Al regresar de clases debía
limpiar el corredor de la casa de mi abuela; primero sacudía las mecedoras, las
dos ventanas del frente y el swing. Después barría y lampaceaba el piso de
ladrillo rojo. Siempre lo hacía por las tardes porque por las mañanas iba a
estudiar a Bluefields. No recuerdo si estaba barriendo o lampaceando, pero él
llegaba todas las tardes. Lo miraba encaminarse por el lado del cementerio de
la Iglesia, después de salir del barrio en que vivía y cruzaba la carretera de
piedra en dirección a la casa. Saludaba a mi abuela y se sentaba en el corredor
con sus piernas colgadas del piso, golpeando el muro con la suela de sus
zapatos tenis. Allí, sentado en el piso, lo miraba de espalda como un
hombrecito perezoso, sin ganas de hacer algo, ni siquiera hablaba, pero estaba
atento a la gente que caminaba por la carretera en dirección a la Iglesia, la
cancha de básquet, las cantinas o hacia la planta de la Booth.
Mi abuela regresaba a sus
quehaceres después que lo saludaba. Yo seguía en mis labores y nunca me cruzaba
palabras, sólo me quedaba viendo de lado, a su izquierda y a su derecha, de
arriba abajo, y de abajo a arriba desde el piso donde estaba sentado. Yo en
esos tiempos era chavala, cursaba el segundo año en el Instituto Cristóbal
Colón. Lo recuerdo porque fue en ese año que comenzamos a usar el uniforme con
una falda cuadrada color café, similar a la falda irlandesa llamada Kilt que
usan los hombres de esas tierras. Regresaba a la casa y lo primero que hacía
era cambiarme el uniforme por un short cortito que usaba al igual que todas las
chavalas de mi edad. El hombrecito me miraba girando la cabeza con sus ojos
gatos brillantes y con sus manos se sobaba la barba larga y canosa,
sobresaliéndole las uñas larguísimas de sus dedos meñiques. Su mirada era rara,
profunda y perdida como si estuviera ausente, pero cuando alguien pasaba por la
carretera o mi abuela, mi prima o mi primo salían al corredor, el dejaba de
hacerlo y se reía solo.
Nunca me dirigió una palabra, nunca
me dijo ¡Hola María del Carmen!, ni siquiera cuando visitaba a Lastenia, su
hija. Éramos compañeras de clases y viajábamos en La Lesbia, la lancha que nos
llevaba a Bluefields y en la que regresábamos a El Bluff después de clases.
Terminaba mis quehaceres y pedía permiso para ir donde ella por el mismo camino
en que él aparecía, dejando a mi izquierda el cementerio para dirigirme a su
casa. Era una casa de minifalda, con una sala comedor y tres habitaciones, una
de su mamá y él, otra de sus tres hermanos y la de Lastenia. En la parte
posterior de la casa, debajo de unos palos de coco, de mango y marañones había
una perrera donde mantenían amarrados tres perros y habían construido tres
cuartos que le alquilaban a unas mujeres misquitas que habían llegado al
puerto. Hacíamos las tareas entre las dos y luego, cuando aún era temprano,
íbamos a la ensenada que quedaba frente a la casa desde donde disfrutábamos la
brisa marina que nos llegaba de frente, observábamos el faro, los barcos que
navegaban por el canal en dirección al río Escondido y la playa de El
Tortuguero. Un día se nos hizo tarde por estar viendo subir un bote en la playa
y, al regresar a casa de Lastenia, él estaba esperándola enfurecido. “Chavala
desgraciada, chavala vaga, cuántas veces te he dicho que no salgas de la casa”,
le dijo con un chilillo en la mano. Me dio un gran temor que salí corriendo hacia
mi casa, sin despedirme de Lastenia. Desde el camino escuché su llanto.
No volví a visitarla hasta muchos
años después, pero aprovechábamos la hora del viaje de ida en el barco para
revisar las tareas aunque ella siempre se encontraba apenada y con una profunda
tristeza. Siempre pensé que su timidez era natural, que era parte de su
carácter de chavala, pero desde la vez que lo vi con el chilillo y escuché su
llanto supe que era debido a él. Nunca le hice comentario sobre lo sucedido ni
ella a mí.
Lastenia llevaba una vida
miserable por culpa del maltrato que le daba a tal grado que dejó de hablarle a
Mansel, un muchacho estudiante que la cortejaba en los viajes y terminó siendo
su novio. Alguien le llegó con el chisme y la obligó a que dejara de hablarle.
