domingo, 31 de julio de 2022

UN POEMA EN LA ARENA

 


Temprano por la mañana.

Un viaje inesperado.

Jeep, carretera, hotel,

panga, bahía, arena.

 

Sentado en el alto tetraedro,

unidos por miles forman un brazo,

tetrápodos cerrando una herida,

recuperando la playa del mar.

 

Una pareja corre tambaleante en la arena,

sonríe contra el viento y las olas.

En su alrededor picotean gaviotas

y pelícanos en bandadas cruzan la escena.

 

Una mototaxi roja se aproxima,

inaudible deja atrás el verdor de la loma del faro.

Se ralentiza en la arena profunda

y los tetrápodos frenan su avance.

 

Allí viene una familia de cinco.

Tres niños corren a los arbustos.

El hombre va tras ellos con un balde de plástico.

Mamá sacude su falda, quejándose un poco.

 

El viento del noreste desprende

palmas del techo de los ranchos

y el oleaje socava sus cimientos

ayudado por negociantes de arena.

 

Los niños saborean icacos.

Papá carga el cubo de plástico.

Mamá sonríe y dice adiós.

Caminan festejando sus pasos.

 

La pareja en madera de balsa se explaya.

Cabello negro largo y rizado el de ella.

Segura y sonriente, enamorada,

entre los hombros del él.

 

Caminantes van al norte y vuelven al sur.

Cuerpos cansados, raída y sucia la ropa.

Esperanzas en sus pasos y ojos gatunos.

Bendiciones empacadas buscan al ir y venir.

 

Sentado con los pies al aire,

el viento en la espalda y el rugir del oleaje.

La marea arrastra la puesta del sol.

Gruesas y gordas nubes lo cubren de chocolate.

 

Los niños corren, gritan en la arena.

Los enamorados se besan.

El oleaje se calma.

Los caminantes desaparecen.

 

En el hotel frente a la cabaña,

todo se nubla, estoy cansado.

Entro a la cama, en calma busco

un poema en la arena.

 

 

sábado, 30 de julio de 2022.

Foto propia.

domingo, 24 de julio de 2022

EL MEJOR RELOJ DEL MUNDO


Tener un buen reloj siempre ha sido un deseo de los jóvenes, y en el puerto de El Bluff, los ostentaban, a tal grado que hacían competencia para lucirlos en una época que nunca volverá. En cada viaje de los barcos mercantes como el Cubahama, Mar Freeze, Red Diamond, Don Alberto o Mary Nicole, muchos esperaban su reloj nuevo de las mejores marcas: Timex, Bulova, Zenith, Seiko y Zodiac.

En el muelle se miraban ansiosos, esperando la llegada de los barcos y a sus amigos que eran marinos mercantes. Ropa, jeans y camisetas, y zapatos, además de relojes, eran los encargos más frecuentes de los jóvenes. Se pedían según catálogo que los marinos traían de las tiendas de los puertos donde atracaban: Tampa, Brownsville, Corpus Christi y Nueva Orleans. Así, desde la comodidad de casa, decidían el tipo de artículos y modelos que querían y, dos o tres semanas después, estrenaban.

A la espera del Cubahama se encontraban varios chavalos del puerto, entre ellos Kalilita y Pilón, desde las 9 de la mañana de un día sábado. Los acompañaban el Sapo, Zamba Larga y Mario Tachita. Estaban arrimados a la pared de la bodega de la aduana, sentados en tablones de caoba apilados para luego ser subidos por los estibadores a las bodegas de los barcos. Conversaban amenamente y reían porque pronto tendrían sus encargos.

Desde la bodega de la aduana, con sus pasos de gigante y caminar corneto, don Abraham Rodríguez, alías Tapalwás, llamado así con cariño por los habitantes del puerto, se acercó a ellos con su mirada pícara y una amplia sonrisa.

—Allí viene Tapalwás —dijo Kalilita y ladeó la cabeza indicando la dirección por la que se acercaba don Abraham—. Se ve sonriente, de seguro anda con sus cachimbazos.

Mario Tachita, Zamba Larga, Pilón y El Sapo volvieron sus miradas hacia don Abraham que los saludaba de manos en la distancia. Iba vestido de pantalón ancho, color café, almidonado, de ruedo volteado y recogiéndose sobre las botas puntas de ala que calzaba. Su camisa era de mangas largas de color celeste cielo y se notaban las mangas de la camisola blanca que usaba por dentro.

