Los grandes y centenarios árboles de caoba están con pocas ramas, sin hojas. Sus troncos quedan heridos de muerte; esparcidos a su alrededor hay hojas de zinc, pedazos de madera, ramas trituradas, un mar de escombros. El kiosco y el edificio del Colón muestran su estructura y cimientos, nada más. Un niño camina despacio en sus andenes, esquiva las ruinas, observa a su alrededor, se detiene y llora desesperado al pie del busto de José Santos Zelaya, único testigo de la mortal embestida.
No queda nada. Las inscripciones, los nombres de los novios dentro de un corazón grabado en los troncos de los árboles, las manchas en las paredes, los rótulos, las bancas, los columpios, los resbaladeros y las plantas ornamentales han desaparecido; se escaparon, volaron como prófugos en estampida incitados por el huracán.
El tiempo pasa. Los viejos árboles se recuperan y cobran vida. Las tardes de calor extremo se tornan placenteras bajo sus sombras, los niños juegan, corren y gritan de alegría. Las noches de luna llena provocan que novios y amantes apresurados lo visiten, se acurruquen, disfruten y empapen el ambiente con su romance. Otros, en una de sus esquinas, se reúnen alrededor de una guitarra y entonan canciones melancólicas de amor, anhelos, luchas y esperanzas.
Los amigos de lo ajeno, los borrachos, los drogadictos, los homosexuales y los que venden su cuerpo, patti, vigorón, pejibaye y drogas también acuden a el. Los políticos, los de antes y de hoy, han discursado y realizado actos proselitistas aprovechando su amplitud y atractivo. Eventos culturales de diversa índole han sido acogidos en él, desde desfiles, conciertos, bailes, comparsas, circos, hípicos y hasta barreras para montar toros. Las fiestas de Mayo, las de San Jerónimo, las fiestas patronales en honor a la Virgen del Rosario, el aniversario de Bluefields y la Semana de la Autonomía se celebran en ese espacio que es de todos.
Foto: Kenny Siu. |
En las noches de bruma, heladas y solitarias, aparenta estar vacío. Si agudizas tus sentidos te darás cuenta que no es así. Lo recorren otros, los ausentes, los que un día lo disfrutaron como tú y yo. Regresan a nuestro reino, vuelan a su alrededor, suben a sus árboles, se mecen en sus columpios, se reencuentran y acomodan en el kiosco, en sus muros y bancas para comentar historias de vida y volver a vivirlas. Antes del amanecer lo abandonan, vuelven al sueño eterno.
Niños, jóvenes y adultos regresan y vuelve a cobrar vida. Los árboles florecen y riegan como gotas de lluvia sus semillas. La vida sigue y él estará siempre para que la disfrutemos. Lo necesitamos, es nuestro único lugar de esparcimiento y sana recreación. Hay que mimarlo, defenderlo y embellecerlo cada día. Es el parque Reyes y todos tenemos en él nuestro reino.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 08 de septiembre de 2010