pajarito. ¿Cómo van los trabajos de conservación de suelos?, pregunté. Es difícil, respondió, alejándose.

17 de Septiembre 2019

lunes, 2 de septiembre de 2019

EL AVIÓN AMARILLO Y LA LLUVIA DE CARAMELOS



Un chavalo, protegido del sol por una gorra, vestido con pantalón corto de color azul y una camiseta blanca, camina con sus botitas de burro sobre un tramo de carretera de macadán en dirección a la pista de aterrizaje.

Frente a él, cruzando la pista, se levanta un promontorio rocoso y rojizo con escasa vegetación, donde pastorea un rebaño de cabras. Al llegar a la pista, a su derecha y distante, un corte del terreno en forma de V se abre hacia el mar, y más allá observa el oleaje reventando en la línea de playa de la isla del Venado. Por encima del corte, el bosque es denso y, siguiendo el curso de una ladera, desaparece en el fondo de una ensenada donde se mezclan las aguas de la bahía con las del mar.

Va en dirección a la casa pintada de rosado que hace funciones de terminal. En lo alto de un palo, observa el tubo rojo de tela, abierto en dos lados, que se levanta paralelo al terreno, dando bandazos, con la abertura más estrecha apuntando hacia el oeste.

Ha caminado desde su casa, pasando por los tanques de la Texaco, el comedor de las Chinitas, el taller de don Chon Benavidez, los tanques de la ESSO y la planta de la Booth. Desde allí, recorrió el tramo de carretera hasta llegar a las casas de La Colonia y un desvío que desemboca en la pista.

Escucha el rugir de un motor que irrumpe en el aire y corre hacia la casa rosada con toda la fuerza y velocidad que sus piernas pueden dar. En el promontorio, las cabras se alejan al galope buscando refugio, y ve el avión Douglas DC-3 color amarillo volando sobre la pista, que bate las alas como una mariposa en señal de saludo. Vuelve la mirada hacia la izquierda, hacia el sector de la loma del faro, y observa un grupo de chavalos que corren hacia la casa, y otro que se aproxima desde el sector de La Colonia. Busca en lo alto al avión; no lo ve, pero escucha el sonido del motor al lado del bosque, que se torna más leve en el fondo de la ensenada. Los dos grupos de chavalos se aproximan corriendo a la casa rosada.

“No nos esperaste”, dice un chavalo cabezón que tiene el pelo chirizo.

“Te adelantaste”, dice otro, un chavalo flaco de piernas largas.

El chavalo no responde, no les presta atención. Está pendiente del avión; solo sonríe mientras los dos grupos se aglomeran frente a la casa rosada, de donde han salido dos hombres que se dirigen a la pista. Desde el sector de La Colonia llega un jeep verde seguido por un tractor que lleva acoplado un tráiler.

El chavalo corre detrás de los dos hombres. Llega a la pista, mira hacia el corte en V que se abre al mar y observa a lo lejos el avión amarillo que comienza a descender, planeando suavemente, sin escuchar el ruido del motor por la fuerza contraria del viento. Está maravillado; no puede creerlo, pero ahora sí, así como viene, suspendido en el aire, casi sin moverse, espléndido y majestuoso por el contraste que hace el color amarillo con el cielo azul y blanco caribeño, como si estuviera a la espera de que sus manitos lo atrapen para jugar con él todos los días en el patio de su casa.

Se da cuenta de que es cierto y cae en ello; ahora sí, lo ve y siente los golpes de su corazoncito palpitante. Brinca, brinca de emoción, grita, grita con todas sus fuerzas para que lo escuchen en toda la bolita del mundo: “¡Allí viene, allí viene!”, y corre, corre de regreso al grupo compuesto por unos veinte chavalos. Se tira encima del cabezón con el pelo chirizo como si se tirara a nadar en la bahía, lo abraza, da saltos, lo suelta y hace lo mismo con el flaco de piernas largas, y nota que todos lo hacen; todos se abrazan, brincan y gritan emocionados.

El avión toca la pista y el estruendo de los motores lo saca del trance en que se encuentra. Lo ve pasar a mil por segundo; ahora sí lo oye entre los gritos y la algarabía, siente que tiembla la tierra; la fuerza y el peso del avión lo zangolotean, impresionado, lo sigue con la mirada extasiada. Nota la efervescencia del calor que desprenden los motores y que rebota en el asfalto al hacer la maniobra de giro frente a la loma del faro, con el azul del mar como telón de fondo.

“Alístate”, le dice el chavalo cabezón.

Se han calmado, pero están atentos; sus sentidos en alerta.

El avión amarillo se acerca frente a la casa rosada y se apagan los motores. Los dos hombres aseguran el tren de aterrizaje y el que conduce el jeep verde —usa camisa sin mangas, lleva barba en forma de pera, un habano en los labios y le dicen el Diablo— se acerca al avión. Se abre la puerta cercana a la cola. El hombre del habano conversa con dos miembros de la tripulación, saluda al piloto, quien desde la ventanilla de la cabina habla con él en inglés y les hace señales para que se acerquen.

Los chavalos se agrupan frente a la puerta formando una U. Desde el avión se escucha el movimiento de bolsas y cajas de cartón. Uno de los tripulantes se asoma a la puerta, rompe una bolsa de caramelos y la lanza sobre ellos. El grupo se avalancha sobre la puerta; la U ha desaparecido, ahora es un molote que tiene la mirada fija en los caramelos y los brazos abiertos a la espera de que caigan al suelo, mientras el otro tripulante tira sobre ellos una bolsa de chocolates. La lluvia de caramelos y chocolates sigue cayendo y cayendo. Como en una piñata, gritan y se dan empujones en el suelo, cada cual recoge con ambas manos lo más que pueda, llenando las bolsas de sus pantalones y, al lograrlo, se quitan la camisa formando un saquito para llenarlo.

La algarabía dura varios minutos. Se alejan poco a poco del avión, pendientes de lo que el otro ha podido recoger, mientras los hombres han colocado la escalera en la puerta para descargar y cargar.

“Vos agarraste más que todos”, dice el chavalo flaco de piernas largas, dirigiéndose al cabezón.

“Qué va a ser, mirá el montón que lleva aquél”, le contesta el cabezón, señalando a uno del grupo que regresa a sus casas por el lado del faro, mientras ellos se dirigen al tramo de La Colonia.

“Así debería de llover todos los días”, dice el chavalo de gorra, y los tres ríen a carcajadas, desapareciendo de la pista.

 

1 de Septiembre de 2019

Foto de Morgan Bartlett.