Luego de finalizadas las clases, la Empresa Booth de Nicaragua
S.A., ubicada en el puerto El Bluff, brindaba la oportunidad de obtener empleo
a jóvenes estudiantes como un medio para ganar un poco de dinero en jornadas
de trabajo menores a las normales, realizando actividades supervisadas por los
responsables de las diferentes áreas. Por casi todas las áreas de la empresa estuve dos años con un empleo
estudiantil. La más fascinante fue el área de producción debido al proceso
sincronizado, desde la descarga de la captura de camarones en el muelle de los
pesqueros hasta el empaque de los mismos en cajas de cinco libras según su
tamaño, donde la mano de obra empleada eran mujeres que en una banda hacían la
limpieza de impurezas y luego los equipos se encargaban de clasificarlos según
el tamaño.
La mayor parte de las mujeres
eran afro caribeñas, black creoles de Bluefields que hacían diario el viaje a
El Bluff en un barco de la empresa y desarrollaban su jornada hablando de todo,
en inglés y a veces en español, creando un ambiente ameno, florecido por
amplias sonrisas y carcajadas sin descuidar su labor. No cabe la menor duda que
la mayor satisfacción eran los momentos del pago semanal en base a la planilla
de horas normales y horas extras liquidadas con rigurosidad.
Fue tan motivadora esa experiencia que un día mi padre,
White Bush Hill me dijo: ahora que ya ganaste tus pesos en tierra, te enseñaré
como se ganan en el mar, alístate que por la tarde vas conmigo a pescar. A
pescar en un barco camaronero llamado San Martín frente a las costas de El
Bluff. Todos los años, entre los meses de noviembre y enero, la flota de barcos
pesqueros salía por las tardes a realizar su faena cerca de la costa, donde el
conglomerado de estos daba la impresión de tener una ciudad vecina, con miles
de luces vivas e intermitentes, que se desplazaban en el horizonte durante las
noches. Era un espectáculo increíble, admirado por los caminantes desde la
esquina de Miss Lilian con la mirada fija en el Este, frente a la playa de El
Tortuguero.
Llegamos al muelle de los barcos pesqueros como a las
cuatro de la tarde. La tripulación se encontraba haciendo los preparativos para
la salida. En una hora mi padre hizo el recuento de todo lo necesario para
salir al mar: tripulación, chequeo del combustible, estado del motor, hielo,
estado de las redes, radio comunicación, luces, alimentos, agua y definición
del sitio de pesca. Una vez concluido el chequeo procedió a comunicarse por la
radio con otros capitanes de barco que iban a salir esa tarde. Entre estos se
comunicó con su hermano menor, Henry B. Hill, el que salía también esa tarde.
Se pusieron de acuerdo y en una hora el San Martín soltaba sus amarras del
muelle para hacer su maniobra de salida y enrumbarse hacia la barra. En menos
de quince minutos, el barco, con sus plumas extendidas, comenzó a ser golpeado
por las olas del mar y cambió un poco su rumbo hacia el noreste, cortando las
olas con la proa, navegando paralelo a la costa del puerto desde donde se podía
observar la loma y el faro. En la cubierta la tripulación observaba con cierta
melancolía la costa y la incertidumbre apareció en sus semblantes revelando
cierto grado de temor al sentirse nuevamente sin el contacto de sus pies sobre
tierra firme.
Una hora más tarde el San Martín navegaba a unas ocho
millas de la costa siempre en dirección noreste y comenzaba a caer la noche. Ya
se había perdido contacto visual con la costa y, cada vez más, se hacían
notorios los haces de luz del faro desprendidos de sus lentes de Fresnel,
advirtiendo la lejanía de la costa y creando a la vez una especie de sentido de
seguridad en la tripulación. Junto a mi padre, en la cabina del capitán, se
podía observar a los otros barcos pesqueros, emitiendo luces verdes los que
iban a la izquierda y luces rojas los de la derecha. Navegaban sin cesar a lo
largo de la costa, de sur a norte.
Después de la orden dada por White Bush, fue lanzada al mar
una red pequeña llamada “chango” de unos seis pies de largo y con capacidad de
capturar unas veinticinco libras las que se arrastraron por unos veinte minutos
para luego volver a subirlas. Una vez levantada la abrieron e iniciaron a hacer
el recuento. Quince camarones de los grandes bastaron para que inmediatamente
se diera la orden de lanzar las redes mayores.