Estaban enamorados, yo lo sabía, con sólo verla se notaba en sus ojos una
chispa de alegría cuando estaban juntos. Mansel no se dio por vencido, se las
ingeniaba para verla: una noche se escabulló entre los arboles del patio de la
casa y lo descubrió por el alboroto que armaron los perros que soltaba al
anochecer. Sin bastarle eso, ahuyentarlo con los perros, lo sentenció frente a
la casa de sus padres. Mansel dejó de viajar en el barco y de asistir a clases.
Después me di cuenta que había enfermado, que su mamá lo había llevado donde
todos los médicos de Bluefields y no lograron que el pobre pudiera hacer sus
necesidades fisiológicas casi un mes después de pasar todos los días en el
intento. La pobre mamá de Mansel y toda su familia estaban desesperados. A mí
me contó una prima que el pobre pasaba largas horas sentado y quejándose en el
inodoro, y que una vez lo vio con unas inmensas ojeras, flaco pero reflaco, con
el estómago crecido de tanta cochinada retenida por más de un mes. Tal era la
desgracia del pobre que no podía defecar pero el apetito lo mantenía
hambriento, devoraba como enloquecido todo lo que fuera comida. Desesperada la
mamá de Mansel, por consejo de sus amigas Blofeñas, hizo un viaje hasta
Raitipura en la Laguna de Perlas donde un Sukia le preparo una contra para
liberar al pobre de la brujería que sufría y que todos en el puerto a él le achacaban.
Por temor a que le sucediera algo peor sus padres lo mandaron a estudiar a
Chontales. Desde entonces Mansel no pone un pie en El Bluff, si lo hace le da
un hambre feroz, deja de defecar y se le hincha el vientre de cochinadas.
Fue entonces cuando me di cuenta
que el papá de Lastenia hacía brujerías. Sentí un enorme temor y cada vez más
compasión por ella. Cuando miraba que cruzaba la carretera para dirigirse a
sentarse al corredor, dejaba de hacer mis quehaceres y salía corriendo hacia el
cuarto con desesperación, el cuerpo me temblaba de miedo. Al verme mi abuela en
ese estado le tuve que contar la forma en que me miraba y ella se encargó de
que no siguiera llegando al corredor de la casa. ¡Por favor no regrese a mi
corredor! ¡No me gusta como mira a María del Carmen!, le dijo.
Siempre pasaba a la misma hora.
Salía por el mismo lado, detrás de la iglesia, del lado del cementerio,
caminaba por la carretera, cruzaba el cine y se iba a sentar a las gradas del
dispensario sin volver a ver la casa. Siempre estaba solitario; desde allí
miraba pasar a la gente y jugar a los chavalos basquetbol y voleibol en la
cancha. Sus hijos varones también jugaban con los otros chavalos del puerto,
pero les daba una vida de constantes reprimendas, una vida de militar como la
que él tuvo cuando fue miembro de la Guardia Nacional.
No sé exactamente de donde era
originario pero mi tío José un día comentó, unos días después que mi abuela lo
corrió del corredor, que desde joven se había metido a la guardia. En esos
años, con tanta pobreza que había y tan pocas oportunidades para salir adelante
en la vida, ser miembro de la guardia era una alternativa para sortear los
obstáculos que debemos enfrentar. Y por eso resultó sirviéndole la comida a los
guardias y a los presos de la loma de Tiscapa. Cuántos años estuvo allí no sé,
pero fueron varios haciendo lo mismo y poco a poco, los males a todos se nos
pasan, le fue cogiendo gusto a eso de maltratar a los presos. Les tiraba la
comida, les gritaba obscenidades y así siguió actuando hasta que se involucró
en las torturas. No me gusta decirlo, te lo confieso, pero ya que te interesa
tanto te dejo claro que fue por otras personas que escuche decir que a los
presos les hacía barbaridades: le encantaba sacarles las uñas de los dedos de
la mano, por eso creo que él se las dejaba crecer para no olvidarlo, mezclaba
la comida para los presos con sus propias heces y orina, les propiciaba choques
eléctricos y hacía las veces de odontólogo con alambres y punzones hasta que se
desmayaban. Fueron tantas barbaridades que se prestaba a hacerles que los
propios jefes se lo prohibieron porque pensaban que estaba fuera de su cabales.
Por esa abstinencia de torturas trató de fugarse de la loma de Tiscapa saltando
un muro hasta caer en las laderas de la laguna, pero los guardias lo buscaron
al darse cuenta y lo atraparon. Los encarcelaron y estuvo preso varios meses.