—¡Hola muchachos! —saludó Tapalwás.

—¡Hola don Tapalwás! —respondieron al unísono.

Entre ellos se cruzaban miradas de complicidad, pero tanto les habían inculcado sus familiares que a los mayores se les debía respeto, que le dieron la bienvenida con agrado. Si se hubiese tratado de otra persona que no deseaban tenerla a su lado, con seguridad sus modales serían grotescos, pero se trataba de Tapalwás.

—Un pajarito cantor me pasó soplando que por aquí esperan barco —dijo Tapalwás—. Se recogió el pantalón y se sentó en un tablón de caoba.

—¿Usted también espera barco? —preguntó Pilón.

—No, no, ya tengo suficientes cosas en mi vida —respondió Tapalwás después de sentirse cómodo y escrutar con la mirada los pensamientos de los cinco. —¿Qué les traen? —.

Se miraron indecisos, pero El Sapo, Mario Tachita y Zamba Larga se levantaron de los tablones para estirar las piernas. Desde allí observaban los barcos pos pos provenientes de Bluefields que maniobraban para atracar en el muelle y el ir y venir de pangas con las estelas de espumas que desprendían de sus motores fuera de borda en las aguas limpias de la bahía en esa mañana soleada de verano.

—A mí me traen un par de zapatos, pero a Kalilita y a ellos un reloj —dijo Pilón.

—¡Sos un gran tapudo! —dijo Kalilita.

—No te enojes, no vale la pena enojarse —dijo Tapalwás. —Lo que sucede de día y de noche, aun cuando sea a escondidas, en este lugar siempre se sabe, y como de reloj se trata, les voy a contar algo que me sucedió hace muchos, pero muchos años —.

—Apenas va saliendo el práctico, así que tenemos tiempo de sobra hasta que atraque el Cubahama —dijo Mario Tachita.

—Cuéntele pues —dijo El Sapo.

—Tíreselo —dijo Kalilita.

El Sapo, Zamba Larga y Mario Tachita volvieron a ocupar sus lugares en los tablones apilados en la pared de la bodega de la aduana haciendo un semicírculo alrededor de Tapalwás.

—Me sucedió hace muchos, pero muchos años —dijo Tapalwás. Imagínense que yo tenía más o menos la edad de este muchachito de doña Juanita, de Panchito, de Kalilita como le llaman ustedes —. El único que se carcajeó fue Zamba Larga. Los otros se mostraban serios frente a Kalilita y miraban hacia otro lado como que no era con ellos.

“Fue allá al lado del río Kurinwas, en la inmensa montaña de esos años. Me encontraba allí porque me enviaron de la empresa bananera y mi misión era visitar unas tierras para que después las inspeccionaran los ingenieros gringos. Iba a recorrer el camino y regresarme al tercer día. Las aguas del río estaban limpias, aguas zarcas, y todo el caudal estaba cubierto de vegetación. En la montaña, aunque en esos tiempos existían grandes árboles y los rayos del sol no irrumpían hasta el suelo, hacía mucho calor, un calor húmedo y sofocante. Así que, al ver las aguas zarcas, decidí darme un baño para refrescarme”.

—¿Qué tiene que ver el agua del río con un reloj? —preguntó el Sapo. Los otros murmuraron entre ellos, confirmando así que la pregunta era pertinente.

“Ya verán, ya verán. Yo andaba un reloj de pulsera, de los primeros que salieron y sustituyeron a los de cadenas que me lo había regalado mi abuelo. Por el mucho aprecio y cariño que le tenía, al reloj y a la memoria de mi abuelo, me lo quité y lo coloqué al lado de la ropa, encima de una ramita de un arbusto, después de desnudarme para refrescarme en el torrente de agua limpia. No crean que soy muy dado a desnudarme en cualquier lado, no, no, soy muy tímido para eso, pero como el calor era sofocante, y después de observar para todos lados desde la orilla del río, sin ver un alma, pues me dije, aquí sólo el de arriba está mirándome, me desnudé, entré en el agua, un agua que era una frescura, y nadé hacia una poza redonda en la que se derramaba el río desde lo alto en una cascada. Sentí una paz y una tranquilidad al nadar y escuchar el agua de la cascada que me encontré muy relajado, flotando en esas aguas tan limpias que no me di cuenta del tiempo que pasaba. Es que una cosa es contárselo a ustedes y otra es vivirlo, pero bueno, la cosa es que me sentía como en el paraíso, claro que para estar completamente pleno me hacía falta una Eva, pero la mía estaba lejos en ese momento, ya saben, aquí en el Bluff, mi querida Panchita”.

