Por el ir y
venir festivo de sus habitantes sobre la calle central, la ciudad de Bluefields
se llenó de vida al caer la noche. Las rachas de viento provenientes de la
bahía se filtraban entre los callejones golpeando las paredes de los edificios
de madera, enfriando sus calles de asfalto que durante el día se derretían ante
el inclemente sol caribeño, provocando saludos eufóricos entre los transeúntes,
ansiosos por compartir los acontecimientos del día alrededor de una mesa.
Madson se detuvo
pensativo frente a la esquina de Erasmo. A las seis de la tarde, luego de
escuchar las campanadas de la iglesia católica, aseguró el cayuco subiéndolo a
la playa rocosa, guardó redes, vela y los canaletes en su casa ubicada en el
extremo sur de la punta de Old Bank. Bajó de prisa las gradas de la cocina,
entró al baño de madera descubierto y se duchó con varias panadas de agua. La
noche se mostraba radiante y, al levantar la mirada, observó dos estrellas
fugaces que caían sobre la bahía en dirección a Rama Cay. Se vistió, tomó una
cubeta de camarones y se encaminó de prisa hacia el hotel Crawdel para
abastecerlo de mariscos. Ahora, en la esquina, buscaba entre el gentío a su
amigo Rodney.
Desde la acera
de enfrente escuchó los cortejos de Cuabná dirigidos a una dama que salía de la
tienda “Los mejores precios”; “¡Mamacita!, ¡qué palo de hembra!, ¡estás
riquísima!”, mientras cruzaba la calle. La mujer, evitándolo, aceleró el paso
asustada en dirección hacia el cine Variedades. “Qué hermosas nalgas, mejores
que las de tu mamá”, gritaba Cuabná resentido y temblándole la mano izquierda
impedida a nivel de la muñeca porque la mujer lo ignoraba. Desde la esquina,
Madson observó con mayor nitidez el río de gente que circulaba en dirección a
Wing Sang y entre el tumulto distinguió a Rodney que se acercaba como nadando
contra la corriente.
—
¿Qué hacemos? —preguntó Rodney al darle la mano.
—
Bebamos cervezas —respondió Madson.
—
Vamos al Tropical —planteó Rodney.
—
Hace media hora pasé por allí. Mejor quedémonos aquí
cerca —propuso Madson mirando hacia el lado del “Salón Rosado”.
—
Todos los lugares son iguales —dijo Rodney
convencido y caminaron hacia el sur de la esquina de Erasmo por la avenida
Patterson.
Madson entró
primero a “El Rosado”, popularmente llamado así por sus clientes. Desde la
puerta observó la única mesa disponible y comprobó la hora en su reloj de pulsera.
“No son las siete y está lleno”, le dijo a Rodney; se dirigieron a la mesa que les mostraba con
cortesía King Chea, el dueño del salón, con una sonrisa que agigantaba los ojos
negros achinados de su cara solar.
—
Que quelel pala tomal —pregunto King Chea, de
pie frente a ellos.
Las palabras de
King Chea se confundieron con las voces, murmullos y carcajadas de los
clientes. El salón del chino era el más popular de la ciudad aun cuando tenía
de vecinos cercanos negocios similares, entre ellos a la Vilma Rojas,
el Sesteo y la cantina de Bortey Smith. Sus clientes eran personas de diferentes
estratos sociales —médicos, abogados, marinos, políticos, comerciantes y todo
aquel que pudiera pagar sin importar el color de su piel— que degustaban
platillos chinos —chop suey, chow ming, arroz chino y sopa de tallarines con
pollo o camarones que con esmero preparaba King Chea y agasajaba a sus clientes
con bocadillos de entrada—, tomaban cervezas y ron, y escuchaban la buena
música de su roconola.
— Dos
victorias —ordenó Madson y el chino se retiró en dirección a la barra.
— ¿Cómo
estuvo el día? —preguntó Rodney.
— Bien,
vendí todos los pescados y la última cubeta de camarones la pasé dejando por el
hotel Crawdel. Me gané cien pesos.
— ¿Y
a vos, cómo te fue?
— Hice
tres viajes al Bluff. Después de pagar la gasolina y el aceite me quedaron
noventa.
El mesero
regresó con las cervezas y King Chea entró a la cocina. Otros clientes cruzaban
la puerta principal y salían decepcionados al notar que estaba repleto de
gente. El aroma de los platillos chinos se colaba por la puerta de la cocina y,
al mezclarse con el humo de tabaco, los vapores de alcohol y la cadencia de la
música country, estimulaba el apetito de los presentes que disfrutaban su vida
jocosa en ese ambiente iluminado por lámparas chinas rojas colgadas del piso de
madera de la segunda planta donde el chino vivía, cuadros hechizos en las
paredes con paisajes de su madre tierra y dragones que desprendían bocanadas de
fuego, indiferentes a los problemas que aquejaban al país como náufragos a la
deriva en la inmensidad del mar Caribe.
