El viejo leía
reclinado en el swing del corredor con los pies descalzos y las piernas
estiradas a sus anchas. Sus sandalias estaban en el piso y frente a él, a un
costado de la casa, un chavalo jugaba con su mascota, una perrita ñata color
crema sin cola, tan peluda y colochona que sus ojos no podían verse. El
chavalo, de unos once años, corría en círculos llamándola por su nombre y la
perrita lo seguía, al detenerse se acostaba en la grama como en un colchón
olfateando las flores amarillas; cuando le rascaba la pancita, se balanceaba
sobre su espalda levantando las patitas con alegría.
“¡Abuelo!, ¡abuelo!, ¡mírela!, ¡mire cómo se revuelca!”, gritó el chavalo con tono fatigado.
El viejo se incorporó para verlo
sobre sus lentes y los papeles se sacudieron en sus manos. “Sí, sí”, dijo,
asintiendo con movimientos de cabeza. Por las tardes, luego de la siesta, salía
de su habitación a mecerse en el swing. Su ritmo biológico lo exigía. Con el
paso de los años, su cuerpo necesitaba el calor que le brindaban los rayos de
sol al ponerse en el Oeste. Por ello, muchos años después de plantar con sus
propias manos diversos tipos de árboles alrededor de su casa, los mandaba a
podar para recibir el calor que ahora disfrutaba en su adolorida espalda. Sus
manos, antes firmes, temblaban, su
mirada sin lentes era borrosa, pero recordaba con lucidez los detalles de su
vida.
El chavalo levantó a la perrita y
caminó hacia él dejando en la grama marcadas sus huellas, las florecillas
amarillas se doblaban tras sus pasos. Sus mejillas rosadas, su nariz y cabello
húmedo brillaban frente al sol. Al arrimarse, el viejo levantó sus piernas
frágiles formando la figura de una pirámide sin base a punto de derrumbarse y,
deslizándose entre ellas, el chavalo se sentó en un extremo del swing
sosteniendo a la perrita con su mano y antebrazo izquierdo.
“Yo también jugaba en la arena con mi perro”, agregó el viejo mientras
estiraba sus piernas para hacerlas descansar sobre las del chavalo. Tras ese
contacto se miraron al vaivén del swing. El afecto entre ellos creció como la
brisa cálida que fluía entre los árboles podados.
“¿En el mar, abuelo?”, preguntó el chavalo mientras la perrita descansaba
quieta entre sus manos y los pies del viejo.
“Se llamaba Ringo, era más grande que tu perrita y también corría detrás
de mí, alegre y dando vueltas, pero cuando miraba a los pájaros picotear en la
arena los seguía desesperado para atraparlos. Nunca pudo hacerlo, los pájaros
volaban a su alrededor riéndose con su canto. Una tarde lo encontré sin moverse
debajo de mi cama, lo cuidé con esmero pero murió, no pude hacer nada”, explicó
el viejo.
“Pobrecito”, dijo el chavalo, colocó a la perrita en el suelo y se
acurrucó abrazándolo de las piernas. El viejo le acarició el cabello pasando
sus manos por encima como tratando de alborotarlo y la brisa se detuvo por un
instante formando un vacío cálido en los alrededores, estremeciendo la
humanidad del viejo. Así permanecieron por unos minutos hasta que el chavalo se
levantó y corrió detrás de la perrita que ladraba en la grama.
El viejo volvió la mirada y noté sus ojos enrojecidos. Por ello estaba
allí, igual que su nieto, para acompañarlo en esos atardeceres que pasaba solitario,
disfrutar de su amena conversación, sus recuerdos y anécdotas, compartir libros
y los borradores de mis escritos.
Siempre lo había dicho, “llega a mi casa”, pero fue hasta los últimos
seis meses que acudí a su lado y descubrí la pasión que llevaba dentro. A sus
setenta y cinco años le quedaban pocas fuerzas. Disfrutaba de una escuálida
pensión del seguro social que le permitía satisfacer sus necesidades básicas,
pero seguía aferrado a la vida materializada en su nieto en el que se miraba a
sí mismo cuando mostraba fotos del pasado, la mayoría de ellas deterioradas por
los años, mencionando nombres de personas y lugares en que se encontraba. “Se
parece a mí, ¿verdad?”, decía mirándolo jugar con la perrita en la grama
florecida.
El chavalo llegó a despedirse cuando el sol moría tras la colina. Al
abrazarlo, los ojos del viejo se nublaron; apartó la mirada buscando la última
ráfaga de brisa cálida y sus lágrimas, desprendidas de su alma solitaria, se
evaporaron sin dejar huellas del dolor que su ausencia le causaba. Caminó hacia
la casa y me entregó los papeles. “Regresa otro día”, dijo.
23 de agosto de
2013.