—Nunca he estado con una Eva en una poza —dijo Pilón.

—Ni nunca lo vas a hacer, talvez si llevas a la Casimira —respondió Kalilita y todos se carcajearon.

—Y entonces, ¿qué pasó? —preguntó Mario Tachita.

Tapalwás tomó un puro de su camisa y, con una navaja que llevaba en la bolsa del pantalón, lo cortó en tres partes. Una de ellas la puso en su boca y comenzó a melenquear. Después de escupir a su izquierda y dar un largo suspiro, continuó contando.

“Seguí disfrutando en la poza, nadando hacia la cortina de agua que caía desde la cascada, llegaba cerca y me regresaba y así estuve un gran rato, disfrutando nada más de esa paz y tranquilidad, pero de pronto miré hacia lo alto y vi que una bandada de loras salió alborotada, espantada desde un árbol y sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, y me detuve a observar los alrededores. No vi ni escuché nada, solamente el ruido del agua y las ramas de los árboles en su vaivén natural con el soplo del viento. Seguí nadando, pero ya con cierta desconfianza, en la selva no te podés confiar y me puse al pendiente de todo, eso de que me dé un escalofrío siempre ha sido una mala señal, y de pronto vuelvo a ver hacia lo alto de la cascada y veo un inmenso tigre que me ve desde allí, y ruge fuerte, un poderoso bramido explosivo y profundo, un sonido fuerte, poderoso, forzado a través de la boca abierta”.

Tapalwás hizo una pausa. Inhaló profundamente, retuvo la respiración y exhalo unos segundos después. Se levantó y estiró sus piernas. Miró hacia el lado del muelle de los guardacostas, hacia el portón de la bodega y hacia el sector de las pangas. Dio un escupitajo, esa mezcla de saliva y tabaco que mucha gente buscaba en su casa para usarla en ungüentos curativos, vaciando un balde que él empleaba para acumularlo, y al caer en el piso de concreto, una efímera fumarola se despendio del suelo.

—¡Viste el humo que le sacó al piso del muelle! —dijo Zamba Larga.

—Vale más que los tanques de gasolina están lejos —dijo El Sapo. Si escupe cerca de ellos lo más seguro es que los hace explotar y todos salimos volando.

—Dejen que se estire a sus antojos —dijo Mario Tachita.

—Don Tapalwás, el barco ya debe de estar entrando por la barra —dijo Pilón.

—Sí, sí, ¿qué pasó con el tigre? —preguntó Kalilita.

—Con el tigre me las vi en alitas de cucaracha —volvió al relato Tapalwás y se ubicó nuevamente en el tablón de caoba.

“Ese bramido poderoso detuvo el tiempo. Era un inmenso tigre. No escuchaba el agua que caía ni sentía su frescor, mi respiración se detuvo y sólo oía el rugir del animal. Estaba como en otro mundo. Lo vi viéndome, abriendo esas inmensas fauces, vi claramente sus enormes colmillos y me quedé paralizado mientras el animal daba manotazos en las piedras del borde de la cascada y seguía rugiendo en señal de defensa de su territorio, de su cascada, su río, su montaña. De pronto, como si una decisión tomara, lo vi moverse rápidamente hacia la orilla del río. Entonces recapacité, volví a ser yo mismo y en lo único que pensé fue en salir del agua y correr. Así que nadé hasta la orilla, volví la mirada y lo vi abajo, en la otra orilla encima de un tronco, rugiendo tan fuerte que mis oídos estaban por reventarse. Salí a la orilla y tomé mi ropa, corrí, corrí y corrí sin detenerme, iba desnudo, ni cuenta me di que iba cagado de miedo, y dejé de correr cuando llegué a la casa de una familia campesina”.

—Se le olvidó el reloj —dijo Zamba Larga. Lo dejó en una rama, se acuerda.