Privado de sus fechorías, en la soledad su celda daba gritos de día y de noche
hasta que el propio Somoza tuvo que intervenir. El general se apiadó del pobre
y como en la mayoría de los casos que enfrentaba de guardias mal portados y
delincuentes, lo trasladó al Bluff, la última península de la Costa Atlántica
habitada, como castigo.
Se presentó al cuartel de la
guardia con su hoja de traslado sin que señalara los motivos pero los oficiales
tenían información de la prenda que les enviaban. Le asignaron el cargo de
asistente de cocina porque no sabía nada de mecánica, oficio tan necesario para
mantener brillantes los motores de los guardacostas que casi siempre
permanecían atracados en la parte del muelle asignado a ellos y que todos
llamaban el muelle de los guardacostas. Un mes después de su llegada mandó a
traer a su familia y construyó, poco a poco, la casa que ocuparon de por vida
al otro lado del cementerio. La maña de las torturas no se le quitó, pero
debido a que en el puerto nunca había prisioneros, la practicaba con perros
vagabundos que atrapaba en el mini mercado de doña Bernarda Rocha, ubicado al
bajar las gradas, detrás de cuartel. Al teniente Sandino no le gustó ver las
barbaridades que les hacía y le dieron de baja definitiva.
A sus hijos varones les procuraba
entrenamiento militar en la playa de El Tortuguero. Los hacia correr con palos
en el hombro hasta Falso Bluff dos veces por semana y les decía “mis
combatientes”. Eran tan estricto con ellos que desde el andén del dispensario
los vigilaba mientras jugaban en la cancha con sus amigos del puerto. Una vez
finalizado los juegos salían disparados hacia su casa. Una vez que llegaron a
adolescentes, uno por uno se fueron de la casa, abandonaron El Bluff y se
fueron a otros países en busca de mejores horizontes llevándose a su madre mientras
que Lastenia permanecía sola con él.
Fue en esos años, ya más viejo y
retirado de la guardia, que su fama de brujo creció en el puerto. Las dueñas de
burdeles y cantinas de El Bluff eran parte de su clientela porque le pedían sus
oficios para mejorar los negocios. Para ello, el hombrecito de ojos gatos y
barba larga canosa, vestido con un overol azul y calzando sus zapatos tenis, se
levantaba de las gradas del dispensario y caminaba hacia el Vietnam por el lado
de la casa de don Chon Benavidez. La dueña lo esperaba con lo que necesitaba
para hacer el riego de la prosperidad: cuatro velas verdes, agua mineral, una regadora,
cerveza, esencia de ruda, agua de coco y miel. Con estos ingredientes el
hombrecito mezclaba en la regadora un litro de agua mineral, agua de coco, una
cucharadita de miel y un vaso de cerveza. Después de batirla le echaba a la
regadora la esencia de ruda. Con ese brebaje comenzaba a regar la puerta el
local desde dentro hacia fuera y cuando terminaba encendía en la puerta de
entrada las cuatro velas verdes formando los puntos cardinales (Norte, Sur,
Este y Oeste) y las dejaba arder hasta que se disipaban. ¿Qué cómo lo sé? Era
conocido por todos los Blofeños porque el hombrecito hacia lo mismo en todas
las cantinas y putales los días viernes al mediodía. Y le daba resultados
porque hervían de hombres todos los días. A las mujeres les enseñó cómo atraer
clientes y la práctica más difundida entre ellas era la oración del puro.
Todos estos favores que le hacía a
los prostíbulos, cantinas y mujeres le fueron bien remunerados, pero también
tenía la simpatía de los marinos y pescadores porque les hacía el ritual del
amarre para que sus mujeres no les fueran infieles durante la ausencia. Les daba
resultados porque, cuando los marinos mercantes volvían al puerto, pasaban en
dirección a la casa del hombrecito con paquetes y regalos. Los pescadores
también eran generosos con él porque lo miraba pasar para su casa con gajos de
pescados, langostas y cajas de camarones que le regalaban en el muelle de los
barcos pesqueros de la Booth.
