A las once de la mañana pocos
clientes concurren al mercadito campesino que se instala todos los viernes frente
a la acera de la Alcaldía. Recorro cuatro toldos en busca de naranjelas para
hacer fresco con ellas; al llegar al final de la hilera un anciano de cabello
blanco, cubierto con un sombrero de paja, saborea un nacatamal en el borde de
una mesa.
Dos hombres conocidos están sentados
a la orilla del toldo que delimita el espacio que queda libre para que circulen
los vehículos en doble vía. Desde allí, el punto más elevado de la calle,
observo que las mesas también están ralas de productos. Al fondo, en dirección a la Alcaldía, más de
diez motocicletas están parqueadas con sus llantas delanteras pegadas a la
cuneta. “Vino muy tarde”, dijo una de las mujeres que siempre vende plátanos y
guineos, “el lunes puede encontrar, los de los Ángeles siempre traen”, agregó.
Regresé la mirada hacia el anciano y noté que se limpiaba la boca con
un pañuelo. Le pedí permiso para tomarle una foto con mi teléfono. Sin decir
palabras se alejó un poco de la mesa, guardó su pañuelo y se quitó el sombrero.
“Con sombrero va a quedar más elegante”, le dije y se lo volvió a poner.
— ¿Cómo
se llama usted? —pregunto dándole la mano.
Las voces de las mujeres que
ofrecen sus productos, las de las que se acercan a los toldos preguntando por los precios,
los hombres que platican al lado y el sonido de un vehículo que pasa pitando,
no permiten que me escuche con claridad. Me acerco casi pegándome a su oído
para preguntarle nuevamente.
— Cesario
Betancourt Pérez —responde con su voz cansada pero firme.
— ¿Qué
edad tiene?
— Yo
tengo… ochenta y… seis años.
— ¿En
qué año vino a Nueva Guinea?
— Me
vine para acá en 1972.
— ¿De
dónde es originario?
— De
Honduras, de San Marcos de Colón, pero me vine porque mi papá fue casado con
una señora llamada Isabel Pérez, originaria de Pueblo Nuevo. Así fue que llegué
a León.
— Entonces,
se vino para acá y compró finca.
— ¡No,
no le voy a mentir hermano, me la regalaron!
— ¿Quién?
— En
los tiempos cuando estaba Tacho Somoza, Tacho me la regaló. Entraban camiones a
las Marías, la comarca donde yo vivía, y los hombres nos decían que a los que
se vinieran para Nueva Guinea les iban a dar tierra; “les vamos a hacer su
casa, van a tener todo y ya no van a seguir siendo esclavo de los ricos”. Mi
esposa andaba en una oferta en Matiguás pero yo les dije “me voy, sin tamales pero
me voy”.
— Y
se vino. ¿En avión?
— Sí,
en avión, allí donde era la pista me apearon.
Miro hacia donde señala y un avión
Hércules de la fuerza aérea Panameña está estacionado en el extremo este de la
pista; otro sobrevuela los alrededores en el cielo azul de abril, a la espera de
que se disuelva el tumulto de gente para aterrizar. Los campesinos recién
llegados caminan desorientados, aferrados a sus bultos y sacos mientras los trabajadores
del IAN gritan dando orientaciones para que hagan fila y se dirijan hacia una
caseta donde registran sus datos.
— ¿Vino
solo o con su esposa?
— Con
mi esposa.
— Y
después, ¿para donde lo mandaron?
— Después,
allí nos daban provisiones, un saco de pan, manteca y todo, estábamos muy
alegre porque eso no lo teníamos, éramos pobrecitos, yo vivía a la orilla de un
río. Todos los días me tenía que levantar a las tres de la mañana para ir a
trabajar en los algodonales.
— ¿Y
entonces, donde le dieron la parcela?
— Allá,
cerca de la colonia Rubén Darío.
— ¿Cuánto
le dieron?
— Me
dieron 50 manzanas.
— ¿Y
allí permaneció por mucho tiempo?