“Lo olvidé por el miedo. El campesino me dijo que me vistiera y me dieron refugio. Luego de encerrar sus animales y montar guardia con su escopeta me sentí seguro. Al día siguiente me acompañó hasta un embarcadero, me subí a un bote y llegué dos días después a Laguna de Perlas sin dormir y sin comer, todavía tembloroso. Allí me di cuenta que había dejado mi reloj en esa ramita a la orilla del río”.

—Ya viene el práctico, el Cubahama debe estar entrando por la barra —dijo Pilón.

—Miren, miren, el coronel Peters ya salió al balcón de la aduana —dijo El Sapo. Totalmente vestido con su uniforme color caqui, el coronel estaba pendiente del práctico que se disponía a atracar en la sección del muelle cercana a la de las pangas. Los vio y les hizo un saludo militar. Se pusieron de pie y respondieron con sus manos al saludo del coronel.

—Por usted nos saluda —dijo Zamba Larga dirigiéndose a Tapalwás.

—Lo aprecio mucho —dijo Tapalwás y tiró un escupitajo a su izquierda que derritió un chicle pegado en el concreto.

—Kalilita, te veo desesperado por estrenar reloj —dijo Pilón.

—Sólo sos babosadas —dijo Kalilita. Y al fin, ¿perdió el reloj?

“Muchos años después, casi a los veinte años, volví a la misma poza del Kurinwas porque trabajaba con una empresa maderera marcando arboles maduros. Ya no existía la misma vegetación, el agua estaba terrosa, turbia, y corría turbulenta. Recordé al tigre y cansado me recosté en un gran árbol. Pensaba en el susto que me dio el animal cuando escuché el tic, tac de un reloj que salía desde el interior del árbol. Le puse plena atención y lo escuché clarito, era el tic, tac de mi reloj, pero no lo miraba, así que me levanté y seguí el sonido, caminé hacia la orilla del rio y dejé de escucharlo, regresé al árbol y volví a escucharlo, caminé hacia el claro de sus ramas y se perdió el sonido, regresé al árbol y allí estaba el tic, tac de mi reloj. Entonces subí en el tronco y el tic, tac era más claro y más fuerte, subí unos metros más y sonaba más fuerte, seguí subiendo y subiendo, el tic, tac de mi reloj era tan fuerte como el rugido del tigre que vi en la cascada y cuando llegué a la copa del árbol, desde la base de una de las ultimas ramas lo vi, allí estaba, hice un gran esfuerzo para agarrarlo y vi que, aún después de tantos años, tenía la hora y la fecha exacta. Desde entonces lo ando puesto, es este mismo reloj, mírenlo, —recogió la manga de su camisa y lo mostró— no me lo quito para nada porque es el mejor reloj del mundo, mejor que cualquiera de esos que ustedes hoy van a estrenar”.

¡Booo booo!, ¡booo booo!, se escuchó el sonido del Cubahama entrando en la bahía, dirigiéndose al muelle para atracar. Todos se levantaron de los tablones menos Tapalwás. El movimiento de gente en el muelle se intensificó. El personal de la aduana salió al muelle y el coronel Peters al balcón del segundo piso. Los estibadores se alinearon a la espera de las amarras y, desde el lado del sector de las pangas, un grupo de mujeres caminaban contentas hacia el centro del muelle.

—El que me traen es un Timex último modelo —dijo Kalilita.

—El mío es un Seiko 5 —dijo Mario Tachita.

—El mío tiene más de 40 años y sigue funcionando sin atrasarse ni un minuto, ninguno de esos le llega ni a las rodillas —dijo Tapalwás.

—Miren, miren, allí, en la cubierta está nuestro amigo saludándonos —dijo Zamba Larga.

—Nos vemos viejito mentiroso, guayolas son las que nos cuenta, nada más —dijo El Sapo y el grupo se alejó del alero en dirección al centro del muelle para confirmar con una señal del amigo embarcado que les traía sus encargos.

Tapalwás se levantó de tablón y caminó en dirección a la bodega de la aduana, saludó a don Felipe Álvarez y luego buscó las veinticinco gradas que lo llevaban a degustar el mejor guaro lija del puerto de El Bluff, distribuido por don Octavio Gómez. No hizo comentarios sobre el mejor reloj del mundo, y doña Juana Angulo lo notó extraño, sin intentar contar una de sus guayolas. Se despidió y camino por el andén en dirección a su casa donde lo esperaban sus hijos y doña Panchita.