“Es una buena prueba”, dijo mi padre, “vamos a lanzar las
redes grandes”. En esos momentos, todos los capitanes de barcos mantenían
constante comunicación por radio, surgían pláticas, algunas en español y otras
en inglés, sobre los resultados de las pruebas hechas, problemas con los barcos
y marineros, el estado del tiempo, sus expectativas de la captura así como de
los acontecimientos transcurridos en el puerto y, no lo dudemos, también sobre
las aventuras y los infaltables amores de marinos.
La noche estaba estrellada. La marejada era llevadera para
los marinos. Una brisa moderada proveniente del este golpeaba a estribor. Todas
las luces del San Martín estaban encendidas cuando se dio la orden de hacer el
primer lance de las redes mayores. Eran como las siete y media de la noche. En
un dos por tres la tripulación procedió a realizarlo de manera ordenada y con
sumo cuidado. Primero hicieron la maniobra de largar o “calar” el aparejo desde
la popa dando avances lentos, comenzando por la punta de las redes o “copo” que
es donde va a parar la captura, después las malletas, que son unos cabos de
nylon que va unidas a las puertas. En el instante de bajar las dos puertas, el
cuidado de los marinos estaba al máximo debido a que se debe ejecutar con la
suficiente pericia para evitar que se crucen. Estas puertas van sujetas a unos
cables de acero en su cara anterior los que tiene un largo suficiente para que
puedan llegar al fondo marino formando un “seno”, que en el extremo sujeto a
las puertas, va arrastrando en el fondo mientas el otro extremo va unido a la
maquina o “winche” que es el encargado de recoger el aparejo y es operado por
el winchero.
Acto seguido se procedió a bajar los cables que sujetan las
puertas con el sumo cuidado de que estén igualados debido a que un error en la
calada al arriarlos puede desgarrar el arte por completo. El winchero mostraba
su experiencia al ir frenando cada carrete donde se cobra el cable. Una vez
arriados estos, los marinos se mostraban alegres y amenos.
En ese instante el cocinero nos llamó a cenar. Unos hermosos
pargos rojos fritos, los que fueron seleccionados por él a la hora de levantar
el “chango”, acompañados de abundante arroz, tajadas de plátano fritas, café en
abundancia y el infaltable chile de cabro nos esperaban en la mesa comedor. La
cena fue amena, reían, hablaban de sus cosas y de las expectativas de la
captura. “Dentro de tres horas haremos el levante de la redes”, dijo mi padre. “Continuaremos
hacia el norte y al dar la vuelta lo haremos. Espero que descansen. La noche
será bastante larga. Te puedes acostar en mi camarote y duerme un poco. Te
despertaré a la hora del levante”, me dijo.
Me acosté con el estómago lleno y traté de conciliar el
sueño mientas escuchaba a mi padre hablar por radio y sostener conversación con
el winchero, el segundo al mando en el barco. El oleaje lo sentía más fuerte y
el ruido de motor no me dejaba dormir. Como a las once de la noche me despertó.
“Levántate, vamos a hacer el levante, vamos a dar la vuelta”, dijo.
Al salir a cubierta los marinos estaban listos para iniciar
el levante de la redes. La maniobra siguió el mismo proceso del lance, pero a
la inversa, empezando por recoger el cable hasta que subieron las puertas con
sumo cuidado para ser amarradas fuertemente y evitar así bandazos y accidentes
por su volumen y peso, desgrilletaron las malletas jalándolas con el winche
para terminar hasta llegar al final del saco, donde se encuentra la captura, el
que subió a bordo dando coletazos y los marinos se esmeraban con mucha fuerza
para sostenerlo. A ser levantadas en su totalidad, las redes fueron abiertas
por el copo y comenzó a salir la captura, similar a una avalancha, entre las
que caían camarones, peces, sardinas, tiburones pequeños, calamares, algas
marinas, pulpos, toda una variedad riquísima de vida marítima.