Con sus hechizos y brujerías
prosperó en el puerto a tal grado que por su popularidad entre los necesitados
de brujerías, le llegaban clientes desde Bluefields. Los bluefileños, mestizos
y creoles, dejaron de requerir servicios de los Obeah Man que vivían en los
barrios creole de la ciudad como Old Bank, Cotton Tree y Beholden, y poco a
poco estos se fueron quedando sin empleo por la fama que tenía. Los vientos del
sur también llevaron los rumores de sus buenos oficios a las comunidades de la
cuenca de Pearl Lagoon, principalmente Tasbapounie, Kakabila y Raitipura, donde
los Sukia fueron perdiendo su clientela histórica. En tiempos de su auge se
miraba caminar gente extraña por el andén de El Bluff que se dirigía hacia su
casa ubicada al otro lado del cementerio. Pero como en esta vida la prosperidad
de unos es mal vista por otros, los Sukia y los Obeah Man unieron fuerzas y
destrezas para contrarrestar su popularidad mediante conjuros que
deshabilitaron la eficacia de los rituales que le hacía a sus clientes, le iban
quitando vida y en menos de un año se convirtió en un viejito enclenque que
solamente podía caminar con un bastón.
Todo ese tiempo Lastenia se
encargó de cuidarlo, nunca lo abandonó, pero llegó un día en que ya no pudo
soportarlo. Fue cuando Lastenia se presentó en la casa de mi abuela preguntando
por mí, muchos años después de aquellos tiempos en que viajábamos como
estudiantes a Bluefields. Salí al corredor y allí estaba ella con los ojos
rojos, demacrada y enflaquecida que casi no la reconozco. Me puso al tanto de
lo que le sucedía y me pidió que la acompañara a su casa. Sentí tanta pena y compasión
por ella que me vestí apropiadamente y partimos juntas en la oscuridad por el trecho
del camino pegado al lado del cementerio.
Al cruzar el umbral de la puerta sentí
un ambiente espeso, sofocante, impregnado por el aroma del alcrebite quemado,
la bujía de la sala se apagaba y encendía sin que nadie tocara el interruptor y
comencé a escuchar lamentos provenientes de una de las habitaciones. Seguí
avanzando detrás de Lastenia y cuando ella abrió la puerta de la habitación allí
estaba él en una cama. La bujía de la habitación también se apagaba y se
encendía sola al igual que la de la sala y en esa intermitencia de luz lo fui
observando. El hombrecito había enflaquecido tanto que era un costal de huesos,
había perdido el cabello, la barba de antes era una hebra larga de pocos pelos,
sus ojos gatos estaban apagados y observaba fijamente el techo, todo en él se
había desvanecido menos las uñas de sus dedos meñiques que le habían crecido
tanto que así acostado en la cama se extendían más allá de sus pies descalzos.
Lastenia le habló y el comenzó a respirar afanosamente como ahogándose en el intento e inició a quejarse cada vez más
fuerte sin mover ni siquiera los pies hasta que los quejidos se convirtieron en
gritos de horror que se elevaban en intensidad siguiendo el ritmo del destello
de la bujía al encenderse y bajaban al apagarse. No pude soportarlo y salí
corriendo de la habitación y fue allí cuando me di cuenta que los perros
aullaban fuera de la casa siguiendo en sintonía los gritos espantosos que el
daba dentro de la habitación. Salí al patio y vi que los vecinos se encontraban
afuera de sus casas impresionados por lo que sucedía.
Lastenia dijo que ya no sabía qué
hacer, que llevaba tres meses de día y de noche en esa situación y que los
vecinos estaban enojados porque no los dejaba dormir. Traté de calmar su
angustia y una de las mujeres misquitas, inquilina de uno de los cuartos, dijo
que eso sucedía porque le habían hecho una brujería, un maleficio de venganza y
que ella conocía a un Sukia de Puerto Cabezas que podía liberarlo. Entre los
vecinos y la misquita logramos convencer a Lastenia de sacarlo de la casa para
ubicarlo en uno de los cuartos que estaba desocupado y así ella podría
descansar hasta que la misquita diera con el Sukia de Puerto Cabezas y lo
liberara de esa inconclusa agonía. Regresé a casa y puse al tanto de los que
sucedía a mi abuela y al tío José. Logré que me dieran permiso para acompañar a
Lastenia un rato por las noches y así lo hice hasta el día que la misquita
apareció una tarde con el Sukia de Puerto Cabezas.
El Sukia lo auscultó en el cuarto
que ahora ocupaba y nos permitió, a Lastenia y a mí, que lo acompañáramos. Le
quitó toda la ropa hasta dejarlo desnudo y comenzó a limpiarle el cuerpo con un
trapo humedecido en una pana que contenía alcohol y unas pelotitas de alcanfor.
Le ayudamos a girarlo y quedé horrorizada cuando vi la punta de sus vertebras
casi por salirse de la piel. Al terminar lo volvimos a colocar boca arriba, lo vestimos
y le sujetamos las manos y los pies con un mecate por instrucciones del Sukia.
