martes, 27 de agosto de 2013

UNA BRISA CÁLIDA

El viejo leía reclinado en el swing del corredor con los pies descalzos y las piernas estiradas a sus anchas. Sus sandalias estaban en el piso y frente a él, a un costado de la casa, un chavalo jugaba con su mascota, una perrita ñata color crema sin cola, tan peluda y colochona que sus ojos no podían verse. El chavalo, de unos once años, corría en círculos llamándola por su nombre y la perrita lo seguía, al detenerse se acostaba en la grama como en un colchón olfateando las flores amarillas; cuando le rascaba la pancita, se balanceaba sobre su espalda levantando las patitas con alegría.
“¡Abuelo!, ¡abuelo!, ¡mírela!, ¡mire cómo se revuelca!”, gritó  el chavalo con tono fatigado.
            El viejo se incorporó para verlo sobre sus lentes y los papeles se sacudieron en sus manos. “Sí, sí”, dijo, asintiendo con movimientos de cabeza. Por las tardes, luego de la siesta, salía de su habitación a mecerse en el swing. Su ritmo biológico lo exigía. Con el paso de los años, su cuerpo necesitaba el calor que le brindaban los rayos de sol al ponerse en el Oeste. Por ello, muchos años después de plantar con sus propias manos diversos tipos de árboles alrededor de su casa, los mandaba a podar para recibir el calor que ahora disfrutaba en su adolorida espalda. Sus manos, antes firmes,  temblaban, su mirada sin lentes era borrosa, pero recordaba con lucidez los detalles de su vida.
 El chavalo levantó a la perrita y caminó hacia él dejando en la grama marcadas sus huellas, las florecillas amarillas se doblaban tras sus pasos. Sus mejillas rosadas, su nariz y cabello húmedo brillaban frente al sol. Al arrimarse, el viejo levantó sus piernas frágiles formando la figura de una pirámide sin base a punto de derrumbarse y, deslizándose entre ellas, el chavalo se sentó en un extremo del swing sosteniendo a la perrita con su mano y antebrazo izquierdo.
“Yo también jugaba en la arena con mi perro”, agregó el viejo mientras estiraba sus piernas para hacerlas descansar sobre las del chavalo. Tras ese contacto se miraron al vaivén del swing. El afecto entre ellos creció como la brisa cálida que fluía entre los árboles podados. 
“¿En el mar, abuelo?”, preguntó el chavalo mientras la perrita descansaba quieta entre sus manos y los pies del viejo.
“Se llamaba Ringo, era más grande que tu perrita y también corría detrás de mí, alegre y dando vueltas, pero cuando miraba a los pájaros picotear en la arena los seguía desesperado para atraparlos. Nunca pudo hacerlo, los pájaros volaban a su alrededor riéndose con su canto. Una tarde lo encontré sin moverse debajo de mi cama, lo cuidé con esmero pero murió, no pude hacer nada”, explicó el viejo.
“Pobrecito”, dijo el chavalo, colocó a la perrita en el suelo y se acurrucó abrazándolo de las piernas. El viejo le acarició el cabello pasando sus manos por encima como tratando de alborotarlo y la brisa se detuvo por un instante formando un vacío cálido en los alrededores, estremeciendo la humanidad del viejo. Así permanecieron por unos minutos hasta que el chavalo se levantó y corrió detrás de la perrita que ladraba en la grama.
El viejo volvió la mirada y noté sus ojos enrojecidos. Por ello estaba allí, igual que su nieto, para acompañarlo en esos atardeceres que pasaba solitario, disfrutar de su amena conversación, sus recuerdos y anécdotas, compartir libros y los borradores de mis escritos.
Siempre lo había dicho, “llega a mi casa”, pero fue hasta los últimos seis meses que acudí a su lado y descubrí la pasión que llevaba dentro. A sus setenta y cinco años le quedaban pocas fuerzas. Disfrutaba de una escuálida pensión del seguro social que le permitía satisfacer sus necesidades básicas, pero seguía aferrado a la vida materializada en su nieto en el que se miraba a sí mismo cuando mostraba fotos del pasado, la mayoría de ellas deterioradas por los años, mencionando nombres de personas y lugares en que se encontraba. “Se parece a mí, ¿verdad?”, decía mirándolo jugar con la perrita en la grama florecida.
El chavalo llegó a despedirse cuando el sol moría tras la colina. Al abrazarlo, los ojos del viejo se nublaron; apartó la mirada buscando la última ráfaga de brisa cálida y sus lágrimas, desprendidas de su alma solitaria, se evaporaron sin dejar huellas del dolor que su ausencia le causaba. Caminó hacia la casa y me entregó los papeles. “Regresa otro día”, dijo.


23 de agosto de 2013.