 

22 y 23 de julio de 2022.
De la serie: Las guayolas de Tapalwas.
Foto propia.

sábado, 16 de julio de 2022

ENCERRADOS, PERO ANIMADOS




En las casas de madera sin pintar,

cubiertas por hiedra, líquenes y hongos,

nos reunimos alrededor del fogón

en días ventosos y lluviosos.

 

Calentamos nuestros cuerpos,

calor de leña y sopa por siglos,

caricias, risas y cuentos de abuelos.

Encerrados, pero animados.


Bajo la lluvia intensa somos felices.

Las calles son transformadas en barrizal intransitable,

por el rugir frenético de camiones

y su pitido enloquecedor al ir y venir.


Al escampar el cielo,

el sol lucha contra charcos y encierros.

Abrimos ojos y puertas,

saltando charcos con anhelo.

 

La noche es larga y fría,

tiznada once meses lluviosos,

pero en nuestras casas florecen

la esperanza y alegría

que barrizal y tormentas

nunca nos podrán quitar.



13 de Julio de 2022. 

Foto propia.

domingo, 10 de julio de 2022

EN BABY DOLL POR LAS CALLES DE NUEVA GUINEA

 

Aún no amanecía. La lluvia caía tormentosa desde que bajé del último bus de la noche que me dejó en los alrededores del monumento de Nueva Guinea. Al bajar, busqué los aleros de las casas de madera como resguardo. Llovía intensamente, con ráfagas de viento que se ensañaban en las ramas de un árbol de mango y una llama del bosque. Los plásticos negros de los tramos del mercado papaloteaban, rugiendo con fuerzas sin abandonar la armazón de madera que envolvían. Las calles y sus huellas de pasos humanos y de bestias, buses y camiones, estaban lavadas, convertidas en un barrizal resbaloso.

Al calmarse las ráfagas de viento, la intensidad de la lluvia cedía. No se escuchaban voces, solamente el chischís de la lluvia sobre los techos de zinc. Me cubría con la capucha de la chaqueta que usaba con frecuencia en esos viajes. Desde mi resguardo podía observar las cuatro esquinas del mercado con su monumento en el centro, una gran piedra sostenida por otras en su alrededor, apiladas unas a otras hasta tocar suelo lodoso. En una ojeada vi la chispa de un cigarrillo proveniente del lado de los silos de ENABAS y me dieron ganas de fumar.

Encendí un cigarrillo y exhalé humo húmedo que poco a poco se fue colando en un bombillo que iluminaba los alrededores. Escuché un silbato proveniente de la parada de buses y luego el ruido de un motor que fue encendido. La lluvia había cesado. Desde las cuatro esquinas aparecieron varias personas que caminaban conversando en voz baja como murmullos a escondidas, en dirección a la parada, rumbo al norte del monumento. Son viajeros, pensé y seguí fumando y observando.

Recordé la primera vez que llegué a Nueva Guinea. Corría el año 1986 y eran tiempos de guerra, antes del huracán Juana que devastó comarcas, colonias y casco urbano. Fue una visita corta; acompañaba a una delegación de gobierno que visitaría varias colonias con funcionarios locales. En un santiamén, después de tener una charla con un colectivo de costura de mujeres, me encontré en el campo visitando un área de cultivos, en una intersección de la carretera que no recuerdo propiamente el lugar porque el vehículo giró en varias direcciones, quizás fue en Río Plata, Los Pintos o en el empalme de Yolaina, no estoy seguro, siempre he tenido esa incógnita. Repentinamente, bajo el quicio de una puerta de las casas que miraba de frente, un hombre emergió de un plástico negro que lo cubría totalmente y me sacó de mis pensamientos.

De pie, desperezándose, el hombre miraba hacia todos lados como si recién bajaba de una nave extraterrestre en un planeta extraño. Recogió el plástico hasta doblarlo y colocarlo bajo su sobaco. Comenzó a caminar en dirección al monumento. La tenue luz del bombillo lo fue revelando poco a poco. Sus pasos eran pesados, torpes como los de un gigante que se balancea herido en sus rodillas, cubiertas con tiras de tela. Calzaba botas de guardias desamarradas y al avanzar provocaba un sonido seco con las lengüetas alborotadas. Sostenía su pantalón corto con un mecate y mostraba el pecho tras la camisa mal abotonada. ¡Lola!, ¡Lola!, gritó un caminante y corrió enfurecido tras el hombre, gritando malas palabras y dejé de verlo cuando dobló hacia la parada.