— Sí, en esa época se abrieron los créditos para
criar chanchos que nos daba el banco, pero le hice una solicitud para ganado y
me dieron dos vacas paridas, una bestia y un macho. Mire, con esas dos vacas
paridas yo hice veinte. Cuando la guerra de los años ochenta eso era lo que
tenía. Estaba bien, tenía mi carreta, mis tres pares de bueyes, mis bestias
para andar y viajaba tranquilo a la finca porque yo vivía en La Esperanza; me
iba montado siete kilómetros por el camino a la Rubén Darío.
“Sólo tengo sembradas dos
manzanas de frijol rojo, ¿y vos?”, pregunta el hombre de gorra y bigote que
está sentado a la orilla del tubo que sostiene el toldo. “Una para la comida y
para no volver a perder”, contesta el otro, el que está al lado de la vía. “Se
acabaron los tiempos de las grandes frijoleras, ya es demasiado lo que se
pierde cada año”, agrega el de bigote. “A diez pesos cada uno”, dice la mujer
de la venta de nacatamales, sosteniendo en su mano derecha un hermoso tamal que
muestra a una señora que husmea en su mesa.
— Y
cuénteme, ¿cómo pasó esos tiempos de guerra?, le pregunto a don Cesario.
— ¡Ahhh!, ¡todos mis animales se los robaron, se
los comieron! Llegaban unos y otros, los de la contra y los del ejército. “Nos
vas a dar una vaca, un ternero”, me decían; qué iba a hacer, se los comían. Un
día vengo de la parcela y al bajar un caño me salió la contra. “Es cierto que
vos tenés un hijo que es artillero, que anda con los sandinistas”, me dijeron.
No tengo hijo que anda con ellos, es un nieto. Vos sabes que los hijos cuando
están hombres deciden lo que van a hacer, ya no hacen caso, les dije. Me
metieron al monte, me investigaron todo, uno de ellos me quería llevar, otro me
amenazaba con una pistola, pero otro que era conocido, porque yo le había hecho
un favor, les dijo que no me hicieran nada. Mire cómo son las cosas: me
soltaron.
— ¿Y
después?, ¿se salió de la finca?
— Sí,
amigo. Tuve miedo, mal vendí todo y logré comprar una casita en la zona 5 donde
vivo ahora.
El hombre de bigote dejó de
hablar sobre los cultivos y su parcela, se volteó hacia el lado de la mesa
donde estaba sentado el anciano y se metió en la plática. “Eso es lo que les va
a pasar a los campesinos que viven en la ruta del canal si no se organizan, si
cada uno negocia por su cuenta con los chinos no volverán a comprar lo que
ahora tienen en esos lados de Punta Gorda”, dijo. El otro se quedó pensativo
mirando al anciano. La mujer se acercó y con sutileza retiró el plato donde
quedaban las hojas del nacatamal que se había comido.
— ¿Y
su señora?
Dos empleados de la Alcaldía se
montaron en sus motocicletas, se pusieron los cascos, las encendieron de una
patada, giraron a la izquierda, maniobraron con rapidez pasando pegadito a los
hombres que estaban a la orilla del toldo y el ruido de los motores se dejó de
escuchar hasta que doblaron a la derecha, perdiéndose por la calle central.
— Ya
murió, pero mire, yo he luchado toda la vida. Quisiera que llegara a mi casita,
quiero que me visite, de la esquina de Rubén Darío a la media cuadra estoy yo,
pegado a Alberto Blandón.
— Está
bien, amigo, un día de estos llego.
La vida del campesino es dura, lo han marginado y explotado históricamente, pensé al llegar a casa. Han sido
golpeados triplemente. A unos, Somoza les dio hacha, calabaza y miel, y a otros,
los desalojó de sus tierras; en los años ochenta fueron evacuados por la guerra
perdiendo todo, otros se involucraron en el conflicto armado por la fuerza y,
para remate, el huracán Juana con sus bosques acabó. Hoy, esos mismos
campesinos que retornaron a sus tierras para comenzar de nuevo, una vez
finalizada la guerra en 1990, sus mujeres, sus hijos y nietos, ven el futuro
incierto por los planes de construir un
canal interoceánico que los mantiene en zozobra. ¿Volverán a ser golpeados?, sigo preguntándome.
30/11/2014