Sus carnosos labios enmudecieron admirados y
los pensamientos divagaron sin tratar de encontrar explicación de las
circunstancias que lo llevaron a su lado. Se aproximó con sutileza, respiró su
aroma embriagador; al verlo desnudo descubrió la palidez de su piel cubierta de
finos vellos. Por instinto lo acurrucó como a un niño cubriéndolo con la
sábana.
Lo había visto en diferentes momentos de su
vida. De muchacha lo miraba lejano, inalcanzable. Jamás se fijó en ella. Pero
esa noche, después de décadas, sus miradas se encontraron y una chispa despertó
el fulgor de sus ojos, los recuerdos y las nostalgias de amor.
Ahora lo observaba con ternura, frágil y suyo.
No quería que despertara y se levantó sigilosa de la cama. Tomó una camiseta
fina, un short de lana, calzo sus chinelas y se dirigió a la cocina. Encendió
el fuego y puso a hervir agua en una olla a presión. Con delicadeza levantó la
tranca de la ventana evitando el crujir de las bisagras; al abrirla observó los
rayos del sol sobre la espesura del bosque en lo alto del cerro.
Percibió la belleza del cielo, el olor intenso
del campo y la brisa fresca sacudió su cabello rizado. Sus grandes ojos negros
se humedecieron de alegría y la soledad pasó despidiéndose, fluyendo en el
aire, escapándose con la bruma hasta asentarse nuevamente en el bosque.
Hipnotizada por la ilusión se quedó expectante
y se dio cuenta que había despertado cuando se apropió de su cintura,
atrayéndola con sutileza hacia él. Los pelos de su barba hicieron que se
estremeciera al acariciarle el cuello con su mejilla y su corazón inició un
galope frenético y desesperado al notar su tibia hombría. Sintió el deseo
apremiante y poderoso como oleada de vida.
El aire fresco se atascó en su pecho y olvidó
sus penas, sus fracasos amorosos, el incierto futuro a su edad madura, los
obstáculos sorteados de mujer sola y celebró tenerlo a su lado. Al darse
vuelta, en la tenue claridad de la mañana, descubrió el brillo de sus ojos en
la mirada. Lo atrajo buscando sus labios, abriéndolos con un beso cálido y
húmedo. Recorrió las comisuras de su boca, bebió su saliva y aspiró su aliento
dispuesta a atraparlo hasta el último de sus días, sacudida por el huracán de
los deseos guardados, encadenados por muchos años.
La danza del amor comenzaba y él comprendió que
no debía ceder a su impulso. Con lentitud y cierto temor de arruinar el
embrujo, porque sus manos temblaban, levantó su camiseta y descubrió los vellos
de sus axilas, la curvatura de sus hombros, los senos grandes, aún firmes, y
los pezones negros. Con la concavidad de sus manos exploró los pechos, apretó
la cintura y la piel de ella, color ébano; se estremeció.
Se arrodilló frente a ella, hundió su cara en
el abdomen, besó su profundo ombligo y descubrió la fragancia exquisita de la
mujer caribeña, el mito del olor a coco y lo salobre del mar. Levantó sus pies
y apartó sus chinelas descubriéndolos para acariciarlos con un beso. Sus manos
se apoderaron de su short de lana y lo bajó lentamente revelando el paso del
tiempo en su vientre, sus muslos aún firmes y sus nalgas de diosa. La vio
desnuda a contra luz y con sus labios recorrió sus senderos, cavó sus cuevas,
caminó sus valles y colinas, logrando dibujar la belleza de su cuerpo.
Al quitarse los calzoncillos, se levantó y
descubrieron el secreto original. El canto de los gallos y el ladrido alegre de
la perra amarrada en el corredor del fondo de la casa no perturbaron el
momento.
Ella, experta en el amor, se sorprendió al
darse cuenta que no la habían amado de esa manera; desconocía ese arrebato sin
cadenas, temores ni reservas. Maravillada descubría con todos sus sentidos la
forma de su cuerpo, su sabor, su aroma, su calor y exploraba cada palmo
sembrándolo de caricias ya olvidadas. Nunca antes había celebrado con tantas
ansias la fiesta de sus deseos: bésame, tócame, chúpame, poséeme porque muero
por sentirte dentro de mí, no te detengas porque te mato, así, mi amor, allí me
encanta, me tienes loca, ¡ay dios mío, que rico!
Él la apartó levemente para mirarla y descubrió
en sus ojos negros el reflejo de las perlas negras que devolvían su imagen
cubierta por el deseo. Se acostaron en el piso de madera e iniciaron las etapas
del rito ancestral. Ella lo acogió con pasión, murmurando palabras sensuales
nunca antes dichas y él se abandonó, entrando en su jardín, empapándose del
néctar de su flor caribe, cada uno siguiendo el ritmo placentero del otro en la
búsqueda anhelada del mismo final.
Tras cada susurro de pasión él sonreía de dicha
plena porque al fin había encontrado la diosa negra de sus fantasías de
adolescencia, buscada en diferentes lugares y cuerpos a lo largo de muchos
años.
Sin prisa, reteniendo el tiempo bajo la luz de
la ventana, anidó en ella atajándose en el frote de cada sensación. Ella se
apoderó de él y toda la magia de ritmos sensuales de sus ancestros africanos
floreció en un instante. Su cuerpo se contorsionó, sus caderas temblaron, sus
labios se humedecieron, sus manos lo estrujaban en su cuerpo bañado de sudor,
al tiempo que se entregaba como nunca antes.
Cuando ella se estremeció en éxtasis y un
suspiro profundo salió de su boca, un volcán erupcionó en su vientre y el fluir
del arroyo lo sacudió hasta caer como naufrago en las aguas de ella. Tirados en
el piso suspiraban felices. El chillido de la olla en que hervía el agua
interrumpió el palpitar de sus corazones, el amor desbordado en plenitud. Tomaron
café y se despidieron con la promesa de nunca olvidarse.
Con el paso de los años la volvió a ver. Él
regresaba de la diáspora caribeña que añora desterrada sus raíces, su gente, su
comida, sus fiestas y amores del pasado. Al verla caminar en la distancia se
dio cuenta que seguía llena de vida a pesar de sus años, la soledad y carencias
en esa ciudad abandonada y embrujada frente al mar caribe. Apresuró el paso de
sus pies errantes, ansioso por volver a entrar en su jardín y ver el resplandor
de su perla negra.