Amanecía. La neblina fue apoderándose de los alrededores y sentí frío. Ese frío mañanero del trópico húmedo te hace tiritar y provoca las ganas de tomar un café acompañado por un cigarrito. Y por ello encendí otro.

Proveniente del oeste, bajando hacia el monumento, vi que un vehículo hacía cambio de luces a la distancia. Es Bertini, pensé. Bertini, un viejo amigo, tenía negocios en varias colonias y me había pedido que lo acompañara a valorar un área de café en el sector de la Esperanza y Nuevo León. Venía viajando desde El Rama y necesitaba saber cuántos quintales cosecharía. Yo haría el muestreo de las plantaciones.

Entre el parpadeo de las luces, Bertini tocó varias veces la bocina del jeep. Vi que esquivó un bulto que salió de la bocacalle de la casa esquinera de Sandoval, se orilló al lado del comedor Paulito y frenó en seco, chorreándose unos metros en el lodazal. Bajó rápidamente del jeep, buscó el bulto esquivado y me acerqué.

Bertini se mostraba nervioso. El motor del jeep estaba al ralentí y humeaba, mezclándose en un círculo de neblina y calor. ¡Es eso!, ¡eso!, dijo Bertini, señalando una figura que bajaba tambaleante en dirección al monumento. Vi, entre la niebla y la primera luz del día, caminar a un hombre. ¡Lo ves!, ¡lo ves!, agregó.

Era un hombre de un mostacho y cejas tupidas, de unos 40 años, de altura mediana, complexión fuerte y pasos pesados, pero por vestimenta llevaba puesto un baby doll de color fresa. Iba vestido únicamente con el baby doll que le quedaba tallado al cuerpo y se tambaleaba. Al pasar a nuestro lado dijo adiós amigos con un deje etílico. En su pecho mostraba bellos tupidos, el largo del baby doll llegaba hasta la parte superior de sus nalgas que eran cubiertas por un calzón fresa en juego con la parte superior del camisón para damas.

No respondimos al adiós, nos quedamos mudos viendo al hombre caminar en baby doll por las calles de Nueva Guinea al amanecer, y dejamos de verlo cuando dobló por el monumento en dirección a la parada de buses. ¡Qué cosa¡, ¡es increíble lo que se puede ver en Nueva Guinea!, dijo Bertini riéndose a carcajadas.

Luego caminamos hacia el monumento y nos tomamos una taza de café con pan untado de mantequilla en un puesto de venta que había instalado una señora al amanecer. Nos reíamos del hombre en baby doll y así pasamos todo el recorrido por la carretera desbaratada que nos llevaba a La Esperanza, preguntándonos quién era ese hombre, si estaba con su amante o en una cantina donde se había emborrachado y lo habían desplumado y vestido con el baby doll, o salía a esas horas de una fiesta de disfraces. Las respuestas a nuestras interrogantes sólo quedaron en quizás o talvez, en nada más, pero la risa que nos provocó verlo embutido en el baby doll nos duró por muchos años.

 

9 de Julio de 2002.Foto de Internet.

domingo, 3 de julio de 2022

FANTASMAS VAGABUNDOS EN LA MENTE



Estamos tu y yo

sentados en las mecedoras del corredor,

contándonos las historias que ya contamos,

al ritmo pausado del viento, de luz de luna

y del movimiento de los árboles de caoba.

 

Tantas historias multiplicadas por dos,

de un pasado distante, alejado en el tiempo,

del que somos solamente un recuerdo,

fantasmas vagabundos en la mente.

 

Y seguimos juntos, en el oleaje de un vaso de agua,

contando las cosas buenas, lo bello de la memoria,

callando lo que no queremos decir, tristeza y desazón.

Tratamos de recordar los latidos del corazón.

 

No somos lo que solíamos ser.

La luz de la luna muestra un reflejo

distinto al de nuestro pasado.

Ya no somos los mismos.

 

Y allí, juntos los dos,

nos reinventamos, nos recontamos

las historias vividas, historias comunes

de una pasado que nos mantiene unidos.

 

Domingo, 3 de julio de 2022.