Así, con una tijera bien afilada, el Sukia comenzó a cortarle pedacito por
pedacito cada una de las uñas mientras él daba alaridos espantosos cada vez que
la cortaba, desprendiendo con cada trozo un emanación igual a la del cabello
quemado. Dos horas después el Sukia dijo que estaba sin fuerzas y debía
descansar para esperar y ver como respondía a su cura, a mi mano, dijo, y la
misquita lo llevó a su cuarto de alquiler para que descansara y se alimentara.
Yo seguí al lado de Lastenia que estaba sin fuerzas, desesperada y con un
rosario en sus manos rezaba pidiendo por su padre.
Ya entrada la noche, a eso de las
siete, comenzó nuevamente la agonía desesperante. El Sukia acudió al cuarto y
estuvo solo con él por un rato. Luego llegó a la casa donde nosotras estábamos con
un saco en sus manos y dijo que tenía que visitar el cementerio. Lastenia se
puso histérica, decía que para qué, que no entendía lo que el Sukia quería
hacer con su padre y la misquita le explicó que el Sukia iba a ponerle fin a la
agonía, que lo liberaría de los malos espíritus que se habían apoderado de su padre
y para lograrlo debíamos hacer lo que nos indicaba.
La mujer misquita marchaba
adelante alumbrado el camino con una linterna, la seguía el Sukia y nosotras atrás
de ellos. Entramos por el lado sur. Al pisar el camposanto el Sukia habló con
la misquita y nos dijo que necesitaba encontrar dos tumbas, la más antigua y la
más reciente. No tardamos mucho tiempo en encontrarlas pues tanto Lastenia como
yo conocíamos muy bien la ubicación por el hecho de ser un lote de terreno
pequeño. En cada una de ellas el Sukia se arrodilló frente a las lápidas, tomó
tierra con grama de sus cuatro lados depositándola en el saco hasta llenar tres
cuartas partes del mismo y dijo que regresáramos.
En el cuarto los gritos eran
intermitentes como el destello de las luces, se elevaban en intensidad al
encenderse la bujía y disminuían al apagarse en cuestión de segundos. Los
cuatro estábamos de pie observándolo. El Sukia dijo que debíamos desnudarlo
nuevamente. Lastenia procedió a desvestirlo mientras el Sukia formaba una cruz
con la tierra y grama del cementerio en el centro del cuarto, encima acomodó la
ropa que se le quitó y le pidió gasolina y fósforos a la misquita. Lastenia comenzó
a llorar y temblaba por el temor a lo que desconocíamos y que estaba por
suceder. Al verla en ese estado me acerqué a ella y nos abrazamos. La misquita
regresó con un recipiente y los fósforos. El Sukia regó con combustible la ropa
amontonada sobre la cruz de tierra y encendió un fósforo. El tiempo se detuvo y,
mientras la bujía se apagó por una milésima de segundo, vi el destelló del
fosforó encendido que caía girando lentamente en dirección a la cruz de tierra con
la ropa. Al hacer contacto hizo una explosión que reventó en miles destellos
azules y desprendió una humareda pestilente que se apropió del cuarto junto con
los gritos de desesperación que el hombre pegaba desde su lecho agonizante. La
luz de la bujía aceleró su intermitencia, los perros aullaban como enloquecidos
alrededor del cuarto y el Sukia hacía invocaciones en su lengua con los brazos
elevados sobre la humareda. Volví la mirada y vi que de los ojos del hombrecito
corrían lágrimas mientras la humareda se disipaba, la intermitencia de la bujía
se detenía junto con los aullidos de los perros y el aroma de alcrebite desaparecía.
Lastenia corrió al lado de su padre y se arrodilló en su lecho, vi que murmuró
unas palabras, dio un suspiro profundo y dejó de respirar.
Al día siguiente lo sepultamos en
el cementerio, detrás de la capilla de la iglesia. Fue un sepelio lúgubre en el
que solamente unos cuantos vecinos acompañaron a Lastenia. Siempre le seguí
haciendo compañía y un día le pregunté sobre las palabras que su padre murmuró
antes de ser liberado de la brujería que le habían hecho. “Perdóname hija, perdóname por toda la
familia para descansar en paz”, eso dijo Lastenia que habían sido sus últimas
palabras.
Con el paso de los meses Lastenia
se fue recuperando poco a poco, había ganado unas libras de peso y en su rostro
se notaba la paz que había alcanzado. Nunca se casó, sus últimos años lo vivió
en soledad en la casa donde una noche vi a un Sukia liberar a su padre, al
brujo del Bluff, de una agonía interminable.
26/07/17