El San Martín ahora navegaba a menor velocidad en dirección
al sur, siempre paralelo a la costa, con todas sus luces encendidas y, a lo
lejos, el destello de las luces del faro era más tenue. Con la captura en la
cubierta, los tres marinos, entre ellos el pavo y el winchero, comenzaron a
realizar el proceso de selección, unos sentados en unos pequeños bancos de
madera y otros de cuclillas, cada quien con una canasta a su lado. Con una
raqueta jalaban, seleccionaban, descabezaban y depositaban los camarones en la
canasta. El pavo, un aprendiz de marino, seleccionaba los pescados, sardinas de
buen tamaño, langostas y otras especies de utilidad, echándolas en recipientes
diferentes. En esa labor pasaron más de una hora. Al concluir, la captura
rechazada fue tirada a la mar, empujada por una raqueta grande a través de las
escotillas de la cubierta.
El camarón descabezado fue lavado con agua a presión,
pesado y luego estibado en la bodega en hielo triturado. “Cuantas libras”,
preguntó mi padre. “Doscientas”, respondió el winchero. “Es un buen lance”,
comentó un marino. “Prepárense para el siguiente”, dijo mi padre y se dirigió a
la radio para conocer los resultados de los otros camaroneros. “Unos has sacado
un poco menos y otros lo mismo” dijo. “Es una noche buena, tienes buena suerte,
pero te veo pálido. Dormí un rato, cuando hagamos el próximo levante te
despierto”, agregó. “Me siento mareado”, dije. “Acuéstate que eso te hará bien”,
respondió.
El oleaje era más intenso lo que provocaba movimientos bruscos
del barco. La proa se hundía cortando las olas, volvía a levantarse e
inmediatamente se sentía un golpe de mar fuerte a babor ladeándolo unos treinta
grados a estribor. Como sin fuerzas, el San Martín volvía a estabilizarse para
nuevamente iniciar su danza entre las olas. Nunca pude conciliar el sueño, pero
sentía la suculenta cena moverse en mi estómago como si fuese la compañera de
baile del barco. De pronto caí en un estado angustioso, sentía la boca
salivosa, un leve dolor de cabeza y sudaba frío. Mi estómago no pudo soportar
más la danza del San Martín y sin darme tiempo para nada, vomité en el
camarote.
Escuche a mi padre decirme levántate, me agarró de un brazo
y la cintura llevándome a la cubierta para que continuara vomitando. Vomité
hasta lo que no tenía en el estómago. En ese preciso instante un barco se
acercó como a seis metros del San Martín. Era el barco de mi tío Henry y lo
escuche que gritaba diciéndome: ¡Ajá cabrón, ahora ya sabes cómo se ganan los
pesos que le pedís a tu papá! Me lo repitió dos veces pero no pude levantar la
mirada para ver su semblante porque nuevamente volví a vomitar una y otra vez. Tenía
una sensación de inestabilidad y desequilibrio lo que provocaba un estado se
inseguridad desagradable. Estaba padeciendo el “mal del navegante”. Mi padre me
sostenía y daba golpes leves en mi espalda lo que me hacía sentir seguro. Al
ver que deje de vomitar me llevó al camarote, me dio a beber un vaso de agua,
abrió la ventana y me dijo que me quedara quieto viendo en un punto fijo y que
tratara de dormir. Agotado y sin fuerzas, deseando estar en tierra firme, me
quede dormido.
Desperté y me sentí desmoralizado. Mierda, pensé, se van
a reír de mí. Al verme mi padre me dijo que pronto llegaríamos a El Bluff y que
ya se podía ver la loma y el faro. Sin fuerzas me levanté y salí a cubierta. Me
di cuenta que ya habían hecho el último lance porque tiraban los desechos al
mar. No te ahueves, me dijo el “pavo”, todos hemos vomitado más de una vez,
nadie se escapa de eso. Sentí un poco de alivio y la brisa llenó mis pulmones
de aire fresco, aire de mar. Miles de aves marinas, gaviotas, pelícanos y
tijeretas, nos acompañaban con los alegres sonidos de su canto, dándose un
festín con los desechos que salían por la cubierta.
Al llegar al muelle y caminar hacia la casa aún sentía como
que estaba navegando en el San Martín. “Pronto te sentirás mejor, dijo mi
padre. “La vida de mar es dura y no es para todos, ahora ya lo sabes”, agregó.
Si, respondí, nunca lo olvidaré.
Ronald
Hill Álvarez