— Cuando
me estaba bañando vi caer dos estrellas fugaces —comentó Madson.
— ¿Dos?
—preguntó Rodney, empinándose la botella de cerveza hasta vaciarla.
— Sí,
dos seguidas.
— ¿Dijiste
las palabras mágicas?
— ¿Qué
palabras?, ¿de qué hablas? —cuestionó Madson y le hizo señas al mesero,
solicitándole dos cervezas.
— ¿No
lo sabes?
— No.
¿Cuáles son?
— Siempre
que veas estrellas fugaces tienes que decir “Dios bendiga mi vista”.
— ¿Y
qué si no lo hago?
— Algo
malo le pasará a tus ojos —respondió Rodney.
— Esas
son pendejadas, creencias de los abuelos —afirmó Madson en el mismo instante
que el mesero servía las cervezas.
En sus pláticas
sobre lo cotidiano transcurrieron las horas. Las mesas de “el Rosado”,
cubiertas de manteles del color de su nombre, se fueron vaciando y llenando
nuevamente. El deguste de las cervezas les abrió el apetito a Madson y pidió
para los dos el famoso chop suey especial que preparaba King Chea, quien
atentamente, con su sonrisa y acento asiático, despedía y daba la bienvenida a
sus clientes haciéndolos sentir como si estuvieran en casa.
Repentinamente las
luces de las lámparas rojas se apagaron y la roconola enmudeció. King Chea peló
los ojos, se asomó a la calle y comprobó que no se debía a interrupción del
fluido eléctrico. Cruzó el salón en dirección a la cocina y notó que las luces
estaban encendidas. Se dirigió al panel eléctrico ubicado detrás de la barra y,
al abrirlo, las luces de las lámparas se tornaron intermitentes, provocando
destellos rojos como si los dragones inundaran el salón con llamaradas de fuego.
— ¡¿Qué
pasa?! —expresó Madson.
— ¡¿No
sé?! —respondió Rodney.
Escucharon desde
el lado de la cocina el ruido de platos, vasos, cuchillos, cucharones y peroles
que caían en el piso junto a las latas de las despensas y vieron a la cocinera
que salía corriendo despavorida al salón que volvía a iluminarse con un rojo
intenso desprendido de las lámparas como si fueran a explotar.
Rodney y Madson
se levantaron de la mesa al igual que el resto de los clientes y miraban
pasmados lo que acontecía. King Chea estaba sujeto a la barra, inmóvil,
asustado. El mesero se aferraba a él y cocinera gritaba en el centro del salón.
Los cuadros hechizos junto a los dragones comenzaron a desprenderse de las
paredes, las lámparas explotaron, los vasos, las botellas y las sillas de las
mesas junto a los manteles comenzaron a volar, cruzando entre ellos hasta
estrellarse contra las paredes y todos salieron corriendo horrorizados hacia la
acera dejando vacío “El Rosado”.
Los transeúntes
de la avenida, los clientes y propietarios de los negocios vecinos se
aglomeraron frente a “El Rosado”. A Madson y a Rodney les temblaban las piernas
y, en ese estado, Rodney lo culpaba por lo acontecido: “si hubieras dicho las
palabras mágicas, esto no hubiera sucedido”, le decía.
King Chea entró
temeroso al salón acompañado por varios clientes, revisaron todos los rincones —algún
bromista debe estar escondido, decía el chino— hasta convencerse de que nadie
había y que en realidad las cosas caían y volaban por el aire en forma
misteriosa. Por tres noches seguidas el “Salón Rosado” permaneció embrujado.
King Chea gritaba a sus clientes “¡un epílitu, habel un epílitu alecho!” cuando
preguntaban por lo sucedido. El embrujo terminó hasta que fue recomendado a un
“Obeah man” cuyos servicios contrató el chino. El brujo visitó el salón por dos
noches en las que ejecutó ritos y ceremonias secretas que le pusieron fin al hechizo.
Por la ciudad
corrieron rumores de que el embrujo del “Salón Rosado” fue pagado a una “Obeah woman”
de Kakabila por uno de los dueños de negocios vecinos, pero esto nunca pudo ser
comprobado. Desde ese día, a sus ochenta y cinco años, Madson recuerda
claramente lo acontecido y siempre que observa estrellas fugaces desde su casa
ubicada en la punta de Old Bank repite una y otra vez: “God bless my eye
sight”.
Jueves, 07 de marzo de 2013